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Caítulo 3: Ni loca trabajaré para él.

Mi respiración se volvió realmente irregular, como si cada inhalación fuera un esfuerzo sobrehumano. Sentía mi pecho subir y bajar descontroladamente, cada intento de llenar mis pulmones con aire se volvía inútil, como si el oxígeno se desvaneciera antes de alcanzarme. Un nudo en mi garganta parecía ahogarme, atrapándome en un ciclo de asfixia constante.

Llevé mi mano temblorosa a mi pecho, tratando de calmar los latidos desbocados de mi corazón. Palpé con desesperación mi pecho, buscando alguna señal de calma en ese frenesí incontrolable, pero solo encontré caos y desesperación. Cada latido era una explosión que resonaba en mis oídos, siendo un recordatorio de mi fragilidad.

—Señorita —mencionó el hombre, su voz retumbaba en el aire cargado de tensión mientras observaba mi lucha por mantenerme en pie.

Su presencia se sentía opresiva, una sombra que se acercaba lentamente, llenando el espacio con su energía abrumadora.

Mi mente gritaba en silencio, implorándome que no le permitiera acercarse, que lo mantuviera a distancia. Pero mis labios se negaban a pronunciar esa advertencia; mis cuerdas vocales parecían estar paralizadas por el miedo. El temor me había dejado sin voz, sin capacidad para defenderme, como si todo mi ser estuviera atrapado en un estado de impotencia.

—No, por favor, aléjese, no me haga daño —logré murmurar finalmente con un hilo de voz, apenas audible.

Mis palabras eran un eco frágil en la vastedad del silencio, pero él continuó avanzando hacia mí, ignorando mi súplica. Antes de que pudiera reaccionar, perdí el equilibrio y caí de espaldas, arrastrando la silla conmigo en un torpe intento de poner distancia entre nosotros.

—Jenny —pronunció mi nombre con una mezcla de preocupación y firmeza mientras se inclinaba para ayudarme a levantarme del suelo.

Su cercanía me llenó de un temor paralizante. Sentía una corriente helada recorrer mi columna vertebral. No quería sentir su contacto, no después de lo que había pasado esa noche. La noche en que mi vida cambió para siempre.

—Por favor —suplicé, sintiendo cómo las lágrimas luchaban por desbordarse de mis ojos.

—Señorita, está sufriendo un ataque de pánico, respire profundo y cuente conmigo —me instó, tratando de calmarme. Pero sus palabras eran solo ruido en mi mente, que seguía sumida en un torbellino de terror y confusión.

¿Un ataque de pánico?

Mientras él comenzaba a contar, invitándome a seguir su ritmo, traté de concentrarme en su voz, en su cadencia calmada. Cerré los ojos y me obligué a inhalar profundamente, a dejar que su voz me guiara hacia una calma que parecía inalcanzable. Poco a poco, las oleadas de pánico empezaron a disiparse. Sentí su mano firme en mi brazo, guiándome suavemente hacia el sofá. Me dejó caer con delicadeza, manteniendo una distancia prudente pero aún demasiado cerca para mi gusto.

—¿Está mejor, señorita Clark? —preguntó con preocupación.

Negué con la cabeza, todavía incapaz de hablar. No estaba mejor, y no lo estaría mientras él estuviera cerca. Mi cuerpo seguía temblando y mi mente atrapada en el recuerdo de una discoteca, de una noche de terror.

—Usted, ¿hace tres años estuvo en una discoteca donde chocó contra una joven? —interrogué, mis ojos clavándose en los suyos, buscando desesperadamente una respuesta en su mirada confusa.

Desvió la mirada brevemente antes de responder, como si buscara en su memoria:

—Las discotecas no son lo mío, señorita.

Se enderezó en su asiento y su respuesta, tan escueta, solo sirvió para confirmar mis sospechas. Sentí una oleada de alivio mezclada con la certeza de que el pánico, una vez más, me había jugado una mala pasada.

—¿Ya podemos comenzar con la entrevista o prefiere reagendarla? —preguntó, levantándose y dirigiéndose hacia su escritorio.

No quería enfrentarlo de nuevo, pero necesitaba este trabajo.

—Por favor, hágamela ahora —pedí, con mi voz aún temblorosa.

Él asintió y comenzó a revisar mi currículum con meticulosidad. Su expresión era impasible, pero sus ojos seguían emanando una intensidad inquietante.

Observé cómo deslizaba sus dedos por las hojas del documento, notando los detalles que había dejado sin completar. Mis manos temblaban incontrolablemente mientras esperaba su veredicto, cada segundo era una eternidad.

—En el expediente dice que no tiene experiencia en algún campo administrativo, también dejó en blanco el espacio del puesto a solicitar.

Se colocó unos lentes de montura negra y comenzó a releer mi currículum. Cada palabra que pronunciaba era un martilleo en mi mente, aumentando mi ansiedad.

—No cuento con experiencia, pero en la universidad fui una alumna muy prometedora —respondí, tratando de mantener mi voz firme.

—¿Desea un vaso de agua? Aún se ve alterada y pálida, ¿se está alimentando bien?

Asentí, agradecida por el gesto de preocupación. Aunque su voz sonaba genuina, algo en su tono me mantenía alerta, como si hubiera una segunda intención oculta.

Se dirigió hacia una pequeña licorera ubicada en una esquina de su despacho, donde encontró una jarra y un vaso. El líquido transparente burbujeaba ligeramente mientras lo servía. Luego comenzó a caminar hacia mí con pasos lentos y calculados.

—Señorita —extendió el vaso, y al tomarlo, nuestras manos se rozaron ligeramente. Sentí una descarga eléctrica recorrer mi cuerpo, haciendo que mi columna vertebral se tensara involuntariamente.

Solté el vaso al instante, el agua se derramó sobre la alfombra. Me quedé mirando fijamente el desastre que había causado, incapaz de enfrentar sus ojos. Sentía una mezcla de vergüenza y nerviosismo que me quemaba por dentro.

—Perdóneme, ando un poco torpe el día de hoy —me disculpé rápidamente, sintiendo cómo el rubor subía a mis mejillas.

—Ya veo. Si su actitud siempre será de esa manera, me temo que no podré contratarla. El puesto que se requiere es como asistente personal del CEO, y no queremos que suceda un accidente, ¿o sí?

—Creí que el puesto era de programadora o algo similar —dije, tratando de calmar mi respiración acelerada, con mi mente aún luchando por entender lo que estaba ocurriendo.

—Acabo de tomar la decisión de que necesito un asistente —se flexionó ligeramente para quedar a mi altura y llevó su mano a mi barbilla, alzando mi cabeza que aún permanecía agachada. —También debo mencionar que me gusta que me vean cuando hablo —añadió con una pizca de arrogancia en su tono.

—¿Usted es el CEO? —pregunté, intentando apartar la mirada, sintiendo su presencia abrumadora y sofocante.

—Mi nombre es Dylan Hans, dueño de la compañía a la que usted acudió a solicitar trabajo.

—Creí que mi solicitud era para programación —respondí, aún más confundida por la situación.

—¿Cómo puede ser para programación? Si no estipula el puesto que deseaba, seguro mi secretaria la asignó a mí —se acercó más, su proximidad me hacía sentir atrapada. —¿Por qué tiemblas, corderito?

Me puse en pie de inmediato, dejándolo flexionado, y comencé a caminar hacia la puerta, decidida a no aceptar un puesto que me generaba tanto temor.

—Lo siento, pero tendré que irme, no me interesa ser su asistente —hablé con firmeza, intentando ocultar mi turbación.

Tomé la perilla de la puerta, pero antes de que pudiera abrirla, él puso su mano sobre la mía, deteniéndome en seco. Su toque era firme y dominante, enviando un escalofrío a través de mi piel.

—No te presionaré, pero si quieres el puesto, es tuyo; no pienso contratar a nadie más —dijo, y me giré para encontrarme con sus ojos, que ahora parecían más oscuros y penetrantes. Su aliento cálido rozó mi piel, haciendo que me estremeciera.

—¿Por qué? —pregunté, en un susurro, intentando descifrar su mirada.

Él se me quedó viéndome en silencio durante unos minutos que parecieron eternos, sus ojos explorando cada rincón de mi alma. Finalmente, desvié la mirada, incapaz de sostener su intensa mirada.

No puedo seguir viendo esos ojos.

Él retiró su mano de la puerta, dándome más espacio, y sentí un alivio momentáneo al respirar con más libertad. Agradecí al cielo por esa pequeña distancia.

—No lo sé —susurró. —Me resultas familiar, tal vez sea por eso. ¿Tomarás el puesto, Jenny?

Me quedé en silencio, sopesando sus palabras y la mezcla de emociones que me invadían. Algo en su tono y en sus ojos me decía que había más en juego de lo que él dejaba ver. Mi mente seguía llena de dudas y desconfianza, pero también de una curiosidad inexplicable.

—Lo pensaré —dije finalmente, sin comprometerme del todo, y con eso abrí la puerta y me marché, dejando atrás la intensidad de sus ojos y el misterio que parecía envolverlo. Pero mientras me alejaba, no pude evitar sentir que esa no sería la última vez que nuestros caminos se cruzarían. Algo en mi interior me decía que, quiera o no, mi destino estaba más entrelazado con el de Dylan Hans de lo que podía imaginar.

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