La desgracia nunca acaba
La desgracia nunca acaba
Por: samanthajaksic
Capítulo 1

 PRIMERA PARTE: LA DESGRACIA DE VOLVER A VERTE

Despierto sobresaltada por un desagradable sueño. 

Me incorporo sentándome en la cama con el corazón latiéndome con rapidez y el detestable presentimiento de que aquel sueño, o más bien pesadilla, es solo un mal augurio para lo que me depara el día. 

Maldigo en voz alta, mientras aparto las mantas de mi cuerpo y me levanto dispuesta a remediar los presagios que me envuelven. Sé que, si no actúo con suficiente rapidez, mi único día en la oficina será un verdadero caos.

Sin embargo, en cuanto doy un par de pasos distraída, pero a la vez determinada en llegar al baño, tropiezo y caigo al suelo, a duras penas teniendo tiempo para amortiguar mi caída con mi antebrazo derecho para no romperme la nariz. 

¡Oh, maldito infierno! 

Las rodillas me duelen y el dolor no tarda en envolver desde mi muñeca hasta mi codo.

—¡Maldición! ¡Carajo! ¡Joder!

Me incorporo siseando y gruñendo e insultando a todo lo vivo que existe.

Sopló con una tonta el arañazo en mi codo, mientras lo sostengo con cuidado, en un intento de aliviar el dolor.

Está enrojecido, duele como el infierno y estoy rezando - y blasfemando - por todo lo alto, para que no sea nada grave. Hoy no tengo tiempo para ir a urgencias, debo entregar mi trabajo, hablar con el editor y adoptar mi mejor papel en la reunión con Scorpius. No puedo darme el lujo de pasarme todo el día en una sala de urgencia esperando que atiendan a una pobre tonta con mala suerte después de un pésimo sueño.

Me arrodillo para terminar de levantarme mejor y volteo el rostro con todo el odio que me es posible para observar lo que me ha hecho caer. Cuando logro ver que aún lo tengo enredado en la punta de los dedos de mis pies, alargo la mano buena y tiro de la prenda mirándola con enfado. 

Me he tropezado con mis bragas.  

Mis inofensivas bragas de algodón con la caricatura de Miss Piggy, que ahora se han convertido en una mald!ta arma de destrucción. Las hago una bola en mi mano y las arrojo al otro lado de la habitación. Son un peligro y, desde ahora, una amenaza segura.

Termino de ponerme de pie, haciendo una mueca por mis maltratadas rodillas y camino directo a la ducha.

He de darme un baño con sal antes de salir de aquí.

Además de comenzar cuanto antes con mi protocolo de emergencia, antes de que las maldiciones y los malos presagios comiencen a carcomer un día que, desgraciadamente, no ha hecho más que comenzar.

***

Corro por el descansillo mientras busco desesperada mi otro tacón.

Los he dejado a ambos juntos ayer, ahora solo hay uno y parece que mientras lo sostengo buscando a su pareja desaparecida, se está burlando de mí.

El aroma del incienso me persigue por donde voy al igual que la música. Escucho la puerta de la entrada cerrarse, pero no me alarmo. He llamado hace cinco minutos refuerzos y han llegado puntuales para ayudarme en mi búsqueda desesperada. 

—¡Lía, en la cocina! — Ross grita a todo pulmón por encima de la animada canción de JT que inunda mi piso. 

Saco la cabeza de debajo de la cama, no sin antes darme un costalazo con la orilla. Corro a buscar el tesoro perdido, frotando mi frente, mientras mi mente trabaja con rapidez, mi corazón late con prisa y mi humor va en caída.

 —¿Qué es esa m¡erda que huelo? — inquiere arrugando ligeramente la nariz. 

Pongo los ojos en blanco mientras entro en la cocina. 

—Esa m¡erda, se llama incienso — replico. 

—Es m¡erda te dará alguna enfermedad respiratoria — rezonga.

Pasa de mí y toma el receptáculo con las varas de incienso, de diferentes esencias, para llevarlo hasta el fregadero en un intento de deshacerse del aroma pegajoso y el ligero humo.

Sigue oliendo fuertemente a una mezcla de rosas, jazmín y canela y él sale de la cocina, hasta el salón para abrir una ventana. 

Feliz con ello, se vuelve hacia mí con esa sonrisa de pilluelo tan característica.

Sé que odia el aroma, pero necesitaba una purificación completa. La desgraciada pesadilla aún ronda mi cabeza y eso, por consecuencia, siempre me hace más torpe y distraída. Por no decir que llena mi vida de cosas inesperadas. 

—Gracias — exhalo arrebatándole el tacón amarillo y arrojando, tanto el que tengo en la mano como el que me entregó, al suelo para poder calzarlos. 

Ross me sostiene cuando busco un poco de equilibrio y me dedica una sonrisa abierta.

Sé que le hago gracia, no hay que ser adivino para darse cuenta. En especial en esta situación ridícula en la que mis pesadillas me han metido.

Hago una mueca mal disimulada cuando paso a llevar la herida de mi codo y él pone los ojos en blanco al ver la tirita de princesa pegada a mi piel.

—¿Qué hacía debajo de la encimera? — me pregunta, con los ojos celestes brillantes de humor.

—¡En esta casa hay duendes! — exclamo, soltándolo. 

Mi tonta explicación, le hace reír. 

—Eres un tornado, niña — niega despacio.

Sí, soy un tornado, pero yo no traje mi tacón a la cocina. Lo sé, lo cercioré ayer antes de acostarme: ambos zapatos estaban juntos y acurrucados. Hago un mohín y cuadro los hombros, a la vez que me acomodo el dobladillo de la falda de vuelo de mi vestido fucsia que se me ha subido.

—Me has salvado — le digo agradecidamente, con una sonrisa rápida antes de pasar junto a él y dirigirme a la nevera. 

—Estamos para servir — responde y luego señala el banquillo frente a la isla de la cocina —. Ahora siéntate para adecentarse un poco, te ves del carajo.

Su soez comentario, a pesar de mi mal humor y de la extraña sensación que tengo debido a los significado detrás de mi despertar, me hacen sonreír y encaminarme con una botellita de zumo en la mano hasta donde me señala.

Bebo un par de tragos. Necesito azúcar en mi torrente y esto es lo mejor que puedo tener, sin correr demasiados riesgos de estropear mi vestuario con mi torpe maldición. 

Mientras me peina y se preocupa de darme un poco de color en las mejillas y un par de capas extra de rímel en las pestañas, me dedico a teclear en mi laptop como una posesa y a revisar que todo esté en orden para la junta, aunque me gane un par de regañinas de parte de Ross por no dejarle hacer su trabajo de manera correcta en mi pálido y pecoso rostro.

Aún así, paso de sus gestos frustrados por moverme demasiado en el asiento y me concentro en tener todo memorizado para la presentación.

Scorpius vale cada ilustración y quiero trabajar con él, así que más me vale que le gusten mis conceptos para su nueva historia, sino seré un desastre. 

—Yo me dejaría usar y lo usaría mucho más de lo normal — dice Ross suspirando y apartando mi concentración del trabajo. 

Alzo la mirada y le dedico una sonrisa maliciosa.

«Take Back the Night», resuena en mi piso.

—Estoy segura que no aguantarías toda la noche — le respondo, con una misma referencia a la animada y sexi canción que estamos escuchando. 

—Es JT, Lía — dice maravillado — Por él haría cualquier excepción que con otros no hago — me devuelve la mirada pícara y pasa el peine por detrás de mi nuca —. Cualquiera en sus cabales dejaría todo por pasar una noche caliente con él.

Me río ante su osadía y también por el gesto obsceno y gracioso que hace cuando golpea la lengua en el interior de su mejilla un par de veces. Baja el peine y me da un paso atrás para observarme, mientras sacude la cabeza a mi burla. Frota el pulgar por mi mejilla retirando un poco de colorete y, cuando al fin está contento, da una palmada y me rodea para ir directo a la nevera.

—Definitivamente necesitas expiar tus pecados antes de tu matrimonio — le digo, girando en el taburete. 

—No sería divertido casarme sin antes haber experimentado un poco la vida — responde dándome una mirada divertida, y sugestiva, sobre el hombro antes de hundir la cabeza en la nevera trajinando en mi comida. 

Hago una mueca, pero la sonrisa no se apaga.

Tiene razón, toda persona tiene derecho a experimentar mil cosas antes de llegar al matrimonio. Debería ser una regla o estar en un manual, así nadie se olvidaría que antes de estar con una persona para siempre, se debe vivir correctamente - y sobre todo incorrectamente - para saber si la decisión de atar en corto a alguien es definitiva. Un detalle que desde hace mucho tengo más presente que nunca y he vivido en carne propia. 

Sacudo la cabeza.

No es momento de pensar en ello. 

Me levanto del taburete y comienzo a reunir mis cosas rápidamente. Llaves, maletín, teléfono y mi portafolio. 

—Salgamos este finde — dice, cerrando la puerta de la nevera y aproximándose con mantequilla de maní y la hogaza del pan entre manos. Hace una breve pausa para hurgar en los cajones y hacerse con un cuchillo —. Cena, copas y baile — propone, dedicándome un guiño y dando un par de pasitos graciosos, sacudiendo la cadera un poco, imitando un sabroso baile —. Necesito desempolvar mi repertorio, me estoy oxidando en casa. 

—Claro — contesto, alegre por su propuesta. No hemos salido hace mucho, ya es tiempo de liberar la mente. En especial luego de la reunión de hoy —. Igual necesito sacudir un poco el bote y me haría muy bien ponerme al día del chisme local. 

Le sonrío, mientras me pongo la chaqueta sencilla amarilla, a juego con los zapatos, cargo mi gran maletín en mi hombro. Sostengo mis llaves y me cercioro de tener batería en el móvil.

—¡Uy, sí! — chilla, contento —. Tengo un montón de cosas de qué ponerte al día — sacude el cuchillo en el aire y luego me señala —. En especial de cierto hombretón de ojos chocolate que te trae loca.

Levanto la mirada de golpe y me encuentro la suya, mientras se lame el dorso del dedo que le ha quedado con una pizca de mantequilla, sacude la cabeza de forma afirmativa y me lanza esa sonrisa pilluela que pone cada vez que tiene información jugosa entre manos. 

—No me dirás que él… 

—¡Pues sí! — exclama, cerrando el bote de mantequilla, arquea su bien definida ceja rubia —. Pero ya te contaré. Ahora vete, que llegarás tarde — me despide con satisfacción maliciosa al ver mi rostro con una mueca frustrada. 

Voy a discutir, dispuesta a ponerlo bajo el tercer grado para darme aquella información que hace brillar sus bonitos ojos claros - y de la cual ha puesto mi interés -, pero antes de reclamar, la alarma en mi móvil suena y me anuncia que, si no me apresuro ahora, llegaré tardísimo. 

—Eres malo — gimoteo, mientras corro en dirección a la salida.

—¡Pero me amas! — grita con guasa. Alzo la mano sobre mi cabeza para quitarle importancia — ¡Hey, Lía! 

Me volteo, cuando estoy a punto de cerrar. 

—¿No se te olvida algo? 

Hace una señal a su lado y veo mi portátil; feliz y calmado, que está abierto en mitad de la isleta. 

Blasfemo en voz alta, corro dentro, cierro la computadora con fuerza y me voy del piso con la atronadora y burlona voz de mi amigo, haciendo ecos en mis oídos. 

¡Perfecto!

Lo que me hacía falta; casi olvidar mi trabajo en casa.

Hago una mueca mientras bajo las escaleras. Eso hubiera supuesto mi fin en muchas áreas.

Suspiro pesadamente y le dedico una plegaria silenciosa a mi abuelo para que me ayude a sobrellevar el día. 

Malditos sueños con malos augurios, como odio que arruinen mi día. 

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