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La asistente del Rey
La asistente del Rey
Por: SHI.
El príncipe de orbes jade

GIANNA

Cuando escuché aquellas palabras, mi mundo dio un vuelco, y el susto me llenó.

—¡Gianna, estás despedida! ¡Sal de aquí ahora mismo! —gritó Bruno, el gerente del bar en el que había trabajado por los últimos seis meses.

Su grito me removió todo por dentro, y volví a ser esa ni.ña a la que sus padres reprendían a voluntad.

Sin embargo… mi salvador, mi príncipe azul, vino a mí al instante.

—Entonces, ven y trabaja para mí… no necesitas seguir en este bar cutre de mala muerte.

• •

Todo comenzó más temprano esa misma tarde, cuando llegué diligente al trabajo justo después de que las clases terminaran. Empecé mis labores tras ponerme el uniforme, y todo fue tal cual una típica noche de jueves.

Hasta que él apareció.

Lo vi entrar al bar desde el otro lado del local porque, ¡¿cómo no hacerlo?! Era el hombre más alto que había visto en mi vida… medía casi dos metros, o quien sabe si más, y su rostro parecía cincelado por el mejor de los artistas.

Yo no era de enamorarme de desconocidos a primera vista, pero él fue una excepción momentánea. Sus ojos verdes centellearon mientras veía con lentitud todo alrededor, y me percaté de que no parecía muy acostumbrado a este tipo de lugares.

Detrás de él entró un hombre que vestía de traje y parecía más serio y mayor, quien le dio una palmadita en el hombro y lo llevó a una de las mesas.

—¡Gia, te toca! —masculló por lo bajo Lory, una de mis compañeras de trabajo, indicando que me correspondía atender a los recién llegados.

Nunca me había sentido tan afortunada de atender a un cliente en mi vida.

Me encaminé a la mesa, donde ellos apenas se sentaban, y capté la incomodidad del chico alto, pelinegro y con unos rasgos ligeramente asiáticos, aunque muy ligeros, pues sus ojos y el resto de sus facciones me indicaban lo contrario.

Él se removió su negra cabellera, y enseguida noté la presencia de un tatuaje en su cuello que no pude distinguir bien, pero que parecía un reloj, además de su oreja llena de aros.

«Vaya, qué inesperado», dije para mis adentros con cierta decepción, pero, de repente, algo se me vino a la mente.

Rasgos asiáticos en un uno por ciento, aspecto limpio, superguapo, con un escolta… ¡¿y si era un idol coreano?!

Cuando llegué a la mesa, ya le había creado una vida como cantante o como actor, le di tres nacionalidades y le puse cinco nombres, sin mencionar que el corazón en mi pecho latía con virulencia.

—Bue… buenas tardes, señores, y bienvenidos. ¿Qué les gustaría ordenar?

Este era un bar restaurant que servía muy buena comida, la que se detallaba en los menús que cada uno tenía al frente.

El sujeto del traje, de pelo castaño y corte militar, me miró con cierta dureza al principio; sin embargo, cualquier rastro de malestar se esfumó de mí en el mismísimo instante en el que aquel papasito de orbes jades me sonrió.

—¿Qué me recomienda, señorita?

Abrí de más los ojos al oírlo, no solo por su voz, hipnotizante por un segundo, sino por su formalidad, cosa rara en estos tiempos.

Una tímida sonrisa pintó mis labios, y contesté:

—Le recomiendo los pinchos mixtos. Nuestro chef es muy habilidoso con las carnes.

Él asintió y miró el menú con rara ilusión.

—Entonces, tráigame unos pinchos mixtos, por favor, y… ¿agua?

Arrugué la cara al instante.

—¿Pinchos con agua?, ¿estás loco? —espeté de repente, y al segundo siguiente me mordí la lengua por la metida de pata.

El hombre del traje pareció querer matarme con la mirada y, aunque el pelinegro abrió de más los ojos por un segundo, luego solo soltó una tímida risilla que me tomó por sorpresa.

—Bueno… ¿Hay algo aquí para beber que no esté procesado y sea natural?

Pensé por un par de segundos, mirándolo directo a los ojos, y sonreí.

—Tenemos jugo de naranja.

Puse la mejor de mis sonrisas, y esa carita que hacía de ni.ña pequeña cuando quería algo, y el hombre alto comenzó a reír de manera más audible.

—Creo que esa cara es impropia para alguien de su edad, señorita —dijo él, cosa que me molesto, pero, antes de que pudiera decir nada, continuó—: Sin embargo, le queda bastante bien, si me permite decirlo.

Su forma de hablar tan correcta, y aquel halago, hicieron brincar el corazón en mi pecho, y me perdí en sus preciosos ojos por un segundo, hasta que el tipo del traje se aclaró la garganta y me sacó de mis sueños.

Lo miré con los labios apretados y cierta pena.

—Pero beberé el jugo de naranja, si no le importa —comentó luego el más alto y, mirando al otro, dijo—: Tom, ¿tú qué vas a querer?

Pasé mi atención al del traje, que observó el menú, pero al final desistió.

—Tomaré lo mismo que usted, señor —soltó.

Me extrañé de oírlo llamarlo de esa forma, porque a la vista él parecía el mayor, ¿pero quién era yo para cuestionar nada?

—Perfecto. Entonces, dos órdenes de pinchos mixtos y dos jugos de naranja. Traeré sus pedidos enseguida —dije tras anotarla y me giré.

—Señor, ¿por qué insiste en comer algo que no fue preparado por el chef? Esto podría hacerle daño…

Escuché al del traje decir eso mientras me alejaba, lo que me extrañó aún más.

Quizás era uno de esos tipos ricos con mañas de gente con dinero para malgastar, y su visita al bar no era más que un experimento social.

En fin…

Me metí a la cocina, donde el chef y sus ayudantes iban y venían a gran ritmo.

—¡Troy, dos órdenes de pinchos mixtos y dos jugos de naranja! —exclamé.

Enseguida, el chef volteó a verme con desconocimiento.

—¿Jugo de naranja? Aquí no servimos eso, Gianna. Somos un bar, no una cafetería escolar.

Resoplé al oír su voz despectiva y chasqué con la lengua.

—Ya sé, pero el cliente quería comerse los pinchos con agua. —Me acerqué a él y le di unas palmaditas en los hombros—. Yo le haré el jugo, ¿sí? Solo tomaré prestada una o dos naranjas de esas que usas para los postres y las preparaciones, ¿de acuerdo? No te molestes.

Me fulminó con la mirada, pero igual fui a la despensa de alimentos perecederos y los tomé.

En menos de cinco minutos, la orden ya estaba lista, y me encaminé al salón con las dos entre manos, además de las bebidas.

Apenas salir al área general, encontré unos ojos sobre mí que no me gustaron, y una sonrisa lasciva que conocía bastante bien.

—Dios mío, Gianna, ¡hoy te ves preciosa! —clamó un tipo en la barra, que no me quitó los ojos de encima ni un segundo.

Él se veía pasado de tragos, a pesar de que la noche aún era joven, y el traje de alta costura que usaba estaba un poco desarreglado.

Lo ignoré al pasar por su lado, porque no tenía caso, y seguí con mi camino.

—¡Gianna, ¿por qué no me miras?! ¡¿Es que ya no me quieres?! —gritó.

En el salón, todo el mundo se quedó en silencio al verlo levantarse e ir detrás de mí, pero nadie dijo nada.

¿Cómo podían? Ese hombre poseía más dinero que todos nosotros juntos, mil veces más. Era Logan Tanner, un gerente de una importante empresa de construcción que trabajaba en el país y el exterior, un buen partido en todo sentido… sino fuese por su afición por la bebida.

Él venía casi todos los días, aunque no lo había visto desde el lunes, y tenía la esperanza de que no apareciera, porque era un dolor de culo. Pero no gozaba de tanta suerte.

Nadie se atrevía a decirle nada porque, a pesar de ser un gerente, su familia era propietaria de la empresa, y él sería el próximo en hacerse cargo una vez su padre se retirara. ¿Quién se metería con alguien con tanto poder?

Mientras caminaba rumbo a la mesa de mis clientes, que miraban todo con sorpresa, traté de mantener mi expresión calmada. Al llegar ahí, lo primero que hice fue poner los platos frente a cada uno.

—Espero que disfruten de su comi…. ¡¿Qué m****a te pasa?!

De repente, mi discurso servicial y amable se vio interrumpido cuando, al inclinarme un poco luego de servir la comida, sentí una firme mano agarrarme una nalga sobre la falda del uniforme, y mi ira se activó.

Al tiempo que gritaba, me di la vuelta en un solo impulso, y le tiré a Logan encima la bandeja con todo y jugos, que lo golpearon y se esparcieron por todo su cuerpo enseguida.

Di un paso atrás y pegué con la mesa de los comensales, al tiempo que mi cuerpo ardía en indignación.

Entonces, lo vi alzar la cara, y sus ojos furiosos me fulminaron sin piedad.

—Gianna… ¡¿Qué demonios crees que estás haciendo?!

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