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Capítulo 3: Decide, Gia

GIANNA

—¡¿Qué?! Decano Hamilton, ¿de qué habla? ¿Cómo que expulsada? ¡¿Por qué?! ¡¿Qué hice?! Ayer yo…

—No se trata de eso, señorita Adelaide. Usted ha sido expulsada tras cometer una falta al honor contra uno de nuestros principales benefactores.

»A Título personal, lamento tener que hacer esto, pero esta institución no puede permitirse perder tal patrocinio solo por usted.

Fruncí el cejo, indignada, molesta y sorprendida a partes iguales y, de repente, un nombre se me vino a la mente y espeté:

—¡Logan Tanner!

El Decano Hamilton no dijo nada, pero sus ojos corroboraron mis palabras, y apreté los labios.

—¡Por favor!, ¿me van a expulsar porque no me dejé acosar se.xualmente por un cerdo pervertido que cree que puede hacer todo solo porque tiene dinero? ¡¿Es en serio?!

La indignación y la pena bañaron el rostro del mayor, que resopló y negó con la cabeza.

—Lo siento, señorita Adelaide, pero la decisión es irrevocable. Por favor, deje el campus a la brevedad posible.

Quise pelear más, pero, ¿qué podía hacer? Salí de allí con los puños apretados y me fui a casa, a mi apartamento diminuto, me senté en el sofá y miré al vacío.

Unos minutos después, las lágrimas abandonaron mis ojos, con el papel puesto en la mesa de centro, y me dieron unas tremendas ganas de matar a alguien, ¡de asesinar a ese maldito pe.rro de Logan!, ¡¿cómo se le ocurría hacer que me expulsaran de la escuela a la que tanto me había costado entrar?!

Más que nada… tenía que pagar el préstamo universitario.

Al lado del papel, sobre la mesa, estaba la tarjeta que Vik, el «Rey Cameron III», me dio la noche anterior.

Una voz en la cabeza me dijo que la tomara y lo llamara, pero, en lugar de eso, me levanté, tomé mi bolso y salí a buscar trabajo.

Otra gran pérdida de tiempo.

Estuve buscando empleo toda esa semana, pero no conseguí nada.

Cada que les entregaba mi hoja de vida a los empleadores, era como si hicieran un escaneo y les saliera negativo, como si mi foto estuviera expuesta en algún tipo de lista, como Los más buscados del FBI, y solo me rechazaban.

Uno tras otro, uno tras otro, por más de una semana y media.

Al final, esa tarde, me tiré en la silla de aquella terraza y resoplé molesta.

—Gigi, cariño, ¿qué te pasa? ¿Todavía no consigues trabajo?

Morgan, uno de mis amigos de la escuela, se sentó frente a mí a la mesa y puso un vaso de té de durazno a mi alcance.

Lo tomé, bebí dos tragos de golpe y resoplé, mirando de refilón a todos y a nadie.

—No…

—Vaya, ¿no has intentado cambiar un poco tu currículo? Ya sabes, embellecerlo.

Resoplé.

—No servirá de nada… Esa gente lee mi nombre, me ve la cara y me rechazan en automático, casi como si alguien les hubiese ordenado que lo hicieran.

Morgan arrugó la expresión y, acomodándose el cabello, comentó:

—Cariño, pero no puedes pasar más tiempo así. ¿Qué sucederá a fin de mes, cuando tus padres vean que no les enviaste el dinero?

La sola mención de esos dos me hizo bufar y negar con la cabeza.

—¡No me hables de ese par! ¡No quiero ni imaginar lo que dirán, y suficiente ya tengo con mis propios problemas!

Morgan bebió de su té helado y pareció pensativo por unos segundos.

—¿Y qué hay de ese papucho del que me contaste? El que te defendió en el restaurante y te ofreció trabajo. Tienes su tarjeta, ¿no? ¡Llámalo! Quizás aún quiera dártelo.

Arrugué la cara. No le había dicho a él que mi salvador era un Rey, ni mucho menos… de hecho, me sorprendió no haber encontrado noticias al respecto, pero luego pensé en la burocracia.

No obstante… ¿irme del país? ¿Dejar a mis amigos, a mi padres, a lo que conocía?

Pero… ¿qué me quedaba ahora?

Expulsada de la universidad, vetada de todos los posibles empleos, sin un centavo, con un alquiler próximo y gastos.

Lo único que tenía en mi cuenta eran cien dólares, y en mi cajón el pasaporte.

Morgan y yo compartimos por un rato más y, a eso de las ocho, volví a mi casa, me senté en el sofá y vi la tarjeta ahí. La cartulina parecía sonreírme y susurrarme una y otra vez que la tomara.

De la nada, me eché hacia adelante y la agarré, marqué su número, con código internacional, y solo pulsé para llamar.

Un par de tonos más tarde, alguien contestó.

—¿Hola?

Era Vik, sonaba cansado, quizás demasiado, pero también escuchaba ruidos en el fondo, como de mucha gente hablando.

—Hola, soy Gianna, la chica de…

—¡Oh, señorita Gia!, ¿cómo estás?

—Ehm… bien, supongo… —Miré hacia un costado, nerviosa al no saber exactamente qué debería decir.

—Entonces, ¿a qué debo el honor de esta llamada? Ahora me encuentro un poco ocupado.

En ese instante, escuché a alguien llamarlo:

—Su Majestad, partiremos en dos horas, ya todo está preparado.

—Perfecto, Tom. Muchas gracias.

Me aclaré la garganta y, tanteando las palabras, dije:

—Yo… ¿recuerdas la oferta de trabajo que me hiciste hace unos días?

Hubo un silencio tenso para mí, hasta que él contestó:

—Claro. ¿Cambió de opinión?

—Hmm… sí, algo así. ¿Aún está en pie la oferta?

—Bueno, claro, pero solo si está dispuesta a tomar un largo vuelo y comenzar de cero en otro lugar.

—¿Cómo?

—Mi vuelo de regreso a Hiraeth parte en dos horas. Considerando el tiempo que te tomará llegar al aeropuerto y pasar los controles, tienes una hora para decidir si quieres convertirte en mi asistente a tiempo completo, Gia.

Escucharlo llamarme de esa forma, tutearme, aceleró mi corazón por unos segundos. Sin embargo…

—¡¿Una hora?! —Me levanté de golpe del sofá—. Maldición, ¡no hay manera de que pueda tenerlo todo listo en tan poco tiempo!

Vi a todas partes con desesperación y me estremecí.

Al otro lado, la atmósfera parecía diferente.

—Gia, si estás dispuesta a trabajar para mí, empaca tu ropa, lo más valioso, y ven aquí con tu pasaporte. Después me encargaré de hacerte llegar todo lo que hay en tu departamento, ¿está bien?

Aquella propuesta sonaba jugosa, y no tenía ganas de rechazarla.

Tragué, pensé en el alquiler, en las deudas, en mis padres, y la decisión fue obvia.

—Está bien, Vik. Pronto estaré allá. Espérame.

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