La amante embarazada del lobo CEO
La amante embarazada del lobo CEO
Por: Dehy Rodríguez
1. Piel caliente

1

Seraphina

Llevo seis meses trabajando en Enterprise Éter, para el mismísimo Ryder J. Thorne.

La primera vez que lo vi, no pude evitar babear un poco. O sea, ¿cómo no hacerlo? Ese hombre parecía sacado de una campaña de ropa cara: alto, cabello oscuro siempre perfectamente despeinado y una mirada capaz de atravesarte sin pestañear. Pero el encantamiento me duró lo que un suspiro. Recordé que necesitaba el trabajo y que babear por el jefe estaba al final de la lista de cosas que no debía hacer jamás.

—¡Astor! —gritó desde su oficina, y pegué un salto en mi silla.

Juro que lo hace a propósito. Le gusta asustarme. Estoy segura de que debe reírse por dentro cada vez que pego un respingo como si me hubieran disparado.

—Dígame, señor Thorne —respondí al entrar en su oficina, mi campo minado personal. Llevaba la tablet entre las manos, lista para anotar lo que sea que se le hubiera ocurrido esta vez.

Él no levantó la vista. Solo hojeaba los documentos que, por cierto, yo misma le había entregado hace quince minutos.

—Necesito que te quedes haciendo horas extras hoy y mañana —soltó como si estuviera pidiéndome que encendiera una vela, no que sacrificara mi escasa vida social.

—Pero... es viernes, señor Thorne —dije apretando la tablet contra el pecho como si fuera un escudo que pudiera protegerme de su falta absoluta de humanidad.

Él ni se inmutó.

—En tu currículum dice que no estás casada ni tienes hijos. Y tú contrato estipula que puedes hacer horas extras y viajes imprevistos si aviso con dos horas de anticipación... —miró su reloj con una sonrisita de suficiencia—. Te avisé con cuatro.

Quise gritarle algo bien sonoro, de esos insultos que me enseñó mi tía abuela en sus momentos de furia, pero me limité a girarme sobre mis talones y salir de allí mascullando por lo bajo.

A ese hombre no le importaban las fiestas, los feriados, y posiblemente tampoco la Navidad. En estos seis meses he hecho alrededor de veinte horas extras. Y sí, las paga bien, pero las ojeras debajo de mis ojos y lo poco que toco mi cama no están precisamente de acuerdo.

Resoplé mientras me dejaba caer de nuevo en mi escritorio, resignada a otra noche con mi queridísima pantalla azul y las hojas de cálculo interminables.

Soy excelente en mi trabajo. Lo sé. Soy la única asistente que ha durado más de tres meses con el frío, metódico e implacable Ryder Thorne. Eso debería ser motivo de orgullo. Debería darme un premio, una medalla de oro sólido, o al menos una tarjeta de Starbucks con crédito infinito.

Pero no. Lo único que recibo es más trabajo, más suspiros y esta extraña sensación en el pecho cada vez que ese hombre me mira como si pudiera leer mis pensamientos.

Y ojalá no pudiera. Porque no quiero ni imaginar lo que pensaría si supiera cuántas veces he soñado con arrancarle esa corbata y.…

Bueno. Lo dejaré ahí.

•Ryder

Desde que Seraphina se convirtió en mi asistente —y mano derecha, para ser exactos—, mi mundo entró en una calma peligrosa. Era eficiente, precisa, casi una máquina a la hora de trabajar.

Una máquina con piernas largas y vestidos por encima de la rodilla que hacían que mi concentración se redujera a cenizas.

No era su ropa. No era provocativa. Era ella. Ella hacía que todo se le viera… delicioso.

Más de una vez tuve que obligarme a dejar de mirar ese escote moderado o esa cintura ceñida que se marcaba cuando se inclinaba sobre mi escritorio. Tenía que recordarme, una y otra vez, que este juego estaba prohibido. Que no podía permitirme romper las reglas. Que no debía.

Las horas extras en fin de semana eran una excusa. Una vil excusa para tenerla cerca, para asegurarme de que no salía con nadie más. Todo empezó cuando escuché a Anderson en la sala de descanso decir que quería invitar a la “sexy asistente del jefe” a cenar… y luego, tal vez, a un hotel.

Vi rojo.

Quise arrancarle la lengua con mis propias manos. Pero como matar sigue siendo ilegal en el mundo humano, lo envié a la sede de Toronto en menos de cuarenta y ocho horas. Que aprendiera a cerrar la maldita boca.

Desde entonces, me volqué al trabajo como un poseso, tratando de perderme en lo único que podía controlar. Porque cuando sigo mis reglas, soy invencible. Frío. Eficiente.

Y una de esas reglas, tal vez la más importante, es: jamás me acuesto con una subordinada.

—Señor Thorne —llamaron a la puerta con un golpecito seco.

Su voz. Maldita sea.

El tirón en mi ingle me devolvió a la realidad como una bofetada.

—Astor, ¿qué necesitas? —pregunté, recostándome en mi silla, fingiendo que su sola presencia no alteraba cada centímetro de mi autocontrol.

—No entiendo este presupuesto —dijo, mordiéndose el labio inferior con las mejillas sonrosadas.

Fruncí el ceño. M****a. Esa boca.

Extendió la carpeta con sus manos pequeñas y pálidas, cruzó la oficina con pasos decididos y se sentó frente a mí, como si no fuera un completo peligro estar tan cerca.

Miré el documento. Intenté concentrarme. Leí la primera línea. Mi ceño se profundizó, esta vez por una combinación letal de frustración profesional y tentación desquiciante.

Porque a Seraphina Astor le gusta morderse el labio cuando está confundida. Y yo…

Yo quiero hacer muchas cosas cuando la veo hacerlo.

Y ninguna de ellas es profesional.

—Esto no cuadra —dijo ella, señalando con el dedo tembloroso una de las cifras. Sus mejillas estaban sonrojadas. No sabía si era por la hora, el vino… o por mi cercanía.

Seraphina. Con su vocecita suave. Sus vestidos por encima de la rodilla y sus trajes de oficina. Su manera de morderse el labio cuando se sentía insegura. No era sensual a propósito. Eso era lo que me volvía loco. Todo en ella era natural, dulce, jodidamente irresistible.

Me obligué a mirar el documento. Ella se sentó frente a mí, y el cruce de sus piernas no me ayudó en lo más mínimo.

—¿Está mal? —preguntó con esa vocecita suya que parecía más frágil de lo que era.

Asentí, pero no contesté. Me estaba costando demasiado concentrarme.

—Es mejor que mañana lo revisemos bien y preguntarle a contabilidad que pasa con eso —contesté luego de un rato de silencio.

—¿Quiere que le pida algo de cenar? —añadió, más bajito esta vez.

—Hazlo —dije sin mirarla—. Y trae dos copas. En el mueble de madera hay vino tinto.

—¿Vino?

—Es viernes. Te lo ganaste —dije sin verla a los ojos

Sus ojos se agrandaron por un segundo, y asintió con una pequeña sonrisa nerviosa.

•Seraphina

Una hora después, el vino estaba servido. Ella apenas bebió medio vaso. Yo, un poco más.

—No sabía que usted guardara vino aquí —comentó, jugando con el borde de la copa.

—Guardo muchas cosas que no sabes.

Tragó saliva y se removió en el asiento. Podía verla dudando, como si algo en ella gritara que se fuera… pero sus piernas no se movían.

—Tienes sueño —le dije.

—Un poco —admitió—. Pero no quería irme sin dejarle claro lo del presupuesto.

—Siempre tan correcta —me acerqué, lento, hasta quedar frente a ella—. Siempre tan profesional.

—Lo intento… —susurró, sin atreverse a mirarme directamente. Su mirada se quedó en mi camisa, como si fuese más fácil lidiar con los botones que con mis ojos.

—¿Y también intentas no mirarme como lo haces?

Su respiración se cortó.

—No… yo no…

—¿No qué?

—No sé de qué habla… —miró al techo.

La interrumpí. No con palabras. Con mi mano, que se deslizó con calma por su mejilla, hasta llegar a su nuca. Se tensó entera. Su pecho subía y bajaba más rápido. Me encantaba verla así. Pequeña. Frágil. Temblorosa… pero sin apartarse.

—Si no quieres que te bese —dije, inclinándome—, dímelo ahora.

No dijo nada. Ni una palabra. Solo cerró los ojos como un revoloteo de mariposa.

Eso fue todo lo que necesité.

La besé. Y fue exactamente como imaginé tantas veces. Suave, lento… hasta que ella respondió. Con torpeza al principio, como si no supiera qué hacer con sus manos. Pero después, sus dedos se aferraron a mi camisa como si fuera su única ancla.

—Ryder… —susurró mi nombre, apenas separando sus labios de los míos.

Dioses. Casi pierdo el control en ese momento.

—Dime que me detenga —le pedí, mi voz ronca junto a su oído—. Dímelo una vez y me detengo.

Ella negó con la cabeza. Un pequeño gesto. Casi infantil.

La levanté sin más, y sus piernas temblaban cuando las abrí con las mías en medio. Ella no sabía dónde mirar, pero no se apartaba. Y de forma automática sus piernas se enrollaron en mis caderas

—Me vas a volver loco, Seraphina —me quejé. Parece que me hechizó.

Ella solo jadeó, las mejillas ardiendo.

Y entonces, mientras mis labios bajaban por su cuello, y su espalda se arqueaba contra el cristal frío de la ventana, supe que esa noche no iba a haber más reglas.

Solo ella y yo.

Y un deseo que llevaba seis meses contenido.

Su piel era suave. Tibia. Temblaba bajo mis labios mientras recorría su cuello con calma, disfrutando de cada estremecimiento, de cada pequeño jadeo que se le escapaba. No estaba acostumbrada a esto, podía sentirlo. Y eso me volvía completamente loco.

—S-señor Ryder… —susurró mi nombre otra vez, enredando los dedos en mi camisa como si le faltara el aire.

—Shhh… —le pedí, bajito, rozando su clavícula con la punta de mi lengua—. Solo siente.

Ella asintió con los ojos cerrados, entregada, vulnerable… preciosa.

Le quité la chaqueta del blazer despacio. Tenía los hombros tensos, pero no se quejaba. Mi mano bajó por su muslo, subiendo la falda a cada centímetro. Se aferró a mí, y la escuché tragar saliva fuerte.

—¿Estás nerviosa? —le pregunté junto a su oído.

—Mucho —respondió con sinceridad.

—¿Y aún así no me detienes?

—No.

Mi sonrisa fue inevitable. Le tomé el rostro con ambas manos, la obligué a mirarme.

—Si vamos a hacer esto… —dije con la voz baja y firme—, lo haré a mi manera. Y no habrá vuelta atrás.

Ella asintió sin pensarlo. Sumisa. Dispuesta. Tímida. Perfecta.

La volví a besar, más profundo, más lento. Esta vez no hubo duda en su boca, ni torpeza. Se aferraba a mí como si fuese a romperse, y yo tenía la necesidad de sostenerla. De hacerla mía por completo.

Mis manos bajaron por sus piernas para levantarla más arriba, la llevé con facilidad hasta el sillón de cuero en la esquina de la oficina. Su falda estaba subida, sus medias marcaban la suavidad de sus muslos, y su blusa a medio desabotonar dejaba ver el encaje de su sujetador.

Dios, esa mujer era una visión.

Se sentó torpemente a horcajadas encima de mí en cuanto me senté, nerviosa, con los labios húmedos y la mirada bajando a mi cinturón. El rubor en sus mejillas era tan encantador como excitante.

—Quítate las bragas —le pedí.

Ella obedeció sin una palabra. Las dejó caer al suelo y se quedó esperando… como si no supiera cuál era el siguiente paso, pero dispuesta a seguir el ritmo que yo marcara.

Me arrodillé frente a ella.

Sus ojos se abrieron grandes.

—¿Qué haces?

—Darme el festín que merezco desde hace meses.

Tiré suavemente de sus medias, bajándolas con paciencia, rozando su piel con los dedos. Ella se cubrió el rostro con las manos, y cuando bajó la mirada, me encontró justo allí, entre sus piernas, sin ninguna prisa.

—Ryder… no puedo creer esto…

—Créelo. Y si no, deja que te convenza.

Bajé mi rostro entre sus muslos y sus gemidos no tardaron en llenar la habitación. Bajitos. Contenidos. Con ese temblor nervioso que me decía que nunca nadie la había tocado así.

Me encantaba ver cómo se derretía. Cómo se retorcía agarrada al sillón, como si su cuerpo no pudiera procesar tanto placer a la vez.

Cuando terminé con ella, cuando su pecho subía y bajaba rápido, cuando sus labios temblaban y sus mejillas seguían encendidas, me incliné para besar su frente.

—Ahora sí —susurré contra su piel caliente—, esta noche apenas empieza.

Y no pensaba dejarla dormir.

Continue lendo este livro gratuitamente
Digitalize o código para baixar o App
capítulo anteriorpróximo capítulo

Capítulos relacionados

Último capítulo

Explore e leia boas novelas gratuitamente
Acesso gratuito a um vasto número de boas novelas no aplicativo BueNovela. Baixe os livros que você gosta e leia em qualquer lugar e a qualquer hora.
Leia livros gratuitamente no aplicativo
Digitalize o código para ler no App