3. El ascensor

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Seraphina

Seguí con mi trabajo como si nada hubiera pasado, en la tarde luego de la última junta del día. Caminaba detrás de mi jefe, Ryder Thorne, con unas carpetas en la mano. Sus piernas largas y su estatura imponente lo hacían parecer una montaña en movimiento. Un solo paso suyo equivalía a dos, a veces tres de los míos, así que pasaba el día entero trotando detrás de él como un perrito bien entrenado.

—Dile a Oliver Willow que venga en media hora. Necesito la licitación de esa empresa —ordenó con voz firme, sin molestarse en mirar a los lados.

Si lo hiciera, su mirada se tornaría fría, con ese desdén que reservaba para quienes babeaban a su paso… que eran muchos. Mujeres, hombres, no importaba. Todos volteaban a mirarlo con una mezcla de deseo y temor. Ryder Thorne imponía, sin necesidad de alzar la voz.

—Sí, señor Thorne —murmuré apenas, lo suficientemente bajo para no molestar su concentración.

Entramos al ascensor. Esta vez él se colocó detrás de mí. Sentí su presencia como un muro de calor. Le di la espalda, tratando de mantenerme firme, pero era inútil: el roce leve de su cuerpo, su perfume sobrio pero embriagador... Todo en él me alteraba.

Y entonces, como si mi nerviosismo no fuera suficiente, su voz profunda me alcanzó desde detrás del oído:

—¿Nerviosa, señorita Astor? —su voz baja y ronca aceleran mi pulso.

Negué con la cabeza, aunque sentía que me atragantaba. Me preparaba para responder cuando el ascensor se detuvo de golpe, con un chasquido seco. Las luces parpadearon, y el movimiento brusco hizo que un grito escapara de mis labios.

Sin pensarlo, me lancé hacia el panel de control y comencé a apretar todos los botones al mismo tiempo, frenética, desesperada. Mi respiración se volvió irregular y un sudor frío me recorrió la espalda. Las lágrimas comenzaron a acumularse en mis ojos a una velocidad alarmante.

—Quédese quieta —ordenó él con tono firme, sin elevar la voz, pero lleno de autoridad.

—Lo... lo siento… —susurré entrecortadamente. Respirar se me hacía cada vez más difícil. Me sentía atrapada, como si las paredes del ascensor se cerraran sobre mí.

Y él estaba justo detrás.

Me llevé una mano al pecho, intentando controlar la opresión que crecía con cada segundo. Mis piernas temblaban. Sabía que era irracional, que no pasaba nada, pero el encierro, la oscuridad intermitente, el sonido del motor detenido... Todo despertaba en mí una tormenta.

Entonces sentí su mano en mi brazo.

—Señorita Astor —dijo más suave esta vez, su voz aún profunda, pero diferente, más... humana.

Me giré lentamente y lo miré. Sus ojos grises, siempre fríos como acero, ahora parecían observarme con algo más que molestia o distancia. Había un rastro de preocupación sincera en ellos, como si estuviera viendo a una mujer, no a una asistente molesta con un ataque de pánico.

—Respire conmigo —ordenó, pero sin dureza. Se agachó un poco para estar más a mi altura—. Míreme. Solo míreme.

Obedecí. Sus ojos eran un ancla.

—Inhale… ahora exhale —me guió, marcando el ritmo con su propia respiración, lenta y firme. Su mano seguía en mi brazo, cálida, firme. La presión exacta que necesitaba para no desmoronarme.

—Yo no… esto no me pasa... —balbuceé, avergonzada.

Una línea se marcó entre sus cejas. Era casi imperceptible, pero estaba ahí.

—No necesita explicarse —dijo. Pausa. Luego añadió—: Detesto los ascensores también.

Lo miré con incredulidad. ¿Ryder Thorne? ¿El mismo hombre que caminaba como si fuera dueño del mundo, confesando una debilidad?

—¿Usted…?

—Sí. —Su mandíbula se tensó—. Pero hay cosas que uno tiene que tolerar cuando dirige un imperio.

Su voz se volvió más baja al final, casi un susurro. Y por un segundo, vi al hombre, no al jefe. No al CEO inalcanzable y perfecto, sino a alguien que también peleaba con sus demonios.

La luz parpadeó de nuevo y él dio un paso más cerca. Su cuerpo casi rozó el mío. No sabía si era por protegerme o por algo más, pero su cercanía me quemaba la piel.

—Está segura ahora, Seraphina —dijo mi nombre de pila como siempre que estábamos solos. Sin títulos. Sin formalidades.

Mi corazón dio un vuelco.

—Gracias… señor Ryder —susurré, probando el nombre en mis labios como quien toca fuego por primera vez en horas que me parecieron eternas.

Sus ojos se clavaron en los míos. Y por un segundo eterno, el mundo dejó de moverse. No había empresa, ni licitaciones, ni ascensores atrapados.

Solo él y yo.

—Gracias… Ryder —susurré.

Sus ojos se quedaron fijos en los míos, como si algo en él hubiese cedido. Como si estuviera por decir o hacer algo… más.

Pero justo entonces, la voz de Alistar, el vicepresidente llegó desde afuera, apagada pero claramente preocupada.

—¿Señor Thorne? ¿Está bien? ¿Señorita Astor? —pregunta.

La magia se rompió.

Ryder se apartó de inmediato, como si yo lo hubiese quemado. La máscara volvió a su rostro. Frialdad. Indiferencia. Impecable.

—Todo en orden —respondió con tono seco, el de siempre.

El ascensor se puso en marcha segundos después. Cuando las puertas se abrieron, salió primero, alto, poderoso, como si nada hubiera ocurrido. Ni una mirada. Ni una palabra. Como si ese momento íntimo en la oscuridad jamás hubiese existido.

Yo, en cambio, sentía el corazón a mil y el calor de sus dedos aún sobre mi piel.

**

Veinte minutos después, su voz sonó por el intercomunicador:

—Señorita Astor, en mi oficina. Ahora.

Tragué saliva. Me puse de pie, alisé mi falda y caminé hacia esa enorme puerta de madera oscura. Al entrar, me aseguré de cerrar… y echar el seguro. Él no lo pedía. Nunca lo hacía. Pero sabía cómo era él.

—Dígame, señor Thorne —dije de modo profesional.

Estaba de pie, junto a los ventanales, con las manos en los bolsillos y la mirada fija en la ciudad.

—Acérquese, señorita Astor —ordenó sin mirarme.

Mis pasos resonaron sobre el mármol hasta que estuve a unos centímetros. Su presencia me rodeó como una tormenta.

Ryder se giró lentamente, y entonces lo vi. No había frialdad en sus ojos esta vez. Solo deseo. Hambre. Una decisión ya tomada.

Con un solo gesto, me tomó de la cintura y me sentó con firmeza sobre el escritorio. Solté un leve jadeo, pero no me moví. No podía.

Su rostro se inclinó y sus labios encontraron mi cuello. Un suspiro escapó de mí cuando su boca rozó mi piel con una mezcla de fuego y control. Sus dedos, expertos, comenzaron a desabotonar lentamente mi blusa mientras su aliento me envolvía.

—Desde que salimos de la junta, me estás volviendo loco —murmuró contra mi garganta.

Yo cerré los ojos, temblando entre sus manos.

Sabía que esto estaba mal.

Sabía que, al salir de esa oficina, nada cambiaría.

Y, aun así, no quería detenerlo, nunca pude resistirme a él.

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