La ausencia de Doménico Ricci era el momento perfecto para ejecutar su plan. Ángelo no lo pensó dos veces y movió las piezas necesarias para que Marisol Reyes, ahora bajo su nueva identidad como Alondra Vargas, se infiltrara en la clínica psiquiátrica como auxiliar administrativa. Había logrado que uno de los socios del hospital, a quien había ayudado en un negocio en el pasado, recomendara a Marisol directamente a la jefa de Recursos Humanos.Cuando Marisol llegó al edificio, un escalofrío le recorrió la espalda. El lugar era imponente y frío, con una arquitectura que parecía diseñada más para intimidar que para sanar. Respiró hondo antes de entrar, ajustándose la chaqueta y tratando de mantener la compostura.—Buenos días, soy Alondra Vargas. Vengo recomendada por el señor Salvatore para el puesto de auxiliar administrativa —dijo al recepcionista, mostrando una sonrisa profesional.El hombre, de unos cuarenta años y una expresión indiferente, asintió y le indicó que se dirigiera al
En la penumbra de su habitación, Beatrice hojeaba distraídamente una revista de alta costura, tratando de calmar sus nervios. Desde que había abandonado la mansión Bellucci y se refugió en casa de su madre, cada día se sentía más inquieta. La ausencia de control sobre su vida le pesaba, y la paranoia sobre el regreso de Renata no la dejaba en paz.De pronto, una de las empleadas tocó la puerta con suavidad antes de entrar.—Señora Carusso, llegó esto para usted.Beatrice tomó el sobre blanco, sintiendo una incomodidad inmediata. La caligrafía en el destinatario era desconocida, pero algo en su presentación le pareció deliberado, casi desafiante. Rompió el sello con manos temblorosas y sacó una carta escrita a mano en un papel elegante, pero impregnado con un aroma extraño, casi rancio.Con el corazón latiendo a mil por hora, comenzó a leer:"Querida hermanastra:¿Recuerdas el día que fuiste a restregarme tu invitación a tu boda con mi marido?Dime querida Beatrice: ¿Qué se siente ser
Las palabras la golpearon con una fuerza que ninguna tormenta había logrado. El nombre no estaba firmado, pero no hacía falta. Había solo una persona que podía escribir algo así.—Renata… —susurró, dejando caer la tarjeta como si quemara sus dedos.Con manos temblorosas, abrió el elegante envoltorio, revelando una caja de madera tallada con intrincados diseños. Al levantar la tapa, su corazón se detuvo.Dentro, perfectamente colocada, había una fotografía antigua. Era de Dante, un bebé de apenas días, dormido en los brazos de Renata. Ella sonreía en la imagen, pero sus ojos reflejaban una mezcla de amor y tristeza que Vittoria recordaba demasiado bien.—Esto… no es posible… —murmuró Vittoria, llevándose una mano al pecho mientras su mente retrocedía a ese día.El día en que, usando su poder, había obligado a una Renata frágil y debilitada a firmar los documentos que la despojaron de cualquier derecho sobre su hijo. La joven se había resistido a pesar de su debilidad, pero Vittoria usó
—¡Aaaaaah!El grito desgarrador de la mujer sacudió la mansión, como una alarma que encendía el caos en un instante.Renata, la dueña de la mansión, paralizada, aún sostenía el cuchillo, incapaz de comprender lo que había sucedido.Quería preguntar pero vio a su hermana agarrándose el brazo con la sangre brotando entre sus dedos.Mientras daba un paso adelante, su hermana dio un paso atrás, con un rostro bañado en horror.Renata estaba a punto de abrir la boca cuando fue interrumpida.—¡Ayuda! —clamó, su voz un torrente de pánico y furia—. ¡Renata quiso matar a su hijo! ¡Está completamente loca!—¿Qué estás diciendo Beatrice? No, yo no... Justo en ese momento apareció su suegra en la puerta, con los ojos abiertos de par en par y el rostro petrificado.Su mirada se deslizó del cuchillo ensangrentado en la mano de Renata al bebé en la cuna, y en un instante se colocó entre su nieto y Renata, fulminándola con una mirada de absoluto desprecio.—¡¿Estás loca?!.. hijo, ¡HIJO!—exclamó con v
El enfermero soltó una carcajada, sin aflojar su agarre.—Oh, sí. Él mismo dio la orden de que terminaras aquí. Ahora, cállate y coopera, si no quieres que las cosas se pongan aún peor.Renata sintió cómo su corazón se desgarraba en mil pedazos. ¿Ángelo, su esposo, el padre de su hijo, la había enviado allí? La mente de Renata era un torbellino de pensamientos confusos y traicioneros. ¿Cómo podía ser cierto? ¿Cómo podía haber sido él?Mientras el enfermero la empujaba hacia la cama, su mente no dejaba de repetir la misma pregunta: ¿Por qué me haría esto el hombre que juró amarme?... Habían pasado ya algunos días desde que Renata había sido internada en el psiquiátrico, y la casa, que antes vibraba con la calidez de una familia recién formada, ahora se sentía sombría y vacía. El pequeño Dante, de apenas dos meses, lloraba sin cesar, sus llantos resonando en cada rincón de la mansión. Ángelo lo acunaba en sus brazos, intentando calmarlo, pero el bebé parecía inconsolable, como si re
Unos días después, Ángelo se detuvo frente a las puertas del hospital psiquiátrico, sintiendo un peso desconocido en el pecho. Había venido para asegurarse de que había hecho lo correcto, de que Renata, la mujer con quien había compartido los últimos años, estaba realmente mejor allí, lejos de su hijo, lejos de él. Pero la duda seguía agazapada en su mente, carcomiéndole la conciencia.Un hombre alto y de porte serio, vestido con una bata blanca, lo recibió en la entrada. Su rostro era severo y su mirada, casi vacía, le recordaba que este no era un lugar para personas sanas. Era el director del hospital, el Dr. Santori.—Señor Bellucci, bienvenido —saludó el director con una inclinación de cabeza. Su voz era fría y profesional, carente de toda emoción.—Doctor, he venido a saber cómo… cómo está mi esposa —dijo Ángelo, intentando que su voz sonara segura, aunque no pudo evitar que un leve temblor se colara en sus palabras.El Dr. Santori asintió, pero en sus ojos brillaba un destello
El sonido de la máquina de electroshock se encendió con un zumbido escalofriante. Renata estaba inmovilizada sobre la camilla, su cuerpo atado con correas, y sus ojos, antes llenos de vida, ahora reflejaban un dolor profundo y una angustia insondable. Los enfermeros preparaban los electrodos, sin prestar atención a los temblores que recorrían su cuerpo cada vez que uno de ellos se acercaba a ajustar los dispositivos.—¿Todo listo? —preguntó el enfermero con un tono mecánico y casi aburrido.—Adelante —respondió otro, a punto de apretar el botón que iniciaría la descarga.—¡Esperen! —La voz de un hombre los interrumpió de golpe, firme y autoritaria.Los enfermeros se detuvieron, sorprendidos, y se giraron para ver al recién llegado. Era un hombre alto, de mirada penetrante y expresión decidida, vestido con una bata blanca que denotaba su rol médico.—¿Qué es esto? —preguntó el psiquiatra, mirando la camilla y los preparativos con una mezcla de incredulidad y desaprobación—. ¿Qué est
Doménico observó a Renata desde el otro lado de la pequeña mesa de metal en la sala de entrevistas. Su aspecto era desolador: la piel pálida, las ojeras marcadas y un temblor casi imperceptible en las manos. Tenía las muñecas marcadas con ligeras contusiones, y su cuerpo parecía desgastado, como si llevara una eternidad sufriendo en ese lugar.Renata mantuvo la mirada baja, evitando los ojos de Doménico, pero él pudo notar el destello de miedo y agotamiento en su expresión. Tomó un suspiro profundo, tratando de encontrar el tono adecuado para no alarmarla más.—Renata —comenzó con voz suave, observándola atentamente—, quiero que sepas que estoy aquí para ayudarte. Todo lo que me digas queda entre nosotros, y estoy comprometido a tratarte con respeto y comprensión. ¿Me puedes contar qué ha pasado desde que llegaste aquí?Renata alzó la vista lentamente, con sus ojos llenos de un dolor silencioso. Dudó un momento, como si temiera decir algo que empeorara su situación, pero el tono am