Al siguiente lunes su primer día de trabajo aseguró de llegar algo más temprano que las ocho de la mañana, su hora de entrada. Debía darle una buena impresión, por lo que esta vez optó por un atuendo un poco más formal: un saco blanco elegante, una blusa azul, y una falda blanca de ajustada que le llegaba a las rodillas. Después de todo, iba a ser secretaria del Presidente, debía lucir de acuerdo a su puesto.
Quería instalarse en su escritorio y estar lista para lo que el señor Rivas pudiera necesitar cuando llegara… Profesionalmente hablando, era un excelente puesto, con un gran sueldo. Pero le frustraba tener que repetírselo eso una y otra vez, pues su maldito cerebro se aferraba a recordarle la verdadera razón por la que estaba allí, aunque le costara admitirlo, en el fondo se sentía orgullosa por haber obtenido ese empleo.
Saludó al guardia del acceso de los empleados cuando le mostró su gafete. Sólo la vio de reojo y asintió, por lo que seguí hacia las puertas giratorias hacia el interior de la fábrica. Vio el sensor junto a la puerta y acercó el gafete.
Se prendió un foquito rojo y una alarma pitó arriba de ella que le hizo soltar un pequeño grito y dar un salto hacia atrás.
—Pase aquí, señorita —le dijo el guardia.
—No sé qué pasa —dijo, dándole su gafete—. Lo probé el viernes cuando me lo dieron y funcionó bien.
El guardia no dijo nada. Solo metió unos datos en la computadora que tenía en su estación.
—Señorita, su gafete está desactivado —dijo el guardia, volteando a verla.
—¿Está qué? —exclamé— Debe haber un error. Me contrataron el viernes. Firmé contrato y todo.
—Lo siento, señorita, pero no puedo dejarla pasar.
“Esto no está pasando” — pensó, cerrando los ojos para aguantar la molestia. —¡Pero soy la secretaria del…!
—Señor Rivas —dijo el guardia.
—¡Sí, del señor Rivas! —dijo, Siguió la mirada del guardia hacia su costado, y ahí estaba su jefe junto a ella.
—¿Qué sucede aquí? —preguntó, mirando al guardia, y luego clavó su mirada en Sofía.
Los nervios se apoderaron de ella. Pero no podía permitirle ver cómo le afectaba. Debía ser una profesional al respecto.
—Señor Rivas, su gafete está desactivado —dijo el guardia.
Él volteó y no pareció mostrar ninguna expresión. La rodeó, pasando tan cerca de que alcanzó a aspirar la fresca y embriagante loción que usaba.
—¿Por qué está desactivado? —preguntó al guardia.
—No lo sé, señor —dijo el guardia nervioso—. Quizá alguien en…
—Ábranos la puerta, por favor —dijo—. Ella es mi secretaria, y tiene autorización de ir a cualquier lado de la planta que yo necesite que vaya. Arréglelo.
—No tengo la autorización para ello, señor Rivas —dijo el guardia, encogiéndose de hombros—. Solo en Recursos Humanos pueden activar o desactivar gafetes.
A Sofía le pareció escucharlo gruñir antes de dirigirse a las puertas giratorias. Se detuvo ante ellas, y volteó a verla. —¿Viene, señorita Espinoza?
—¡Sí, señor!
Al llegar a la oficina, al frente del escritorio de la señorita Romero, había una muchacha sentada en donde se suponía sería su lugar de trabajo, con la computadora encendida. Era algo rellenita, pero de rostro infantil muy amigable, y usaba unos lentes de armazón grueso muy sencillos y muy bonitos. Los vio llegar y se puso de pie. Vestía un saco negro y una falda ejecutiva larga.
—Buenos días, señor Rivas—nos saludó. Su voz parecía la de un niño de primaria.
Él se detuvo frente a su puerta y volteó a verla, luego a mí, y de nuevo a ella.
—¿Y usted es…?
—Raquel Landa, señor Rivas —dijo, extendiendo su mano hacia él— Seré su secretaria.
—Yo ya tengo una secretaria —dijo, extendiendo su mano abierta en mi dirección
La sonrisa en el rostro de aquella chica se esfumó y bajó su mano.
—Pero… fui contratada el viernes para esta posición.
—¿El viern…? —el señor Rivas se sobó los párpados y
respiró profundo. Tomó el teléfono del escritorio y marcó unos números.
—Sara, ¿Está Amelia? Que deje lo que está haciendo y que venga a mi oficina ahora —dijo despacio, luego colgó el auricular despacio.
No pasaron ni dos minutos para que Amelia Sarmiento apareciera al final del pasillo y caminara tan rápido como sus largas y envidiables piernas le permitieron. Ese día lucía espectacular, con una falda ajustada, color violeta, y un saco del mismo color encima de una blusa blanca.
—¡Vicente! —exclamó con una sonrisa— Veo que ya conociste a Raquel.
Él se sobó su muñeca izquierda debajo de un reloj de oro impresionante mientras la miraba a los ojos.
—Estoy confundido.
Amelia volteó a ver a Sofía y pareció estar sorprendida de que estuviera ahí.
—¿Cómo entraste?
—Entró conmigo, Amelia —dijo el señor Rivas, sin hacer el menor esfuerzo por ocultar su enfado—. Los guardias no dejaban entrar a mi secretaria porque, al parecer, su gafete fue desactivado.
—Vicente, cariño… —dijo Amelia, luego le entregó una carpeta con documentos—. Este es el currículum de Raquel. Como podrás ver tiene excelentes referencias y…
—Puedo leer por mi cuenta, gracias —interrumpió el señor Rivas. Tomando la carpeta.
Amelia me miró de reojo de arriba abajo, y sonrió como si supiera que lograría su cometido.
“¡Maldita perra!, me estropeo los planes. ¡Pero cómo me gustaría agarrarla de los cabellos y arrastrarla por el piso!”
El señor Rivas le regresó los documentos a Amelia, luego pasó entre Raquel y yo, tomó el teléfono del escritorio de nuevo, y marcó una extensión.
—Andrea, buenos días, soy Vicente —dijo, mirando hacia la ventana—. ¿Tienes alguna posición abierta en Cuentas por Pagar?
—¡Vicente, pero…! —exclamó Amelia, pero se detuvo en cuanto él levantó su dedo índice frente a ella sin voltearla a ver.
El señor Rivas volteó y miró a Raquel.
—Usted fue asociada senior en Cuentas por Cobrar en su trabajo anterior por cinco años, según su currículum.
—Sí, señor —dijo Raquel, igual de confundida que todas nosotras.
—¿Y se siente preparada para un puesto de supervisión de asociados en un departamento en Cuentas por Pagar?
—¿Disculpe? —preguntó Raquel con una sonrisa gigantesca— ¡Señor Rivas! ¡Sería increíble!
Él acercó el teléfono a su oído de nuevo. —Mandaré a una jovencita que quiero que pongas en esa posición, ¿Entendiste?
En cuanto Vicente colgó la llamada, ella se soltó riendo.
—¡Señor Rivas, no sé qué decir!
—Diga: Gracias por la oportunidad, prometo hacer mi mejor esfuerzo.
—Gracias por la oportunidad, señor Rivas —dijo—. Prometo no defraudarlo.
—Espere en las escaleras —dijo el señor Vicente, extendiendo su brazo y mano abierta en esa dirección—. La señorita Sarmiento la acompañará personalmente con la Gerente de Recursos Humanos, y ella cuidará de usted.
Raquel tomó su bolso y se alejó con una alegría evidente en su andar.
—¡Vicente, porque hiciste eso? —exclamó Amelia, anonadada de lo que acababa de pasar.
El señor Rivas dio un paso hacia ella, deteniéndose a centímetros de su rostro, y le miró con una ferocidad a los ojos que ella se congeló como una presa a punto de ser atacada por un depredador sin nada que pudiera hacer al respecto. Él la miró furioso.
—Me parece que fui bastante claro, Amelia —dijo, sin moderar su molestia—. Te dije que contrataras a la señorita Espinoza para el puesto de secretaria, y cuando doy órdenes en mi propia empresa espero que estas se cumplan —él apuntó su dedo índice al rostro de ella—. Solo mi hermano tiene el derecho de cuestionar mis órdenes. Vuelve a ignorarlas y vas a perder tu trabajo.
Ella solo bajó la mirada y se limitó a asentir.
—Después que escoltes a la señorita Landa con Andrea irás a Personal y solucionarás este desastre —dijo antes de dar la vuelta y entrar a su oficina.
Amelia la miró con odio, y salió dando zancadas furiosas de la oficina.
“¡Vaya manera de iniciar mi carrera en las empresas Rivas! ¡Ganándome de enemiga la Gerente de Negocios!”
Sofía miró la señora Romero, que había permanecido en su escritorio trabajando como si nada durante todo el conflicto.
— Buenos días, ¿Cómo está? —le sonrió Sofía con educación y agregó con vergüenza—. Qué pena con usted.
— No se preocupe, desde que la señorita Amelia entró a trabajar aquí, ya nada es lo mismo. Se toma atribuciones que no le corresponde.
Sofía no pudo evitar preguntarle.
— ¿Esa es la razón por la que decidió retirarse?
—En realidad porque quiero descansar, el señor Rivas tiene un ritmo de trabajo muy fuerte, aunque en parte la señorita Amelia inclinó más la balanza para que me fuera. Pero no se preocupe, usted es joven podrá con ella. Bueno, pongamos al día su información personal.
La mujer le indicó un asiento, antes de revisar la carta de solicitud de empleo que tenía sobre el escritorio.
—Veo que vive en la ciudad, señorita Espinoza.
—Así es. Me gusta ir caminando a mi trabajo.
— ¿Para mantenerse en forma?
—Sí —sonrió Sofía, aunque su vida era lo bastante activa como para poder prescindir de un ejercicio programado.
—El señor Rivas prefiere a alguien que viva en la ciudad, por eso se lo he preguntado —continuó la señorita Romero— Cree que las grandes distancias acaban con la energía del trabajador.
—Aquí dice que no es casada.
— En realidad soy viuda.
—Es usted muy joven para ser viuda, señora Espinoza-empezó la secretaria.
—Mi marido murió al poco tiempo de casarnos.
— ¿Tiene familia?
—Mis padres murieron cuando yo era una adolescente. Vivo en la casa que mi marido compró cuando nos casamos y pago mis gastos alquilando el piso superior a una pareja con una niña.
—Muy razonable —la señorita Romero tomó nota y alzó la vista con rapidez—. ¿Planea casarse de nuevo? Perdone si me entrometo en su vida privada, pero el señor Rivas desea esta información de su secretaria.
—No, no planeo volverme a casar.
—En tal caso, ¿Podría acompañar en sus viajes al señor Rivas si fuera necesario?
Sofía pensó en esa posibilidad. Encerraba algunos problemas. Pero lo solucionaría.
—Sí, señorita Romero. No habría problema.
—Perfecto.
—¿Quiero hacerle una pregunta? ¿Cómo es trabajar con el señor Rivas?
— Bueno, algún día está de buenas otras, de malas, como en este momento que la señorita Amelia lo hizo enojar, puede que esté todo el día con mala cara. —la mujer se volvió hacia el aparato de intercomunicación cuando sonó—. Sí, señor Rivas, ¿Le digo que pase? Sí señor. El jefe la espera.
Esa vez el enorme despacho la deslumbró menos, pero Vicente Rivas, con su altura y un traje elegantísimo, la impresionaba más.
— Siéntese, por favor —Vicente Rivas le indicó una silla que estaba frente al escritorio— Usted ya está contratada, pero quiero saber más de usted.
Sofía se inclinó para dejar su bolso en el suelo y después se sentó con la espalda rígida, las piernas cruzadas y las manos, entrelazadas en su regazo.
Pudo observar a sus anchas al hombre que leía su solicitud. Tenía el pelo castaño oscuro, la nariz recta, rota en alguna etapa de su vida, y la boca amplia. Sus ojos reflejaban aburrimiento e indiferencia. Seguro porque estaba molesto.
—Veo que trabajaba para construcciones Puerto Cabello, señorita Espinoza —afirmó Vicente Rivas después de un rato.
—Y antes fue maestra en un jardín de infancia.
—Sí.
— ¿Por qué cambió de profesión? —levantó sus ojos para mirarla.
—No tenía la suficiente vocación para ser una buena maestra —respondió.
—Comprendo. ¿Y por qué quiso cambiar de empleo?
—Por varias razones. En ese trabajo tenía pocas posibilidades de ascender, y desde el punto de vista práctico, mi casa queda más cerca de Empresas Rivas que de Construcciones Puerto Cabello.
—Y, desde luego, el sueldo que ofrezco es bastante más alto que el que ahora recibe —la observó fijamente—. ¿O ese detalle no tiene importancia?
—Al contrario, señor Rivas, es importantísimo —replicó Sofía con serenidad, decidida a no dejarse intimidar.
Vicente Rivas leyó la lista de sus cualidades profesionales.
—Afirma que conoce los programas informáticos de oficina y que ha utilizado un procesador de datos. Aquí también empleamos una computadora para nuestro sistema de información. Y deseo aclarar que debido a mi trabajo debo viajar con frecuencia Europa, y a Estados Unidos. Es esencial, por lo tanto, que la persona que reemplace a la inapreciable señorita Romero sea capaz de tomar decisiones. ¿Podrá hacerlo? —preguntó.
—Sí —respondió Sofía sin titubear.
Vicente asintió y continuó bombardeándola con preguntas durante varios minutos hasta que la chica se sintió exhausta.
—Está bien. Ahora... —se detuvo de pronto y se quedó mirando, como si viera por primera vez, el anillo de boda en la mano femenina—. En su solicitud no menciona el hecho de que está casada.
—No me ha parecido necesario porque soy viuda, señor Rivas —replicó.
Vicente Rivas se puso de pie de un salto.
—Entonces, ¿por qué no me lo ha dicho? — preguntó impaciente.
—No he creído que fuera importante, señor Rivas —contestó Sofía, encajándose las uñas en la palma de la mano, sofocando su indignada reacción.
“¡Vaya loco! ¡Debería bajarle a la cafeína!” —pensó Sofía.
— ¿Tiene hijos?
—No —lo miró sin alterarse.
Vicente Rivas correspondió en silencio a esa mirada durante un rato tan largo, que fastidió a Sofía, pero por fuera aparentó calma.
“¡Dios, que hombre tan molesto! ¿Y ahora qué? ¡Me piensa hipnotizar!”
Finalmente, él se encogió de hombros y le indicó que lo siguiera.
—La señorita Romero le va a hacer una prueba para constatar su eficiencia como mecanógrafa... y para comprobar su ortografía. ¿O el procesador de palabras que usa corrige las faltas de ortografía de manera automática?
—Puede hacerlo —admitió Sofía—, pero yo no lo he programado para ello.
Después de una hora de escribir a máquina el dictado de la señorita Romero y la carta que había grabado Vicente Rivas, Sofía se sentía exhausta. Entregó el resultado a la secretaria, que recibió las hojas de papel sin hacer ningún comentario y se las llevó a su jefe. Después de dos o tres minutos, la señorita Romero regresó y le pidió a Sofía que pasara.
—Señora Espinoza — le dijo el señor Rivas, ya no le decía señorita, pero no le importaba porque estuvo casada — tiene una excelente ortografía y redacción. Tendrá el sueldo anunciado y un período de prueba de seis meses, durante el cual comprobaremos si podemos trabajar juntos con eficiencia. La señorita Romero ha sido mi apoyo durante mucho tiempo, algunas veces usted necesitará tener paciencia conmigo. Le prometo proceder con prudencia, y, desde luego, durante el primer mes, la señorita Romero permanecerá con nosotros para ayudarla.
—Gracias, señor Rivas —dijo después de unos segundos de silencio—. Estoy muy contenta por la oportunidad que me ofrece. —Bien —el rostro de Vicente Rivas se relajó un poco al ponerse de pie y tenderle la mano por segunda vez—. Bienvenida formalmente a las empresas Rivas, señora Espinoza. La señorita Romero se encargará de darle su contrato para que lo firme. — Gracias, señor… Quiero agradecerle porque me defendió de la señora Amelia. Pero no debió… —¿Prefiere cederle su puesto a la señorita Landa? — preguntó con una sonrisa. Sofía sonrió, pero pensó. "¿Ya se le pasó el mal humor? ¡Confirmado es bipolar!" —Preferiría no estar en malos términos con la señorita Sarmiento. —Yo me ocupo de ella —dijo, sentándose en su escritorio—. Usted demuéstreme que merece la posición que se ganó. —Pienso hacerlo, señor —dijo con ánimo renovado— ¿En qué puedo ayudarle, además de traerle un café para iniciar bien su día? Él alzó la mirada con una mueca, y deslizó su taza de café vacía hacia ella
El segundo día de trabajo la señorita Romero le dijo que su jefe estaba en Portugal, así que la llevó a hacer una ronda de inspección por la oficina para presentarla a los demás empleados. La mayoría del personal de la empresa era amable. En el fondo agradeció que no coincidieran con la Gerente de Negocios, Amelia Sarmiento. Cuando la señorita Romero llamó a la última puerta, marcada en letras doradas, Gerente de Finanzas, con el nombre de Ernesto Rivas, Sofía notó que se estremecía y su pulso se aceleraba. Ernesto Rivas se levantó con una sonrisa y con la mano extendida. —Así que Vicente al fin ha encontrado a alguien para reemplazarla, señorita Romero. Empezábamos a pensar que su búsqueda era inútil. —Esta es la señora Espinoza, señor Ernesto —anunció la señorita Romero con indulgencia, devolviendo la contagiosa sonrisa al ejecutivo. — ¿Cómo está? —dijo Sofía en voz baja cogiendo la mano que le ofrecía. Su mano era fría y dura y sus ojos cálidos y brillantes. Sofía pudo confir
“¡Esto me pasa por idiota! Todavía me está amenazando y yo, como una retrasada, la dejo sola con las carpetas, ¡Me lo merezco por subestimarla! Si me despiden como voy a vengarme de ese hombre, ¡Diantres lo eché a perder todo! ¡Todo este gran esfuerzo por transformarme en secretaria no sirvió de nada!, ¡Te fallé una vez más Marina!” Desde el día en que murió, su hermana Sofía llevaba arrastrando una culpa por no haber cuidado a Marina, como se lo prometió a su madre en su lecho de muerte. Necesitaba mantenerse ocupada hasta que acabara la conferencia, así que se puso a organizar el escritorio de su jefe, con manos temblorosas archivó algunos documentos y por estar distraída al introducir un documento en el archivero, se cortó un dedo con la orilla de un papel. —¡Auch! ¡Diantres! Sofía se miró el corte y fue el colmo para sus nervios, sus lágrimas acudieron a sus ojos y se fue rápidamente al baño privado de su jefe, colocó el dedo bajo el grifo del agua, mientras su cuerpo se agitab
Vicente colgó la llamada y respiró profundo. Aquella era su parte menos preferida de ser el dueño de la empresa, lidiar con idiotas incapaces de reconocer sus errores. Quizá Ernesto tenía razón y debía delegar algunas de sus responsabilidades.De pronto escuchó voces alzadas fuera de la puerta de su oficina.—¡Un poco de paz, por Dios! —dijo para sí mismo, yendo hacia la puerta. Al abrirla, vio a Sofía frente a su puerta, impidiéndole el paso a Amelia.—¿Qué demonios está pasando aquí? —dijo, todavía enfadado por lidiar con los encargados de Roma.—Tu estúpida secretaria no quiere dejarme pasar —dijo Amelia apuntándole su dedo a Sofía.—¿Disculpa? —dijo Sofía, al parecer a punto de lanzársele encima como una fiera.—Y
Sofía entré despacio a su oficina. Vicente estaba de espalda. Mirando por la ventana. —¿Señor Rivas? —preguntó, y él no contestó. Solo se dio la vuelta sin mirarla, se dirigió a la puerta, la cerró despacio. Miró el pomo unos momentos, y decidió cerrarla con seguro. Él se reclinó de la puerta y la observó intensamente. —¿Está bien? —preguntó Sofía luego de dar un par de pasos hacia él. Vicente no contestó, respiró profundo y se acercó lentamente sin dejar de mirarla como un león a punto de atrapar a su presa. Sofía se quedó embelesada, viéndolo a los ojos por largos, y embriagadores instantes. Cada célula de su cuerpo la traicionó, le rogaba que se lanzara hacia él, que se rindiera al calor que su cuerpo emanaba, que cediera ante el arrastre del irresistible magnetismo que despedía Vicente en ese momento. De pronto él la tomó de la cadera, y la besó, sus labios presionaron contra los de ella con una intensidad que la encendió al instante, despertando de golpe el deseo y la pasión qu
— ¿Es esto todo lo que tienes que decir? —Preguntó Ernesto, sonriéndole a Sofía—. Después de esa carrera de mecanografía impecable, lo menos que puedes hacer es ofrecerle a esta pobre esclava una buena comida. La pobre esclava le lanzó una mirada hostil al intruso. —No será necesario, señor Rivas. Ya he quedado para comer. —No me sorprende —contestó Ernesto Rivas, contemplando su hermoso rostro—. Espero que ese afortunado la haya esperado. Vicente Rivas le lanzó una mirada resentida a Sofía, que se sentía acalorada e irritada. — ¿Está preparada la sala de conferencias para la reunión de esta tarde, señora Espinoza? —preguntó con furia el ejecutivo. El color se acentuó en el rostro de Sofía y Ernesto observó sorprendido a la pareja. —Desde luego, señor Rivas. Solamente falta colocar estos informes, pero los distribuiré ahora, por si acaso tardo un poco en regresar —añadió con toda intención, consultando su reloj. Le alegró descubrir que había dado en el blanco, pues Vicente Rivas
—Está muy ocupada —afirmó una voz familiar cuando terminó de sellar la última de las cartas de Ernesto. Su corazón dio un salto inesperado y le tomó cierto tiempo sonreír para darle la bienvenida a Vicente, que estaba apoyado en la puerta. —Buenas tardes, señor Rivas. No lo esperaba hasta mañana. Sofía se sintió indefensa ante el placer que experimentó al ver a su jefe. —He terminado de arreglar mis asuntos antes de lo que había calculado —la miró fijamente—. Confío en que mi hermano no la haya explotado demasiado, señora Espinoza. Parece cansada. —Es el calor —explicó con brevedad y cerró la carpeta que contenía la correspondencia de Ernesto—. ¿Le gustaría tomar un poco de té? Vicente suspiró, parecía exhausto. —Lo que de verdad me gustaría es un vaso de ginebra con una tonelada de hielo, pero quizá se me suba a la cabeza y podía ser que no llegara a mi casa si accedo a la tentación. —Puede llamar a un taxi o pedirle a su hermano que lo lleve —sugirió Sofía. — ¿Sabe? —Vicente
El Imperia era el único hotel de cinco estrellas de Puerto Cabello y Sofía se bajó del coche bastante tensa. Para su tranquilidad, Vicente Rivas salió a recibirla; estaba muy atractivo, vestido con un traje de etiqueta. Le cogió la mano y la contempló con una admiración sin rastros de la indiferencia que con frecuencia aparecía en sus ojos. —¡Guau! Buenas noches, Sofía. Estás preciosa, ese vestido te luce espectacular. —Gracias —su confianza subió varios grados—. ¿Han llegado ya los otros? —No. Pensé que deberíamos tomar una copa antes que los invitados lleguen —la llevó al bar. Se sentaron en sillones de terciopelo y Vicente pidió cóctel de champán. “La última vez que bebí champán fue el día de mi boda” —pensó Sofía con nostalgia. Después cerró la mente a los recuerdos y saboreó el líquido burbujeante con verdadero deleite. —Delicioso —dijo y le sonrió a Vicente. — ¿No podrías llamarme Vicente por esta noche, Sofía? Nuestros invitados se sentirán incómodos ante tanta formali