El segundo día de trabajo la señorita Romero le dijo que su jefe estaba en Portugal, así que la llevó a hacer una ronda de inspección por la oficina para presentarla a los demás empleados. La mayoría del personal de la empresa era amable. En el fondo agradeció que no coincidieran con la Gerente de Negocios, Amelia Sarmiento.
Cuando la señorita Romero llamó a la última puerta, marcada en letras doradas, Gerente de Finanzas, con el nombre de Ernesto Rivas, Sofía notó que se estremecía y su pulso se aceleraba.
Ernesto Rivas se levantó con una sonrisa y con la mano extendida.
—Así que Vicente al fin ha encontrado a alguien para reemplazarla, señorita Romero.
Empezábamos a pensar que su búsqueda era inútil.
—Esta es la señora Espinoza, señor Ernesto —anunció la señorita Romero con indulgencia, devolviendo la contagiosa sonrisa al ejecutivo.
— ¿Cómo está? —dijo Sofía en voz baja cogiendo la mano que le ofrecía. Su mano era fría y dura y sus ojos cálidos y brillantes. Sofía pudo confirmar que era el mismo hombre que había visto en la oficina de su jefe, el día de la entrevista. El parecido físico con su hermano mayor era marcado, pero las facciones de Ernesto eran más finas y su nariz, clásica. Daba la impresión de ser más cálido que el indiferente de su hermano. Sofía también sonrió y retrocedió deseando poder escapar, pero en ese momento llegó una empleada con una bandeja de té y Ernesto las invitó a tomarlo con él.
Mientras Sofía bebía el té, estudió los detalles de la habitación. Sus ojos se clavaron en una fotografía colocada sobre el escritorio: con la joven rubia con que lo vio tomado de la mano, estaba sentada con un niño en las piernas y otro mayor de pie, apoyándose sobre su hombro. Ambos niños se parecían tanto a Ernesto Rivas que no cabía duda acerca del parentesco, “una familia feliz” Sofía sintió un mal sabor en la boca y una opresión en el pecho. Al recordar a su hermana Marina y lo que se le había negado. Al alzar la vista, descubrió que el ejecutivo la observaba sonriente.
—Mi mujer y mis hijos —le explicó, con orgullo—. ¿Tiene hijos, señora Espinoza?
A Sofía se le hizo un nudo en la garganta y tuvo que hacer uso de toda su fuerza de voluntad, para no gritarle y sacar todo el odio que tenía por dentro.
—No… —replicó Sofía y se levantó en cuanto vio que la señorita Romero había terminado.
—Espero que esté contenta en las empresas Rivas, señora Espinoza —dijo Ernesto Rivas con afecto, al mismo tiempo que abría la puerta—. Si tiene problemas, por favor, no dude en pedirme ayuda.
—Gracias, señor Rivas —contestó la joven tratando de aparentar cortesía—. Es usted muy amable.
Al salir de la oficina de ese hombre sintió que podía respirar mejor.
“Así que al fin he conocido a Ernesto Rivas. Es muy distinto al ogro que había imaginado. Pero no me importa, podría lucir como un ángel, nunca olvidaré la razón por la que estoy aquí. Ese hombre va a pagar por cada lágrima que derramó mi hermana”
Debía recordar que no estaba interesada en Vicente Rivas, después de todo, sino en su hermano menor, Ernesto Rivas, que era el encargado de las finanzas de la empresa. Vicente Rivas era un hombre muy exitoso y su hermano era parte de esa historia que todo Puerto Cabello conocía. Pero existía un capítulo sucio en la vida de Ernesto Rivas, del que solamente ella estaba enterada.
La señorita Romero la sacó de sus pensamientos.
—El señor Ernesto dice siempre lo que siente con sinceridad —le aseguró la señorita Romero cuando llegaron a su despacho—. Cuando me vaya, recurra a él si necesita ayuda. Únicamente si su hermano está ausente, desde luego. Casi nada escapa de la vigilancia del señor Rivas.
A Sofía le parecía que su nuevo jefe era como una gigantesca araña en medio de una enorme red y no deseaba que volviera. Era agradable trabajar a solas con la señorita Romero.
Pero cuando Sofía llegó a su despacho unos días después, y encontró a Vicente Rivas, el corazón se le aceleró, lo observó apoyado contra un ventanal, contemplando el paisaje urbano de Puerto Cabello.
La figura alta se volvió cuando Sofía, nerviosa, cerró la puerta tras ella y le dio los buenos días en voz baja.
— ¿Le ha resultado agradable trabajar para Empresas Rivas hasta la fecha, señora Espinoza? —continuó.
—Mucho —Sofía colgó su chaqueta en el armario y se sentó ante su escritorio—. Todos han sido muy amables, en particular la señorita Romero —agregó—. Su ayuda ha sido invaluable. La echaré de menos.
—Yo también —los ojos masculinos permanecieron fijos en el rostro de la joven—. Pero estoy seguro de que usted demostrará que es una sustituta muy adecuada, señora Espinoza.
“Adecuada” — pensó Sofía con desagrado.
Sofía había planeado en algún momento de la semana, cuando Vicente Rivas se fuera de viaje, poder pasar por la oficina de Ernesto y ofrecer sus buenos oficios. Después de haber pasado la primera impresión, se reprochó a si misma, no haber aprovechado la oportunidad el día que lo conoció, de mostrarse desenfadada, segura, por lo contrario, se dejó llevar por los sentimientos y se dedicó a odiarlo en silencio.
“¡Qué tonta fui!, pero apenas tenga la oportunidad, le coquetearé sutilmente. Después de todo es un mujeriego, pero presiento, que trata de aparentar ser un hombre de hogar. ¿Cómo habrá seducido a Marina? —Al recordar la inocente alegría de su hermana, le dolió el pecho y los ojos se le llenaron de lágrimas — “De seguro fue fácil para un hombre experimentado como él aprovecharse de ella. Yo debí estar más al pendiente de ella, no hacerle caso cuando me pidió apoyo para mudarse, ¡Cómo te extraño Marina!”
Súbitamente de reojo vio cómo se abría la puerta de vidrio de la recepción de la presidencia y apenas le dio tiempo de enjuagar sus lágrimas a hurtadillas.
Luego observó a su jefe enfrascado en una conversación con Amelia.
—Vicente, cariño —dijo Amelia, rozando sus senos contra su brazo y Sofía hizo una mueca de desagrado — ¿Ya está todo listo, para la conferencia?
—Por supuesto, ayer la señora Espinoza y yo trabajamos hasta muy tarde, para definir los objetivos de la reunión, los temas que se tratarán y el orden en que serán abordados. Solo faltaba copiar los documentos y archivarlos en sus carpetas. ¿Ya están listos, señora Espinoza?
Sofía se puso de pie y señaló una hilera de carpetas que tenía sobre su escritorio.
—Sí, señor, ya está todo listo.
—¿Ernesto ya está en la sala de conferencia? —preguntó a Amelia.
Ella se colocó enfrente de Vicente, tomó su corbata y la ajustó mientras se mordía el labio inferior y le decía con la mirada que lo deseaba.
—Sí —dijo con un tono seductor—, ya tiene todo listo para la demostración.
Vicente volteó a ver a Sofía.
—La espero en la sala de conferencia.
—¿Perdón? —preguntó Amelia, extrañada, mirando a Sofía despectivamente. —Yo te puedo asistir en la conferencia. Ella no tiene que…
—Pero sí tiene que estar Amelia, es “mi secretaria”—dijo con firmeza Vicente, mirando a su Gerente de Negocios. Amelia, sabía que no debía presionar, por lo que solo sonrió educadamente y salió de la oficina.
“Un día de estos le voy a voltear la cara de una bofetada a esa zorra…”— pensó Sofía molesta.
— Señora Espinoza, necesito que, durante la conferencia, tome notas importantes para la redacción de un informe que documente lo acontecido en la reunión.
—Sí, señor.
—¿Se aseguró de enviar todas las invitaciones a los clientes?
—Sí, señor, ayer me preguntó lo mismo y le aseguré que sí. Desde la recepción confirmaron que ya están todos presentes en la sala de conferencia.
—Perfecto, por favor prepáreme un café envíemelo a la sala. Y lleve las carpetas.
—Sí, señor.
Vicente Rivas se dio la vuelta y se dirigió a la sala de conferencia. Y Sofía se dirigió apresurada a preparar el café, luego se encaminó a su escritorio y colocó la taza de café con cuidado, luego tomó el teléfono y llamó a su amiga María Hernández para que la ayudara con las carpetas, después colgó. Al voltear quedó estupefacta al ver a Amelia, su mirada estaba fija en ella como si estuviera a punto de lanzarle rayos láser con los ojos.
—¿Desea algo, señora Sarmiento? —dijo Sofía con una sonrisa educada, mientras Amelia la miraba de pies a cabeza.
—Quiero que sepa señora Espinoza, que solo fue cuestión de suerte que se quedara con el puesto de secretaria de presidencia, entrevisté a mejores candidatas que usted con un nivel superior. Pero Vicente es bastante caprichoso, pero ya se le pasará, así que no se ponga tan cómoda en el puesto—hizo una pausa—También le quiero advertir que Vicente Rivas es mi hombre y si por ese mediocre cerebro que posee, ha pasado la audaz idea de conquistarlo, le aconsejaría que desista, porque por las buenas soy muy buena, pero por las malas soy mejor.
Sofía se atragantó de rabia y cuando abrió la boca para replicar.
—¡Usted…! —sonó el teléfono de Vicente en su oficina, ella suspiró impotente y retó a Amelia con la mirada, pero se dirigió a responder el teléfono, tomó nota del recado y cuando regresó a su escritorio, el corazón casi se le sale por la boca.
—¡¿Ay dios mío?! ¡¡No puede ser!!
Sobre su escritorio se encontraban algunas carpetas que tenía que entregar en la conferencia, abiertas y empapadas de café.
Justo en ese momento entró María que se le quedó mirando horrorizada y exclamó gritando.
—¡AY DIO MIO! ¡SANTO CRISTO! ¡SOFÍA SE TE DERRAMÓ EL CAFÉ SOBRE LAS CARPETAS!
Sofía le respondió histérica.
—¡NO FUI YO! ¡FUE ESA ZORRA DESGRACIADA!
María con el ceño fruncido le preguntó.
—¿Cuál zorra?
—¡La bruja de Amelia Sarmiento!
María le dijo indignada.
—¡Esa perra! ¡Claro, es que está muerta de la rabia porque una mujer tan hermosa como tú está cerca de su novio! —María se le acercó preocupada cuando notó que Sofía comenzó a temblar—¡No, no, tranquilízate! Recojamos este desastre. —después de arrojar las carpetas a la basura y limpiar todo, se dieron cuenta de que cinco carpetas de los directivos, incluyendo la de su jefe, habían sido dañadas y María le preguntó apresurada—. ¿Guardaste la información en el algún dispositivo?
—Si, en mi pendrive.
—¡Perfecto! Aquí hay dos impresoras, envíame la información de dos o tres carpetas a la computadora de la señorita Romero, tú imprime las demás.
—¡No nos va a alcanzar el tiempo! ¡Mi jefe me va a llamar en cualquier momento! —dijo Sofía, angustiada que ya se sentía despedida y con sus planes hechos trizas.
—¡Pues entonces apresurémonos!
Sofía, animada por la tenacidad de María, se dispuso a imprimir apresurada los documentos.
Repentinamente, sonó el teléfono del escritorio y Sofía se estremeció de un susto, ella y María se miraron aprensivamente. Sofía tragó en seco y tomó el teléfono lentamente y respondió.
— A… Aló.
Sofía respingó cuando escuchó a su jefe gritarle por el teléfono y toda su buena intención de revelarle lo que pasaba se le esfumó.
—¡¡SOFÍA DONDE DIANTRES ESTÁ!! ¡LA REUNION ESTÁ RETRASADA VEINTE MINUTOS! ¿POR QUÉ NO A LLEGADO?
Sofía miró angustiada a María que le hacía seña con los ojos.
Sofía, al borde de un ataque de nervios, sin saber de dónde sacó la voz, le dijo.
—¡Señor, me voy a tardar un rato más, por favor entretenga a los clientes un rato más — y colgó rápido, mirando a María atónita le exclamó — ¡Diantres ya estoy despedida!
El teléfono volvió a sonar y Sofía palideció a punto de desmayarse. María corrió a contestarlo.
—¡Aló!... Si señor… Si señor… Si señor. —y colgó.
—¿Era él? ¿Qué te dijo? —preguntó sin aliento.
—¡No! ¡Era mi jefe está molesto porque me he tardado demasiado!
— Regresa a tu puesto, no quiero que te despidan a ti también.
María la miró angustiada, pero le dijo.
—Intenta sacar las copias, voy a rezar por ti para que el jefe se apiade.
—Gracias…
María salió apresurada y ella encendió las dos impresoras para fotocopiar al mismo tiempo. Increíblemente, su jefe no llamó ni se apareció a buscarla. Apenas había acabado de encarpetar el último documento, cuando se apareció Sara, la asistente de Amelia buscando las carpetas. Ella se las entregó resignada, después que Sara salió, ella sentó temblando en su escritorio con el rostro entre las manos, sintiéndose derrotada.
“¡Esto me pasa por idiota! Todavía me está amenazando y yo, como una retrasada, la dejo sola con las carpetas, ¡Me lo merezco por subestimarla! Si me despiden como voy a vengarme de ese hombre, ¡Diantres lo eché a perder todo! ¡Todo este gran esfuerzo por transformarme en secretaria no sirvió de nada!, ¡Te fallé una vez más Marina!” Desde el día en que murió, su hermana Sofía llevaba arrastrando una culpa por no haber cuidado a Marina, como se lo prometió a su madre en su lecho de muerte. Necesitaba mantenerse ocupada hasta que acabara la conferencia, así que se puso a organizar el escritorio de su jefe, con manos temblorosas archivó algunos documentos y por estar distraída al introducir un documento en el archivero, se cortó un dedo con la orilla de un papel. —¡Auch! ¡Diantres! Sofía se miró el corte y fue el colmo para sus nervios, sus lágrimas acudieron a sus ojos y se fue rápidamente al baño privado de su jefe, colocó el dedo bajo el grifo del agua, mientras su cuerpo se agitab
Vicente colgó la llamada y respiró profundo. Aquella era su parte menos preferida de ser el dueño de la empresa, lidiar con idiotas incapaces de reconocer sus errores. Quizá Ernesto tenía razón y debía delegar algunas de sus responsabilidades.De pronto escuchó voces alzadas fuera de la puerta de su oficina.—¡Un poco de paz, por Dios! —dijo para sí mismo, yendo hacia la puerta. Al abrirla, vio a Sofía frente a su puerta, impidiéndole el paso a Amelia.—¿Qué demonios está pasando aquí? —dijo, todavía enfadado por lidiar con los encargados de Roma.—Tu estúpida secretaria no quiere dejarme pasar —dijo Amelia apuntándole su dedo a Sofía.—¿Disculpa? —dijo Sofía, al parecer a punto de lanzársele encima como una fiera.—Y
Sofía entré despacio a su oficina. Vicente estaba de espalda. Mirando por la ventana. —¿Señor Rivas? —preguntó, y él no contestó. Solo se dio la vuelta sin mirarla, se dirigió a la puerta, la cerró despacio. Miró el pomo unos momentos, y decidió cerrarla con seguro. Él se reclinó de la puerta y la observó intensamente. —¿Está bien? —preguntó Sofía luego de dar un par de pasos hacia él. Vicente no contestó, respiró profundo y se acercó lentamente sin dejar de mirarla como un león a punto de atrapar a su presa. Sofía se quedó embelesada, viéndolo a los ojos por largos, y embriagadores instantes. Cada célula de su cuerpo la traicionó, le rogaba que se lanzara hacia él, que se rindiera al calor que su cuerpo emanaba, que cediera ante el arrastre del irresistible magnetismo que despedía Vicente en ese momento. De pronto él la tomó de la cadera, y la besó, sus labios presionaron contra los de ella con una intensidad que la encendió al instante, despertando de golpe el deseo y la pasión qu
— ¿Es esto todo lo que tienes que decir? —Preguntó Ernesto, sonriéndole a Sofía—. Después de esa carrera de mecanografía impecable, lo menos que puedes hacer es ofrecerle a esta pobre esclava una buena comida. La pobre esclava le lanzó una mirada hostil al intruso. —No será necesario, señor Rivas. Ya he quedado para comer. —No me sorprende —contestó Ernesto Rivas, contemplando su hermoso rostro—. Espero que ese afortunado la haya esperado. Vicente Rivas le lanzó una mirada resentida a Sofía, que se sentía acalorada e irritada. — ¿Está preparada la sala de conferencias para la reunión de esta tarde, señora Espinoza? —preguntó con furia el ejecutivo. El color se acentuó en el rostro de Sofía y Ernesto observó sorprendido a la pareja. —Desde luego, señor Rivas. Solamente falta colocar estos informes, pero los distribuiré ahora, por si acaso tardo un poco en regresar —añadió con toda intención, consultando su reloj. Le alegró descubrir que había dado en el blanco, pues Vicente Rivas
—Está muy ocupada —afirmó una voz familiar cuando terminó de sellar la última de las cartas de Ernesto. Su corazón dio un salto inesperado y le tomó cierto tiempo sonreír para darle la bienvenida a Vicente, que estaba apoyado en la puerta. —Buenas tardes, señor Rivas. No lo esperaba hasta mañana. Sofía se sintió indefensa ante el placer que experimentó al ver a su jefe. —He terminado de arreglar mis asuntos antes de lo que había calculado —la miró fijamente—. Confío en que mi hermano no la haya explotado demasiado, señora Espinoza. Parece cansada. —Es el calor —explicó con brevedad y cerró la carpeta que contenía la correspondencia de Ernesto—. ¿Le gustaría tomar un poco de té? Vicente suspiró, parecía exhausto. —Lo que de verdad me gustaría es un vaso de ginebra con una tonelada de hielo, pero quizá se me suba a la cabeza y podía ser que no llegara a mi casa si accedo a la tentación. —Puede llamar a un taxi o pedirle a su hermano que lo lleve —sugirió Sofía. — ¿Sabe? —Vicente
El Imperia era el único hotel de cinco estrellas de Puerto Cabello y Sofía se bajó del coche bastante tensa. Para su tranquilidad, Vicente Rivas salió a recibirla; estaba muy atractivo, vestido con un traje de etiqueta. Le cogió la mano y la contempló con una admiración sin rastros de la indiferencia que con frecuencia aparecía en sus ojos. —¡Guau! Buenas noches, Sofía. Estás preciosa, ese vestido te luce espectacular. —Gracias —su confianza subió varios grados—. ¿Han llegado ya los otros? —No. Pensé que deberíamos tomar una copa antes que los invitados lleguen —la llevó al bar. Se sentaron en sillones de terciopelo y Vicente pidió cóctel de champán. “La última vez que bebí champán fue el día de mi boda” —pensó Sofía con nostalgia. Después cerró la mente a los recuerdos y saboreó el líquido burbujeante con verdadero deleite. —Delicioso —dijo y le sonrió a Vicente. — ¿No podrías llamarme Vicente por esta noche, Sofía? Nuestros invitados se sentirán incómodos ante tanta formali
Sofía le acarició el torso, se tumbó sobre ella besándola con pasión sin dejar de acariciarla y le anunció entre dientes que estaba listo. Buscó su entrepierna y Sofía lo ayudó a entrar, lo guio hasta lo más profundo de su cuerpo, donde Vicente remontó de nuevo aquella noche.Fue un acoplamiento rápido y salvaje. Con otro hombre, Sofía habría protestado, pero no con él porque estaba deseando dárselo todo. Y se lo dio. Sus bocas no dejaron de besarse, sus lenguas de tocarse. Vicente tomó su labio inferior entre los dientes y lo mordió al mismo ritmo que se movía dentro de su cuerpo.Sofía sintió que el deseo era tan intenso que no sabía si iba a poder aguantarlo. Intentó ser fuerte, pero cuando Vicente tomó sus nalgas, la embistió con todo su poderío, no pudo evit
—Tranquilo, ricachón —dijo la voz detrás de él. Vicente miró a Sofía que hizo un intento de abrir la puerta, y él movió cabeza de lado a lado, rogándole con la mirada que no saliera del auto. Dos hombres pasaron a su lado. Vicente no los conocía, pero por su apariencia eran unos delincuentes. Así que trató de aparentar serenidad y les dijo. —Con calma, caballeros… —dijo, alzando sus manos abiertas. Uno de los delincuentes se río y les dijo a los demás. —¡Escucharon el ricachón, nos llamó caballeros, que educado! Los otros dos delincuentes se rieron. Vicente insistió. —¡Escuchen… mi cartera está en el bolsillo de mi chaqueta! Adentro encontrarán novecientos dólares y una tarjeta de débito con un balance de catorce mil. Les doy mi palabra que no la reportaré perdida hasta el lunes, pero llévenselo y dejen a la señorita dentro del auto en paz. —¿Y si también queremos el auto? —dijo uno de los criminales frente a él, sacando su arma y apuntándola a su sien. Dentro del auto, Sofía