La Obertura del Abismo del Tiempo I La Condena
La Obertura del Abismo del Tiempo I La Condena
Por: Rhosdel
Inicio-Prologo

Prólogo

Estaba muerta, lo sabía, pues lograba sentir una ligereza casi imperceptible en su delgado cuerpo, el cual ya se encontraba en un diligente proceso de putrefacción.

Sin detenerse a pensar en su trágico destino, comenzó con su camino, y lo hizo a pesar de aún sentír que su cuello era abrazado por aquel trozo de cuerda, cuyas hebras se enterraron en su carne y aprisionaron su garganta mientras arrojaba violentas patadas al viento. En ese instante, en el que se alejaba de los altos muros de la ciudad, volvió a experimentar aquella funesta y desesperante sensación.

Quería respirar, pero no parecía existir aire que llenara sus anchos pulmones pese a percibir cómo este se le escurría por los dedos y por su satinada piel.

En su nuevo, extenso y fúnebre sendero experimentó una fuerte sensación de tristeza, razón por la cual pensó que lloraría bajo la impenetrable oscuridad. No obstante, esto no sucedió, y es que en realidad el amargor de esta nueva experiencia fue consumido por una alta dosis de satisfacción. Incluso podría ser que su llanto se liberara al fin, pero este sería sin lágrimas que emergieran y surcaran sus mejillas. Al fin había alcanzado algo que anheló desde muchas estaciones atrás.

Su espíritu, alma, o lo que fuera, ya se había separado de su cuerpo, de aquel envoltorio inútil que albergaba, hasta cierto punto, algunas libertades. Por lo que ahora tenía que acostumbrarse a navegar sin este peso, lo cual era difícil de conseguir con cada paso que daba, por fortuna solo seria por un breve periodo de tiempo. Aparte de esta ajena sensación, existía algo más de lo que no podría desprenderse tan fácil, lo cual no era otra cosa más que sus recuerdos y los sentimientos que venían detrás. Estos se manifestaban en trágicos y prolongados momentos de nostalgia.

—La oscuridad se ha vuelto inmortal para ti y en todo Krasgos, niña, y ni siquiera el tiempo te ayudará a olvidar a tu madre. El amor y la muerte, aunque así parecen, o lo dicen, no siempre son pasajeros, de modo que es mejor que vayas acostumbrándote a esta verdad. —Rememoró lo que una anciana le dijo luego de transcurrir apenas unas horas de la muerte de su madre, lo cual sucedió hace ya algunas estaciones.

¿Y qué podía decir o siquiera pensar una simple niña al respecto? Buscó apoyo, y lo que único que logró encontrar no fueron más que palabras que no entendía, comentarios que le parecieron vacíos y sin sentido... Aunque ahora todo comienza a tener un poco de significado. La oscuridad es inmortal, siempre ha estado presente desde el momento en el que nací hasta… bueno, hasta ahora, y seguirá ahogando las extensas tierras por muchas estaciones más, se dijo hacia sus adentros sin detenerse.

Los lamentos cabalgaron sobre la oscuridad, y los gritos de las demás ánimas perforaron a lo lejos la densa cortina de neblina con su agudeza. Estos llegaron como un golpe fortísimo a sus oídos. Al instante sus ojos se humedecieron pese al júbilo del que creía ser dueña, razón por la cual el sendero se volvió aún más difícil de recorrer. Un escalofrío envolvió su cuerpo en el momento en el que sintió que las lágrimas descendieron y se desprendieron de sus mejillas para golpear el suelo junto con algunas rocas. Su cuerpo y su mente parecían contener todavía algunos fragmentos de vitalidad, no obstante, poco a poco su cuerpo etéreo los expulsaría de forma inevitable.

La hierba crujía bajo sus pies con cada uno de sus pasos. Esta se encontraba tan seca que cualquier llama podría incendiar todo a su alrededor. Consumir las tierras que forjaron su vida y a la vez su muerte. Poco le importaba ya el futuro que a estas les deparaba.

Sus malditos recuerdos volvieron a dibujarse con tintes de dolor y tristeza. Su pasado comenzaba a desmoronarse, pero de vez en cuando regresaban nítidos eventos que creía borrados de su cabeza.

En su interminable camino intentó, una y otra vez, escudriñar el velo sombrío que la abrazaba, mas sus intentos fueron en vano. Los arbustos golpeaban sus ropas viejas, y sus espinas perforaron y se clavaron en su piel, por fortuna no existía dolor alguno; la muerte tenía ciertos privilegios.

Conforme se alejaba de la ciudad le llegaron funestos y, de igual forma, atractivos sonidos. Se vio obligada a ignorar el llanto y los gritos cargados de maldiciones que lanzaban las demás ánimas, las cuales se alejaban al igual que ella. Pero de un lugar más lejano le llegaba una dulce e hipnotizante melodía, quizá un laúd era tocado en memoria de uno de aquellos que perecieron. Se estremeció ante dicho pensamiento: ninguna cuerda se tocaría en su memoria; ninguna voz cantaría su vida y ningún poeta se molestaría en inmortalizar su beldad en papel con sutiles palabras. La muerte llegó a hacer su trabajo, pero las adversidades ya lo habían realizado desde mucho tiempo atrás.

Conforme acortaba el camino hacia su inevitable y amargo final, fue capaz de recordar a su madre. Tenues imágenes se formaron de su rostro, y un frío interno le recorrió la espina. Tal fuerza tuvo esta sensación que creyó estar viva. Agradeció a todo Krasgos por tan afable regalo.

Sus pensamientos, al inicio, navegaron en un mar distinto y sin oleaje. Aguas cristalinas y en total calma la inundaron en completa felicidad, pero, sin advertirlo, una tormenta llegó, y la marea fue impetuosa y cargada de peligrosidad. Y es que a pesar de tanto anhelarlo, no apareció ningún recuerdo de su padre.

—Un gran hombre, hija. Te amó con la misma intensidad desde el momento en el que se enteró de que yo estaba embarazada hasta el día en que naciste. Y el día que al fin te conoció y te cargó en sus brazos, su dicha se extendió hasta alcanzar las más lejanas fronteras. Dedicado en exceso a su familia y después a su trabajo. Gentil y solidario con cada una de las personas de la aldea. Tan paciente como ningún otro hombre —le decía Áresmar siempre que preguntaba por él; una y otra vez la respuesta no fue más que la misma.

Cerró ambos puños con fuerza y alzó la vista. La neblina decoraba a la misma oscuridad. Los secos árboles la refugiaban, y sobre ellos se alzaba imponente una pequeña montaña, rasgando con sus afiladas rocas el vestido de niebla que a los cielos adornaba. No era más que otra sombra en un mundo plagado ya de sombras. Estaba segura de que no era la Montaña del Gigante, ya que esta que veía no tenía ninguna figura tallada en la dura piedra.

—¿Tu padre? Es mejor hablar de tu madre, niña. ¿Por qué quieres añadir otro dolor a un mundo ya de por sí lleno de tempestades? ¿Acaso odias tu existencia?, ¿eh? —Recordó otro momento de su vida que sucedió poco después de que Áresmar fue alcanzada por el extenso e inmisericorde brazo de Ildarios. Dichas palabras se las comentó un señor que tenía un mercado muy cerca de su hogar. Enseguida le extendió su mano para obsequiarle un pedazo de pan duro bañado en una salsa agria de fresas y uvas que era probable que estuviera podrida.

—¡Una sucia rata, un violador! Si no llegó a robar mi tienda en más de un centenar de veces, no me robó ninguna. Yo sé lo que te digo, niña, quizá por eso Ildarios se llevó a tu madre. Tu padre ocasionó tanto daño a la aldea que su vida no fue suficiente para remediar todas sus maldades —se entrometió una anciana que tenía su negocio a un lado. Era dueña de una joroba tan grande que bien se podría pensar que traía un costal de patatas en la espalda.

—Déjala en paz: no es más que una niña —respondió el hombre con desdén. Parecía querer defenderla, aunque su rostro dejó de mostrar esta intención pasados unos cuantos segundos.

—Ella ha preguntado por su padre, y yo solo le he dicho la verdad —reclamó la mujer, tosiendo sobre la mercancía, luego expectoró y lanzó las flemas hacia un lado—. Deberías de pensarlo bien, dejar de juntarte con ella sería lo más sensato: en cualquier momento podría robarte... ¡si es que no lo ha hecho ya! A ver, muestra tus manos, maldita rata. Eso de robar es hereditario al igual que cualquier otra enfermedad. Ennegrece la sangre de cualquiera, y su fuerza es mayor en una pequeña inexperta como tú —bramó, lanzándole una mirada hostil.

No importaba a quién le preguntara, cualquier persona le respondía algo similar. Hablaban tan mal de su padre que llegó a odiarlo junto con Áresmar por haberle mentido.

Luego de un tiempo, y cansada de escuchar toda esta clase de despreciables palabras hacia su estirpe, cambió su hogar por unas cuantas monedas y otro tanto de comida. Abandonó la pequeña e infructífera aldea, luego se adentró a los bosques y al final se alojó en las calles de la inmensa ciudad de Édorel. Estaba segura de que en dicho lugar pasaría desapercibida, por lo que las burlas, reproches y malas experiencias encontrarían su fin. Y así fue... al menos por un tiempo, ya que la soledad golpeaba con la misma fuerza...

Interrumpió estos recuerdos, sonrió de manera forzada y se alejó al mismo ritmo.

Por breves momentos la neblina dejó entrar un rayo de luz que descansó sobre la montaña. Esta a su vez extendió sus sombras sobre ella. Pasados unos segundos, la noche lo devoró todo de nuevo. Quizá, después de todo, aquellas palabras eran ciertas, y es por eso que no bastó la vida de él ni la de mi madre para saldar sus injurias, razón por la que yo también me veo obligada a pagar con mi vida sus yerros, se dijo, retomando sus memorias. ¡Que así sea, pues! Que la muerte ha sido un deseo poderoso desde que quedé sola en estas tierras.

El sonido de las cuerdas ya había quedado atrás. Los lamentos aún se escuchaban, aunque cada vez iban alejándose más de ella. Cada quien seguía un sendero distinto pese a que el destino fuera el mismo para todos.

Su travesía bajo la fresca oscuridad estuvo rodeada de niebla, la cual acariciaba su piel fría como la corriente de un río que erosiona piedras olvidadas en el fondo.

Horas más tarde, sus pasos se volvieron, de manera inconsciente, más lentos. Su cuerpo muerto no parecía querer abandonar el Mundo Vivo, y esto se debía al tormento constante de sus recuerdos. Estos cruzaban por su memoria, llevándola hasta un punto específico; un evento en su vida que volvía con mucha más fuerza que cualquier otro. El instante en el que a su madre le hizo una promesa, la misma que el tiempo ya comenzaba a borrar con su inevitable paso, pero a la que ella se aferraba con un honor despreciable.

Las lágrimas en ese instante se convirtieron en un vestigio más de un dolor que alimentó y atormentó su pasado. No tengo ninguna promesa que cumplir, madre. Ya no. No lo intenté en vida, mucho menos ahora que ya he perecido, se dijo una y otra vez. De alguna manera deseaba quitar el peso que había cargado por tantas estaciones.

Su larga cabellera se cargó hacia su lado izquierdo, danzando sobre el aire y encobijada a su vez por la oscuridad impenetrable. Su cuerpo estaba cubierto por ropas oscuras, viejas y desgarradas, razón por la cual se apoderaba de ella una imagen agónica y hostil.

Las tierras, devoradas por la oscuridad, observaban con un mutismo sepulcral el paso de la tirania, cuya existencia era originada por un solo ser, y del cual no se podría esperar misericordia alguna.

Un profundo estremecimiento ancló sus largas uñas en su médula una vez que imaginó encontrarse en el borde del acantilado. Una vez allí, tendría que bajar para llegar, al fin, a la espeluznante profundidad de Krasgos, lugar donde la esperaban las Puertas de la Muerte.

Los habitantes de las Tierras de Édorel decían que las puertas eran grandes y pesadas rocas que mantenían encerrados a los Espíritus Rojos; seres destinados a convertirse en neblina, cuya presencia se encontraba por todo el mundo de Krasgos, y era esta misma la que oscurecía los cielos y consumía las tierras. Sin importar el tamaño de las Puertas de la Muerte, éstas podían moverse sin la ayuda de nadie. Solo bastaba la presencia de un Espíritu Puro, justo en lo que ella se había convertido, para que comenzaran a caminar con pesadez sobre la misma roca del suelo. En ocasiones podía escucharse cómo las bestias murmuraban entre sí dentro de la oscuridad de todo Édorel, pero las personas atribuían estos roncos sonidos al movimiento de las puertas al abrirse.

Este temible e inexplorado lugar la aguardaba allá en la profundidad del abismo, pero ella no quería verlo y mucho menos atravesar sus puertas. De pronto se volvió demasiado difícil aceptar su propia muerte a pesar de desearla por mucho tiempo.

Así como sus recuerdos, que se encontraban arraigados en lo más profundo de su cabeza, se consumían, otros nuevos, y que no creía que existieran, resurgían casi de inmediato.

El viento mecía el pasto con letárgica suavidad, el camino se acortaba y la preocupación y la tristeza se edificaban para crear firmes cimientos de dolor. Su corazón inerte era perforado cual nube de flechas que desciende de los cielos sobre un imperio enemigo.

Un viento cálido sopló cerca y golpeó su rostro, llevándose con él aquellas pequeñas lágrimas que solo ella podía ver, despegándolas de sus mejillas y desvaneciéndose allá a lo lejos antes de tocar las rocas.

El olor del aire cambió de pronto, en este ya no viajaban los olores de la ciudad como lo era el de los panes recién horneados, o el del acero que era calentado dentro de las fraguas de carbón para después forjarse sobre el yunque y bajo la pesadez del marro, ni el de los excrementos que se alejaban por el drenaje. Este se volvió fresco e inmaculado; con el olor a hierba y pocas veces a tierra mojada.

Cuando menos se dio cuenta, sus pasos se volvieron tan lentos que no había avanzado más de diez o quince metros en el último par de minutos. Arrastraba los pies con una despreciable indeterminación, y debido a esto es que experimentó una vergüenza avasalladora hacia sí misma. ¿Cómo podía ser posible que continuara atormentándose con esa maldita promesa, incluso después de muerta? Aunque resultara imposible de creer, así era y seguiría siendo. Esa promesa taladraría su cabeza durante algunas estaciones más. Estaba condenada a vivir con dicho peso dentro de las Puertas de la Muerte hasta que su cuerpo se convirtiera en neblina.

Lanzó un suspiro hondo y fortísimo que podría desintegrar los muros más sólidos y gruesos existentes en todo Krasgos.

Ya se había retrasado bastante tiempo, y para entonces no había ya nadie que caminara cerca de ella. Todos aquellos que compartieron su mismo destino luego de haber saboreado las exquisitas riquezas de la vida, ya se habían adelantado a un futuro temible y estéril.

El compromiso que tenía con su madre hizo una profunda mella en su cabeza desde pequeña, y a causa de esto fue que, debido a ese momento, en el que la muerte era el único sendero a seguir, su rostro comenzó a marcarse por un gesto de resignación y derrota. Solo bastaba con verse sobre el reflejo de algún lago para así poder ser testigo de su inflexible decepción y creciente vergüenza.

No lograría olvidar ese día que vio a su madre por última vez, y mucho menos lo que ella le hizo prometerle. ¿Y cómo se supone que deba vengarme, eh?, se cuestionó en el interior de su cabeza. Era evidente que no existía manera alguna de cumplir dicha promesa, y si ella se comprometió con su madre fue solo por su inexperiencia y por otorgarle un futuro menos infausto y más llevadero. Al fin estoy muerta, madre, al igual que tú, y solo queda en mi memoria lo que hablamos antes de que te marcharas. Espero puedas entender la inviabilidad de tus palabras.

No supo decir, ni siquiera con imprecisión, dónde se encontraba. Y es que no recordaba haber llegado tan lejos cuando tuvo la oportunidad. Aun así siguió su camino, a paso lento e ininterrumpido, con la única finalidad de distraerse de sus memorias.

Dejo atrás un par de pequeños lagos, continuó caminando y se vio obligada a girar tanto a la izquierda como a la derecha para alejarse de algunas chozas viejas y cultivos con poco futuro.

El aire acarició su rostro, y su denso cabello se extendió sobre su espalda. No se atrevió a mirar atrás, y solo pensaba en los lejanos días de infancia. Intentó llorar, pero las lágrimas ya se habían acabado. Aunque habría preferido que aquello que se extinguiera primero no fuese más que el temor y su arrepentimiento.

—Avanza, pues este ya no es tu mundo —se dijo, empleando un matiz de voz tan bajo que pareció ser el discreto silbido del viento.

No obstante, cada paso que daba se volvía más difícil. Era casi imposible olvidar lo que un día fue y aceptar lo que ya era. Los recuerdos torturaban el presente, y el presente se adueñaba de su indigno pasado.

De manera imprevista, y mientras continuaba convenciéndose de que no existía motivo alguno para seguir con su tormento, escuchó una voz, cuyo timbre era encantador e hipnotizante, que interpretaba una melodía en medio del oscuro bosque. Este canto era tan dulce y puro que fracturaba el pánico que pudiera transmitir su entorno.

Debido a esto es que su andar de volvió aun más tardío, y en varias ocasiones se detuvo para escudriñar a su alrededor con la finalidad de conocer a esta enigmática persona.

Aparte del canto, a sus oídos llegaban otros sonidos desde los escondites más lejanos; como el de las aspas de algún molino; el murmuro de las aguas de un río, y, de vez en cuando, también agudos aullidos; por lo que pensó que quizá los lobos cantaban a las Lunas Extintas, deseando poder verlas de nuevo. Pero el canto que la sobresaltó en un inicio no pertenecía a ningún lobo, ni a cualquier otro animal o bestia que pudiera caminar cerca de su ubicación, no, este no era otro más que el de un mortal, y dicha melodía la acompañó por pocos segundos en su pena y dolor. No obstante, el sendero no se hizo más fácil de recorrer con su compañía.

Por efímeros segundos deseó con anhelo que todo esto no fuera más que un sueño; aun a pesar del viento caluroso y del apacible canto, y de tanto esperar su muerte, pidió que eso no fuera más que un maldito sueño. Esperaba despertar en su vieja y húmeda habitación, sobre su delgado, pero cómodo, colchón de paja.

La bella voz y el hermoso canto la atrajeron al igual que un enjambre de abejas sobre un extenso campo de flores. El tono de la melodía le recordó un pasado demasiado lejano. Esto tuvo tanta fuerza en su cabeza que se vio obligada a detenerse a fin de volver a indagar a su alrededor, pero no logró ver a nadie cerca. La dulce voz que cantaba la canción se acercaba más y más a ella, obligando a su cuerpo a estremecerse ante dicho misterio.

En ese momento, el velo de la neblina se volvió aún más espeso, casi tan espeso como un charco de agua, impidiéndole ver lo que se encontraba más allá de un metro de distancia.

De un momento a otro, de los cielos una lluvia de cenizas descendió. Hojas Negras aparecieron y se mecieron con suavidad sobre el viento hasta golpear el suelo, como si en lo alto una tormenta de fuego estuviera calcinando un centenar de árboles, y el Mundo Vivo, junto con la mujer, eran testigo de este espectáculo.

¿Un Espíritu Negro?, pensó; no quiso decirlo en voz alta ni susurrárselo al viento, ya que pensar o hablar de estos seres era preocupante y demasiado peligroso. Incluso, aunque una parte de ella estuviera muerta, podría sufrir la ira devastadora de dichos seres. Fue por esto que ese momento dejó de ser hipnotizante, y pasó a convertirse en algo angustiante. Quedó paralizada, inmóvil al igual que un árbol muerto que se aferra al suelo, orgulloso de no caer aún después de su muerte.

—Las Puertas Negras estan hambrientas, y tu esencia calmará su apetito, ¿qué esperas, entonces, para continuar? —se escuchó la misma voz que antes la había sobresaltado, aunque en este momento su tono había cambiado; parecía contener tintes más corrosivos y alarmantes.

—¿Quién eres? —preguntó Crísdel, mirando alrededor con cuidado, escudriñando la oscuridad con sus ojos cansados. No pretendía perder detalle alguno, además de que también deseaba conocer la identidad de esta extraña y peligrosa mujer.

Era consciente de que era la primera vez en la que este ser, ese espíritu, descendía a los suelos o hablaba con alguien, ya que la presencia de Hojas Negras solo sucedía una vez. Sin embargo, la voz no se escuchó de nuevo. El silencio se condensó en gruesas capas.

—¿Quién eres?, ¿qué es lo que buscas aquí? No creo que deba importarte mucho si mi destino son las Puertas de la Muerte, ya que, sin duda, ¡tú las abandonaste!

—Olvida eso, yo tengo algunas cuestiones más importantes aquí, de modo que espero me contestes. ¿Por qué razón te aferras a tu pasado?, ¿qué existe en él que te es tan valioso? —preguntó el Espíritu Negro sin dar la cara. Su voz iba y venía de todos lados, como si las palabras fueran expulsadas por la garganta del viento.

Un frío intenso se desplazó por su médula al escuchar sus preguntas. ¿Cómo demonios es que sabía esto? Al pensar con detenimiento, se convenció de que esta escena, que creía experimentar, no era otra cosa más que una absurda alucinación. Los pensamientos de su mente comenzaban a ser inestables, y esto se debía a la muerte, al deterioro al que era sometido su cuerpo... o lo que quedaba de él.

Mientras pensaba en todo esto, sintió cómo un par de Hojas Negras se desintegraron al tocarla. Es una alucinación, solo eso, se dijo.

—Aún espero tu respuesta...

—No existe nada a lo que deba aferrarme. ¡Nada! —contestó, convencida de que se contestaba a sí misma. Con esta respuesta, esperó que esa parte de su pasado la dejara en paz.

Una vez más, el silencio reinó, por lo que se atrevió a dar algunos pasos antes de detenerse de nuevo, y al ver que todo continuó en absoluta calma, emprendió su marcha. Debía dar fin a esas voces y alucinaciones que su mente fabricaba, de lo contrario su muerte iría acompañada de la locura hasta el fin de sus días, los cuales esperaba que no se extendieran por mucho más tiempo.

Cuando recorría las calles de la ciudad de Édorel, escuchaba las historias de los viejos, quienes sentados fuera de sus casas contaban que los Espíritus Negros nunca hablaban con la gente del Mundo Vivo, sino que solo les daban alcance y los devoraban. En ese momento pensó que, en caso de que un Espíritu Negro real la encontrara, tampoco habría motivo de iniciar una conversación con los Espíritus Puros, los cuales eran llamados así cuando permanecían en el Mundo Vivo (conservando aún parte de sus vidas) sin bajar hasta el fondo de la Torre de Elcros, que era sostenida por las ya mencionadas Puertas de la Muerte. Los Espíritus Negros o Natriols (que también eran conocidos por este nombre) eran considerados ánimas traidoras una vez que abandonaban el interior de las puertas y volvían a los suelos de Krasgos. Aunque en realidad era tan extraño llegar a ver a uno de estos seres que algunos mortales consideraban aquellas historias como mitos.

Crísdel se mantuvo silente al ser testigo de que había logrado contener sus desvaríos. Solo se podía escuchar el viento que golpeaba con suavidad las ramas de los árboles, y, además, también comenzó a distinguir cuando las corrientes de aire eran cortadas por los vértices del acantilado. Pensó que estaba a pocos metros de llegar al borde.

—No hay nada a lo que debas temer, y en este momento no existe nada alrededor de lo que debas cuidarte. Pero, si esa es la razón de tu silencio, permíteme decirte una cosa —La voz regresó, esta vez con mayor brío—: el tiempo no me ha traído aquí para hacerte daño, Crísdel hija —añadió.

Las últimas dos palabras la perturbaron de sobremanera, mas logró anteponerse a su creciente incomodidad, y es que era muy probable que todo fuera una alucinación. ¿Estaba siendo presa de su propia demencia? Si este era el caso, vaya que su mente se esforzaba por crear una escena casi palpable.

 Cuando se encontraba en lo más profundo de sus contemplaciones, logró distinguir una silueta que se desvanecía por la densa neblina. En dicho momento, la inquietud regresó en forma de continuos estremecimientos.

¿Qué es lo que te ha obligado a venir hasta aquí, madre?, ¿por qué, justo hoy, has venido?, se preguntó, y dado a que esta cuestión era enigmática y poderosa, su mente se vio asediada por imbatibles sentimientos.

Bajó la vista, y se vio forzada a creer que todo aquello que a su alrededor se alzaba no era otra cosa más que siluetas infinitas y bien definidas que conformaban un sueño; incluso pudo ver cómo uno de los árboles se desmoronaba al considerar dicha posibilidad. ¡Te equivocas: esta es la realidad! Lo que está sucediendo es real, se dijo.

Se dejó caer al suelo sobre sus rodillas, alzó su rostro y sonrió a la oscuridad. Quiso despertar en ese instante, y maldijo el momento en el que no pudo. Levantó ambos brazos y golpeó el suelo con los puños. Golpeó y golpeó con fuerza desmedida, y luego gritó, pero todo seguía igual; los sentimientos no parecían esfumarse pese a sus fuertes anhelos. ¿Por qué sigo aquí? ¡¿Por qué, maldita sea, sigo en este estúpido lugar?!, se gritó hacia sus adentros, pero en ella no se encontraba la respuesta.

—¿A qué has venido? —cuestionó, resignada, una vez que no logró encontrar otra respuesta a su despreciable situación.

Mientras esperaba cualquier contestación, un fugaz pensamiento cruzó por su cabeza al igual que los rayos que se desprenden de las nubes; pensó en ponerse de pie con la finalidad de buscar un abrazo, cuya calidez había estado ausente por tantas estaciones, y, debido a esta indecisión, su semblante se tornó macilento y aciago. Sintió cómo los músculos de su cara se movían con angustioso letargo, por lo que no dudó en bajar el rostro para que esta debilidad no fuera presenciada por su madre. Pero ¿por que debería ser yo quien se acerque a buscar algo de afecto? Ella pudo venir hasta aquí desde hace mucho tiempo atrás, y no lo hizo, en cambio, viene ahora a buscarme, ahora que ya he muerto y que gran parte de mis sentimientos comienzan a sucumbir. ¡No, no lo acepto!

Fue dominada por la cólera, dicho sentimiento parecía tener sus pilares bien cimentados en su fatigado y quimérico cuerpo.

—¿Aún recuerdas la promesa? —quiso saber su madre, pero, al no recibir respuesta por parte de Crísdel, continuó—: El Dios del Tiempo ha tomado tu vida junto con la de otros mortales para regalarle tiempo a las tierras vecinas… y eso mismo hizo conmigo, ¿o acaso ya lo olvidaste?

—¿Solo a esto has venido?, ¿eh?, ¿a contarme lo que ya sé? —Se enjugó los ojos con sus manos antes de levantarse.

Desde el oscuro cielo las Hojas Negras continuaron cayendo, y en el suelo, la perpetua humedad se extendía por todo el manto que era la tierra. Al fondo del abismo, las Puertas de la Muerte esperaban, ansiosas, la llegada de Crísdel, la cual ya se había demorado bastante.

—Ya has dejado de ser una niña, y la oportunidad de verte crecer para convertirte en una mujer me fue arrancada con inmisericordia —soltó de pronto, arrastrando las palabras.

Una vez más, la idea, de acercarse hasta donde pudiera estar su madre para pedirle que la acogiera entre su regazo, palpitó con vehemencia. Experimentó una tormenta avasalladora que fracturaba su corazón... o lo que pudiera quedar de él.

—¿Eres parte de mis sueños? —interrogó, deseando escuchar un “sí” como respuesta que diera fin a su agonía.

—No importa cuánto lo desees, hija; esto no es un sueño. —Su voz se alejaba como violentos vendavales, y otras veces se acercaba tanto que Crísdel podía sentir, pese a su estado de disgregación, un aliento leve en la mejilla.

Crísdel lanzó miradas de un lado a otro, mas no logró encontrarla: el velo de la neblina la ocultaba.

Resignada ante el cruel destino que tenía al frente, pregunto:

—¿Por qué no viniste antes, madre?

—No quería hacerte daño, Crísdel hija —declaró.

En ese instante, la joven sintió cómo algo le acarició sus mejillas y le tomó sus manos con cierta suavidad. Podía sentirla, y sin embargo no había nada que ver. Fue por esto que se vio obligada a cuestionarse si la muerte traía consigo la locura; delirios infinitos que serían su tempestad en una eternidad en la que no encontraría jamás la calma anhelante.

—¿Daño?, no lo entiendo. Viví sola durante todas estas estaciones. Nunca viniste a cuidarme pese a que es claro que podías salir de la Torre de Elcros, y ahora vienes a buscarme solo para pedirme que recuerde y cumpla una promesa para así poder complacer tu egoismo o absurdo capricho, ¿eh?

—Tus palabras no pueden estar más equivocadas, Crísdel hija, pero este no es el momento de explicarte…

—Entonces solo déjame en paz —la interrumpió con un tono cargado de aspereza.

—Estoy aquí, ahora, de modo que agradece la dicha que te favorece, y la misma que se había mantenido distante de ti.

—¿Dicha? —Crísdel torció el gesto, y, a fin de no responderle como era debido, dijo—: No creo poder cumplir con lo que una vez te prometí. Ahora no soy más que un ánima… al igual que tú. Cuando era pequeña y te fuiste, deseaba, de verdad, vengar tu muerte… y lo hice —se interrumpió para liberar una breve risa tímida—, no fueron más que simples y absurdas maldiciones, pero lo hice porque creí que eso sería suficiente. No obstante, dicha promesa se desvaneció de mis manos y disgregó de mis pensamientos con el andar de la estaciones, y te aconsejo hacer lo mismo.

El ambiente, oscuro y cargado de un aire viciado, se tornó silente.

Pese a su mordaz actitud, Crísdel deseaba ver a su madre de nuevo, no obstante, ella aún permanecia oculta ante sus marchitos ojos. Ya había olvidado su rostro a causa del arrastre interrumpible del tiempo, y pese a un esfuerzo sobrehumano no logró recordarlo. Lo único que a su mente cansada llegaba era la escena en la que la tuvo de frente la última vez; aquel aciago momento en el que ambas se despidieron.

—Escucha, Crísdel hija: nunca antes había abandonado las Puertas de la Muerte, y si ahora lo hice fue debido a que deseaba volver a verte, pero es obvio que mi fortuna ha corrido la misma suerte que la tuya. No obstante, podríamos aprovechar la enorme coincidencia de mi salida y tu muerte para cumplir con nuestra promesa, ¿no lo crees?

—No. Yo, a diferencia tuya, no tengo nada contra Ildarios, lo siento —respondió, y fingió que eso y todo lo demás no le importaba.

Emprendió su marcha aun a pesar de que una parte de ella no quería que así terminara el encuentro.

—De modo que esto es lo que querías. Ya tendrás tu tiempo para agradecerle a Ildarios de esto, hija —comentó, y Crísdel se vio obligada a detenerse.

La voz de su madre se escuchó por todos lados; taladraba sus oídos y perforaba sus pensamientos.

—No agradezco tu muerte ni estoy contenta de la mía. Es solo que no hay nada que hacer. La vida no tiene oportunidad contra su propio creador, así que mucho menos la muerte puede llegar a tener posibilidades.

Se alejó, y en esta ocasión lo hizo más deprisa, como si se tratara de una presa que huye de su hambriento depredador.

—Venga mi muerte —la voz regresó, y esta vez fue mucho incisiva.

—¡No hay nada de lo que deba vengarme! ¡Estoy muerta al igual que tú, y lo mejor que podemos hacer es aceptarlo! —berreó con voz ahogada, y enseguida cayó de rodillas, vencida ante el llanto.

—Venga mi muerte, hija, al igual que yo vengaré la tuya.

Y, de pronto, su cuerpo se materializó frente a los ojos abatidos y cristalizados de Crísdel, y ella pudo notar cómo la lluvia de Hojas Negras, que antes fuera densa e interrumpible, terminó con una celeridad asombrosa. Al fin, luego de tantas estaciones, pudo ver el rostro de su madre, tan bello como lo fuera antes y sin ningúna arruga creada por el tiempo.

—¿Madre? —su voz se cortó por la nostalgia y el dolor. Sus ojos se clavaron en los de ella, en todo su rostro, en recorrer cada filamento que conformaba su extensa cabellera así como también en las sutiles lineas de su cara y su cuerpo.

Una incontable cantidad de recuerdos asaltaron su memoria, y por algunos segundos sintió que su cuerpo volvía a ser el de aquella niña pequeña que aún dependía de su madre.

—Confía en mí —dichas estas palabras, abrió sus brazos por completo, pero Crísdel titubeó en acercarse a la ansiada calidez de su regazo.

Soltó un largo suspiro acompañado después de un llanto lleno de tristeza y, a la vez, de alegría. Sentía pena por sí misma, por su maldita fragilidad y los pocos fragmentos de indiferencia que de forma paulatina se desintegraban cual copos de nieve bajo los soles quemantes.

Ante la indecisión de Crísdel, el cuerpo de Áresmar se desvaneció, quedando solamente un centenar de sutiles líneas suspendidas a pocos centimetros del suelo. Los delgados hilos envolvieron por completo el cuerpo de Crísdel, quien más que asustada se encontraba maravillada ante dicha escena. Unos pocos segundos después los delgados filamentos desaparecieron, y una oscuridad densa e impenetrable se aglomeró alrededor. Era tan densa que asfixiaba y se podía tocar.

¿Qué sucede?, se preguntó en el instante en el que sus párpados se fueron cerrando sin poder evitarlo. Todo a su alrededor se borró con espantosa lentitud. Por largos momentos creyó que volvería a experimentar lo sucedido en la horca; ese dolor asfixiante alrededor del cuello que consumía su último aliento.

Los segundos siguieron su curso, y Crísdel, sumergida en una profunda y desoladora parálisis, experimentó bruscos movimientos debajo de sus fibras musculares, fue como si gordas larvas se arrastraran y mordieran la carne a su paso. Una sensación no solo desesperante sino repulsiva.

Y, de un momento a otro, todo pareció recobrar su calma habitual.

No fue más que un sueño. Todo fue un maldito sueño, pensó, convencida de que jamás ocurrió la ceremonia en la que se entregaba su cuerpo, junto con el de muchos otros habitantes de la ciudad de Édorel, a Ildarios, el Padre de Todos.

Sigo atrapada en esta ciudad de m****a, se dijo con ira, pero, de pronto, notó que volvía a respirar; una sensación que le pareció por completo desconocida, pues esta vez lo hizo con bastante dificultad. Sintió cómo el aire entró por sus fosas nasales y nutrió sus pulmones, y el hacerlo fue tan pesado que, una vez más, aseguró encontrarse en la horca. Solo estoy delirando por la ausencia de aire. Mi espíritu aún no se desprende de mi cuerpo, por lo que no he abandonado la ciudad ni he hecho ninguna marcha hacia los acantilados. Aún me encuentro en la horca, de modo que no falta mucho para morir. Intentó convencerse de esto, pero no sintió la presión de la soga en su garganta.

Fue asediada por el miedo al no tener una explicación lógica.

—No temas, Crísdel hija —una voz viajó en el interior de su mente en forma de eco.

Decidió abrir los ojos, y se sorprendió al ver que se encontraba donde mismo: en medio del bosque y rodeada de una densa oscuridad. No intentó dar un paso al frente por temor a caer, quedó inmóvil buscando la respuesta a lo que sucedía.

Alzó sus manos y las contempló con detenimiento mientras las giraba con lentos movimientos. Despegó su atención de sus dedos y miró a su alrededor; su vista perforó la oscura neblina con facilidad. Intentó caminar, pero una desconocida pesadez se lo impidió. Al palpar su abdomen y pecho se percató de que llevaba puesta una gruesa armadura.

—¿Qué sucede? —se cuestionó en voz baja, maravillada y asustada al mismo tiempo por el acero que la acorazaba.

No supo explicarlo, pero de alguna forma cambió cada fibra que conformaba su cuerpo. Dos fuerzas en su interior medían su poder, y Crísdel pudo sentirlo en sus arterias, en su mente y a lo largo de sus músculos. Le pareció contener una tormenta dentro de ella.

Pero, de manera imprevista, toda esta nueva experiencia se esfumó, y a partir de entonces experimentó un impetuoso aletargamiento. Fue como si una tonelada de tierra cayera sobre su espalda. Al verse asediada por la desesperación, intentó moverse, mas no pudo. Tampoco le fue posible respirar.

—¿Quién está ahí?, ¿quién eres? —preguntó con un dejo de terror y desesperación.

Ignoró su propia existencia, pues había algo en su interior, alguien que controlaba su mente y gran parte de sus movimientos.

—¿Quién eres? —insistió—. No puedo respirar —añadió, intentando inhalar una buena cantidad de aire, pero este no lograba perforar la invisible barrera que estaba en su garganta.

—No te preocupes, Crísdel hija, en unos segundos más lograrás hacerlo. Soy Áresmar, y, a partir de ahora, seré tu mente y tú serás mi cuerpo —contestó una voz dentro de su cabeza.

—¡Por todos los putos demonios!, ¿qué me has hecho? —cuestionó con desesperación. Luego de morir, no creyó volver a experimentar dicho sentimiento, pero ahí estaba.

—Despreocupate, hija, solo me he unido a ti...

—¿Acaso me... me has consumido?

—Claro que no. Los Espíritus Negros podemos engullir mortales con las Sombras, de esta manera recuperamos algo de la vitalidad que de manera injusta se nos fue arrancada. No pude hacer esto contigo ya que eras un Espíritu Puro, y, por ende, no tenías nada por ofrecer. Sin embargo, ahora que nuestros cuerpos se han unido para conformar uno mismo, vuelves a gozar de los privilegios que hace poco perdiste.

—Pero yo no pedí nada de esto, ¿por qué, pues, vienes a atormentar mi vida cuando esta ya se encontraba sin oleaje? —cuestionó, inhalando una profunda cantidad de aire que no fue suficiente para llenar sus pulmones.

—Pronto lo sabrás, Crísdel hija —fue la única respuesta que recibió por su parte.

Pensaba manifestar su enojo ante el comportamiento y las palabras de su madre, pero su cuerpo cayó desplomado de pronto al suelo, pues la pesadez en su cuerpo y mente regresó, pero esta vez fue de mayores dimensiones.

Un único quejido liberó su garganta antes de que la neblina cubriera su cuerpo en su totalidad.

* * *

—Eh, chicos, miren —berreó uno de ellos—, ¿quién puede ser?

—Sabrá la m****a, pero lleva bonitas armaduras, tal vez alguna guerrera caída en batalla —respondió otro, inclinándose para levantarla, y, al no conseguirlo, lanzó un ronco quejido al viento—. ¡Puta madre, sí que pesa! Parece hecha de roca.

—Aquí no ha desarrollado ninguna batalla, idiota —replicó unó más sin despegar la mirada de la chica—. Apuesto a que esas armaduras son costosas. No importa quién sea o lo que pese, es necesario llevarla hasta el molino —susurró sin molestarse en ayudarlos—. El armero que fabricó esto debe ser conocido por todo el puto suelo de Krasgos. Más vale llevárnosla y quitarle las armaduras antes de que alguien nos encuentre. —Observó con un dejo de fascinación.

* * *

—¿Con qué fin? ¿Qué es lo que ganaré yo al intentar complacer tus anhelos? —preguntó en su interior.

—¡Venganza! —La voz de Aresmar resonó con furia por todos los rincones de la bóveda craneal de Crisdel.

* * *

—Podría haber caballeros cerca, si nos llegan a ver con ella nos matarán —se quejó uno, aunque de todas formas levantó el cuerpo y comenzó a caminar con bastante dificultad.

—Por eso mismo, trozo de m****a, nos estamos apresurando. Ahora deja de parlotear y muévete o te reviento la cabeza.

—Pero ¿y si está viva? —siguió. Sus preguntas denotaban temor y dejaban al descubierto su torpeza.

—Entonces la matamos. Ya cállate y muévete.

—Pero trae armaduras, además creo que puedo sentir su respiración. No puedes matarla solo así —dijo una vez más, temeroso, mientras alzaba una pierna para dejar atrás el primer obstáculo: una gigantesca raíz que sobresalía sobre la tierra.

—La próxima palabra que escupa tu apestosa boca será la última, te lo aseguro —susurró, acercándose hasta él con una espada corta y mellada en la mano.

* * *

—No me interesa buscar venganza, sólo quiero descansar. Es lo único que deseo —respondió, y su voz se fue perdiendo en un eco casi indescifrable.

—Descansa entonces, y en tus sueños busca esa razón que a mí me ha motivado a venir hasta aquí.

—¿Acaso no lo entiendes? Ahora déjame en paz y… —Su voz perdió fuerza hasta convertirse en un susurró ininteligible.

* * *

Se vieron obligados a alejarse de los senderos con el fin de evitar ser vistos. Caminaron entre arboles, rocas, agujeros y raices con cuidado ya que la mujer era demasiado pesada, y cualquier mal paso podría fracturar sus agotados tobillos. La oscuridad y la gran cantidad de hojas secas que descansaban sobre suelo aumentaban la dificultad de esta tarea, además de que sólo dos la cargaban mientras el otro rebanaba una manzana, podrida poco más de la mitad, con su hoja oxidada y masticaba, alegre, con la boca abierta, lanzando pedazos de comida contra el suelo al respirar.

—Al fin encontramos algo de valor, podría ser virgen. —Rio el que la sujetaba por las piernas. Contempló con detenimiento sus largos y anchos pilares.

—Las únicas mujeres vírgenes son las que se encuentran dentro del vientre de sus madres —comentó con sorna el sujeto de la manzana—. Tiene una respiración lenta y débil, es posible que muera en poco tiempo —observó, y a su vez acarició el rostro de la mujer—. Su cuerpo está helado.

—Deberíamos aprovechar antes de que suceda, entonces —comentó, lanzando una risotada, esta vez fue más estridente.

—Nos van a encontrar, no importa dónde nos escondamos, nos van a encontrar. Parece una persona importante, puede verse a simple vista —se quejó aquel que la cargaba de los hombros; el metal frío y agudo de la armadura comenzaba a lastimarle ambas manos.

—Si quisiera cargarla te habría matado desde el primer lloriqueo que hiciste, cabrón marica. Sólo camina —gruñó, lanzando los restos podridos de la manzana al suelo.

* * *

Soñó tal y como le dijo Áresmar, mas no pudo ver nada a su alrededor. Sus sueños estuvieron cubiertos por una densa e impenetrable capa de oscuridad, sólo escuchaba lo que se arrastraba muy cerca de ella, por lo que dicha experiencia se convirtió en una verdadera agonía, fue como si estuviera muerta en vida, o quizá viva en las hostiles tierras de la muerte. No supo explicar tan desesperante escena, de modo que esperó que la muerte le arrancara la vida a jirones, y esta vez ansió que de verdad sucediera. No esperabas más que mi muerte para venir a buscarme, traerme más desgracias y burlarte de mí, ¿cierto?

* * *

—¿La desvestimos entonces? —preguntó y sonrió, dejando a la vista sus oscuros y maltratados dientes.

—Con una m****a, entiende que no; no quiero ni imaginar cuántas cosas han estado dentro de su vagina. Que lleve armadura no significa que sea reservada —contestó el otro, y de su morral sacó un plátano, el cual estaba más oscuro que la maldita noche—. Esos bastardos ya no mandan buenas frutas, y si lo hacen se pudren en el camino —se quejó, pero aun así se lo comió sin otra opción.

—Entonces déjame a mí hacer los honores —se quejó al escuchar la respuesta de su amigo.

—No haremos nada hasta que lleguemos al molino.

—¿Y por qué demonios tenemos que escucharte a ti?

—Porque yo traigo la puta espada —gritó, y le puso el arma tan cerca del cuello que logró perforar un poco la piel.

—Alguien viene, puedo sentirlo… puedo escucharlo —intervino el tercero con voz ahogada.

—¡Cállate y continúa, Erion! Estás comenzando a molestarme aún más que este otro pendejo.

—Yo mismo me encargaré de arrebatarte esa jodida espada mientras duermas, y después me cogeré a la mujer mientras te obligo a mirar.

—Entonces no pretendo dormir —respondió sin siquiera molestarse en verlo.

—Tienes que dormir algún día, nadie puede no dormir. Hace unas cinco u ocho estaciones, yo mismo conocí a un sujeto que falleció después de haber planeado durante más de trescientas estaciones el robo perfecto. Escúchame bien, en todo este tiempo no durmió por pensar solo en el jugoso botín. Te lo digo porque yo estuve con él desde un inicio. Me contó una y otra vez su plan, y cada vez que terminaba su boca desprendía espuma blanca y sus ojos lloraban como los de un niño huérfano. Pero la noche del golpe se quedó dormido con la boca abierta. Esperé a la mañana siguiente a que despertara, pero nunca más despertó. Su sueño fue tan pesado que una rata se le metió por la boca y comió sus entrañas sin que él se diera cuenta. Cuando despertó estaba tan vacío por dentro como muerto.

—¿Cómo pudo haber despertado si tú mismo acabas de decir que no lo hizo? Solo cuentas estupideces sin sentido —se quejó Erion, sorteando una enorme y aguda roca.

—Oye, muchacho, yo sé lo que vi —se quejó, y continuó caminando a pasos forzados.

—¿Cuántas estaciones tienes? —preguntó el del plátano, que iba muy por detrás de ellos.

—No lo sé, tal vez unas trescientas diez estaciones —respondió, sin importarle la falta de coherencia con lo que había contado.

—¡Oh, claro que lo conociste, imbécil! Desde que estabas pegado en la teta de tu madre hasta hace un par de estaciones o menos —se rió al escuchar su respuesta.

Erion no mostró la misma alegría, y sólo observaba por detrás de sus hombros con temerosidad y caminaba con cuidado para no caer.

Bajaron algunos arroyos con charcos dentro de ellos; con muros rocosos extensos y tapizados de pinos que apenas podían sujetarse a las griestas de las rocas con sus largas raíces. Sus botas se llenaron de lodo y lombrices, por lo que caminar se volvió mucho más difícil.

En su camino revisaron algunas trampas que ellos mismos pusieron, pero no encontraron nada en ninguna de ellas pese a que siete de las doce que revisaron estaban activas. Se tomaron un descanso solo para reacomodar las trampas y prosiguieron. Había bastantes animales en su camino, pero eran demasiado grandes como para darles caza con sus pequeñas armas.

Las colinas eran grandes, así como otras tan pequeñas que cargar el cuerpo inconsciente de Crísdel no les costó mucho esfuerzo. Cuando subieron una particularmente alta, divisaron tenues luces que apenas perforaban la densa neblina: no era más que una aldea pequeña, consumida por la eterna noche, pero como ninguno de ellos traía consigo un mapa, no supieron con exactitud cuál podría ser. Siguieron su camino sin molestarse en ir al lugar para ver qué podrían encontrar.

En un par de ocasiones se detuvieron para beber un sorbo de agua de sus cantimploras, pero no se demoraron mucho y de inmediato continuaron.

Luego de un largo rato de caminar entre los densos matorrales, llegaron al molino; un lugar viejo pero en buenas condiciones y de gran tamaño. Alrededor había demasiados cordones sujetos de un árbol a otro, y sobre estos colgaban dos cuerpos extensos de serpientes, tres conejos y uno que otro pequeño pájaro con las alas extendidas.

—Al parecer los otros tontos no han encontrado nada al igual que nosotros —se quejó el que portaba la espada, luego abrió la puerta del viejo molino. Antes de entrar miró a su alrededor con ojos desilusionados, contemplando los cuerpos flacos de los animales que esperaban ser asados.

—Ya te dije que nos hemos terminado todo aquí, si queremos continuar viviendo debemos buscar otra zona donde quedarnos, lejos de aquí —intervino el que pretendía meter su verga sucia en la mujer—. Ya me cansé de comer esa clase de comida, y me parece que los demás piensan lo mismo, así que lo que está colgado afuera no tardará en pudrirse.

—A ver, cabrón, sabes bien que nos están buscando en casi todas las Tierras de Édorel, ¿verdad?

—Podríamos entregarnos —opino Erion, y después bajaron el cuerpo de la mujer en el suelo sucio y húmedo del molino.

—Tú sí que eres un pedazo de m****a aún más grande —respondió sin verlo a los ojos: el cuerpo inconsciente de Crísdel robó su atención.

El brillo de un par de velas iluminaba apenas un poco la habitación. El viento sopló con lentitud, y el crujir de las aspas se dejó escuchar.

Continuó contemplando el cuerpo de la mujer, parecía llamarle la atención algo más que sus magníficas armaduras. Y, luego de un rato, dijo aquello que se incrustó de pronto en su cerebro al igual que una sanguijuela hambrienta:

—No tenemos armas, las trampas están vacías y la comida es poca. —Guardó silencio y meditó las palabras antes de expulsarlas, todo esto lo hizo sin retirar la vista del cuerpo de la mujer—. Podríamos cocinarla —sugirió al fin sin mostrar tono alguno de gracia.

—Pero ¿qué m****a?, ¿estás hablando en serio, Osmur? Quieres comértela, pero cuando opino de cogérmela crees que es asqueroso.

—No pienso comer algo que haya tenido tu maldita cosa pútrida dentro —respondió.

—No lo sé, hemos matado a muchos, pero nunca hemos comido a nadie… al menos yo no. Además no creo que la carne de un mortal tenga buen sabor.

—Oh, vamos, tan sólo escuchen las idioteces que dicen. Revisemos mejor las otras trampas —indicó Erion, el más joven, aún con temor en sus labios, en sus ojos y en cada uno de sus poros—. En menos de un par de días estaremos comiéndonos a nosotros mismos.

—Tenemos tres putas opciones: la primera es quedarnos aquí y esperar a que logremos cazar algo grande, lo cual, como ya hemos visto, es casi imposible; la segunda es largarnos y exponernos a que nos encuentren, y la última, y más aceptable, es comenzar a destazar el cuerpo y cocinarlo.

—No me parece que la última opción sea una mala idea, Osmur, de hecho, me parece la mejor, y te voy a apoyar con la condición de que me dejen las tetas y la vagina —respondió, recorriendo su lengua húmeda por cada grieta de sus labios.

—Como quieras, pero primero debemos asegurarnos de que no se encuentre con vida. —Se acercó e inclinó tanto que colocó su oreja por encima de la nariz y boca de Crísdel.

Erion escuchó toda esta sarta de m****a y retrocedió algunos centímetros al contemplar la determinación de Osmur, que intentaba oir la respiración de la mujer.

—¿Están hablando en serio? —intervino al fin—. Sólo quiero saber si esto va en serio.

—Deja de llorar, marica —le contestó el que estaba interesado en las tetas de la desconocida—. Poco le falta para morir, sólo mírala, ¿qué más da lo que hagamos con ella?, o ¿acaso prefieres quitarle las armaduras y abandonarla en medio del bosque para que se pudra?

—Como quieran, pero yo no pienso ser cómplice de esta m****a; me largo. Buena suerte con lo que sea que tengan en mente, pero dudo que mi hermano o Gárslok estén de acuerdo. —Dio media vuelta y abrió la puerta del molino sin mirar atrás. No pretendía intercambiar alguna otra palabra con ninguno de los dos cabrones. Le pareció asqueroso lo que planeaban hacer, y pensó que el canibalismo sería cruzar la línea de la locura; él prefería lo simple, como los robos y asesinatos.

—¡Abran la puta puerta! —se escuchó la voz agitada de un hombre desde afuera—. ¡Nos han encontrado! —dijo, y entró al molino al lado de otro sujeto antes de que el muchacho pudiera salir.

En los ojos de los hombres que acababan de llegar se notaba el temor y en sus hondas respiraciones el cansancio.

—¿De qué demonios estás hablando? —preguntó Osmur, incorporándose de un salto.

—¿Quién es ella? —preguntó el hombre que entró al molino al final; llevaba cabello largo y era de cuerpo áspero, igual que un puto roble. Su asombro denotó que le preocupaba aun más la presencia de la mujer que las palabras que había llevado hasta ese lugar su acompañante.

—La encontramos en el bosque. Vamos, di qué es lo que sucede, Gárslok? —insistió Osmur.

—¿Y se puede saber por qué m****a la han traído al molino? —se quejó de inmediato—. Cuatro o más exploradores de la ciudad nos vieron a Reihel y a mí, ellos saben quiénes somos. Nos han seguido hasta aquí —respondió airado, mirando el cuerpo en el suelo.

—No creo que sea por ella: las armaduras son demasiado distintas —respondió Osmur con un dejo de indiferencia.

—Hace poco, Gárslok y yo vimos un globo enorme entrar a la ciudad; podrían haber comprado armaduras de las tierras vecinas —comentó Erion, quien para entonces parecía mucho más calmado: Garlosk y Reihel no abrirían en canal a la mujer, los conocía bastante bien.

—A ver, a ver, no entiendo esta m****a, encuentran a una mujer inconsciente con armaduras, ¿y lo primero que se les ocurre es traerla al molino?

—Oye, Reihel, ya estoy cansado de tus quejidos… —El sonido de una flecha al clavarse sobre la madera seca resonó dentro del inmueble e interrumpió sus palabras.

Las aspas del molino siguieron girando con lentitud.

—Ya nos han encontrado. —Reihel miró hacia el techo del molino como si esperara una lluvia de flechas, pero esta nunca llegó.

El mutismo en el interior alimentó la desesperación y el miedo en los cinco.

—Imbéciles, ustedes los trajeron aquí. Nosotros llegamos antes sin escuchar ninguna amenaza. Con sus gritos y lloriqueos los trajeron hasta aquí —susurró Osmur con voz tensa.

—Nosotros no metimos al enemigo hasta nuestro escondite —replicó Gárslok, señalando con su mirada a Crísdel.

—La encontramos moribunda antes de traerla, y ahorita ya está muerta —respondió no muy convencido al tiempo que le daba una patada al cuerpo: golpeó el brazo y parte del abdomen—. ¿Lo ves? —preguntó, y casi enseguida una flecha golpeó de nuevo, en esta ocasión la punta de acero perforó la puerta, lanzando astillas al suelo.

Una de las velas se apagó, dejando una simple lucecilla combatiendo contra la densa oscuridad que habitaba dentro del molino.

El silencio, devastador y angustiante, los golpeó a todos. La incertidumbre de ignorar cuántos podrían estar afuera esperándolos comenzó a alterar sus nervios.

Los ventanales del molino se encontraban muy lejos de donde estaban parados, por lo que, de cuando en cuando, debían clavar la vista en esa dirección para asegurarse de que nadie asomaba la cabeza o intentaba ingrear. Pero no entró más que la oscuridad acompañada del viento cálido y silencioso.

—Con una m****a, ¿qué vamos a hacer? Todo esto ha sido su culpa. Todo ha sido su maldita culpa, cabrones —soltó Reihel, señalándolos con el dedo—. ¿Esta también fue tu idea, hermano? —En esta ocasión se dirigió hacia Erion.

—No, te lo juro por el mismo Ildarios que no tuve nada que ver. Fueron estos los que decidieron traerla hasta aquí —contestó Erion.

—Y tú nos ayudaste, pendejo —reclamó Osmur.

—Bola de estúpidos —dijo Reihel, dando la vuelta para tener la puerta al frente—. Si esos malditos llegan a entrar nos van a romper el culo, y contra ti voy a ir, Osmur, si eso suce… —Su voz se apagó; de su boca salió un chorro de sangre que fue a impactarse a la puerta y en la punta de acero de la flecha que se asomaba desde afuera.

La espada oxidada perforó su espalda y atravesó su pecho. Pudo escucharse con claridad el sonido que hizo la carne al desgarrarse y los huesos al romperse.

Osmur sacó la hoja con celeridad y lanzó una risotada. El cuerpo se desvaneció y fue a impactarse a la pared del molino.

—¡Reihel! —gritó Erion tan alto que el cielo se espantó y el suelo se estremeció—. Bastardo maldito, ¿qué m****a has hecho? —Se inclinó para girar a Reihel boca arriba con la esperanza de que aún seguía con vida, pero el funesto semblante de su rostro mostraba lo contrario.

Gárslok hizo un leve movimiento, y Osmur, que comenzó a dudar de todos, logró advertirlo a tiempo.

—Ni siquiera lo pienses, Gárslok —lo amenazó sin apartar la vista de él.

Gárslok retrocedió un par de pasos, los suficientes para alejarse del filo oxidado de la hoja, y miró los ojos inoculados de odio de Osmur. No pensó en decir ni hacer nada. Si existía una razón que lo motivó a matar a Reihel, no quería saberla, ya que sería la misma que lo condenaría también a él.

—Mira, Osmur, el mocoso se ha orinado en los putos pantalones. —Soltó una carcajada el de los dientes asquerosos, que parecía no importarle mucho la muerte de su compañero, al menos no más que los meados del chico.

—¿Por qué lo mataste? —quiso saber Gárslok al ver de reojo cómo el cuerpo se deslizaba por la pared del molino.

—¿Conocías alguna otra manera de mantenerlo callado?

—¿Te han sacado los sesos o qué? Nos tienen rodeados; entre más pequeño sea nuestro numero, más nos costará salir con vida de aquí —respondió, aunque en esta ocasión no alzó mucho el tono de sus palabras.

—En este punto han dejado de interesarme los demás, y pienso salir sólo yo con vida —comentó, y enseguida lanzó una mirada de soslayo a Erion, que tenía los ojos inflamados y cristalizados.

—Ni siquiera lo pienses, Osmur —musitó Gárslok, anticipando su siguiente movimiento.

Osmur sonrió, y, sin pensarlo más tiempo, lanzó una rápida estocada al rostro de Erion. La hoja hizo un corte tan profundo en la cara que los bordes de piel que se despegaron eran tan gruesos como la corteza de un árbol viejo; cortó la piel y fracturó el cráneo.

—Este cayó aún más rápido que el otro, supongo que es por lo delgado —comentó con alegría y repulsión.

Un charco de sangre se formó con celeridad bajo sus pies, mezclándose con el suelo húmedo.

—Maldita sea —susurró Gárslok. No sólo maldecía su puta suerte, sino también el haber retrocedido unos pasos en el primer ataque, pues por culpa de este cobarde movimiento fue incapaz de proteger a Erion sin arriesgar su pellejo.

Sus arterias irrigaron impotencia a cada uno de sus músculos. Su piel se erizó y tensó ambos brazos esperando la siguiente estocada, el próximo golpe en dirección a él. Pero no tenía pensado morir en ese lugar, no importaba si salía sin un brazo o sin una pierna, no iba a morir en ese asqueroso lugar. Pudo sentir cómo sus botas se humedecieron por la sangre. Un hedor penetrante comenzó a subir hasta su nariz. La muerte comenzaba a jalonearlo del brazo.

La pared del molino recibió otro golpe; no supieron decir si fue una flecha o alguna roca.

—Quítale las armaduras, Ergun —ordenó Osmur sin apartar la vista de Gárslok.

El otro no obedeció, y en su lugar le lanzó una mirada llena de desconfianza.

—Vamos, ¿qué te sucede? Quítale las putas armaduras.

—¿Qué planeas hacer conmigo? —le preguntó.

—Tú me vas a ayudar a salir de aquí, amigo. Sólo en ti confío —contestó Osmur.

Tras escuchar sus palabras, Ergun se inclinó tan rápido como pudo para quitarle las armaduras a la mujer.

—Las flechas perforarán el metal, lo sabes, ¿verdad? —soltó Gárslok de pronto mientras el otro intentaba quitar las armaduras—. No podrán escapar de aquí sólo así —advirtió.

—¿Quieres que te arranque la lengua, cabrón, o los huevos? —levantó la espada y la blandió de izquierda a derecha—. Tú nos vas a servir de sebo mientras nosotros salimos por una de las ventanas, ¿qué te parece?

Gárslok volvió a retroceder al escuchar el silbido de la hoja al cortar el aire.

—No puedo —se quejó Ergun al tiempo que jaloneaba el guardabrazo con brusquedad.

—¡Suelta las amarras primero, imbécil! —le gritó Osmur, mirando hacia atrás y volviendo la vista al frente casi de inmediato.

—No tiene; la armadura parece estar pegada a su piel —contestó, luego se puso de pie de un salto y comenzó a retroceder. Cruzó miradas con Osmur y dio un par de pasos atrás—. Está viva —susurró tan bajo que Gárslok tuvo que inclinarse un poco hacia adelante para escucharlo.

—¿Qué quieres decir? —masculló sin bajar la espada. Miró atrás, al cuerpo de la mujer, pero no le pareció que se hubiera movido.

—Acaba de decir algo, la he escuchado —respondió Ergun. Su voz, cavernosa y alarmante, estremeció a los otros.

El miedo en los tres creció aún más luego de que un grito ensordecedor, proveniente de los alrededores, recorrió la oscuridad y entró hasta el molino.

Ergun se había alejado tanto de ambos que alcanzó la ventana que estaba al lado derecho, y al escuchar el grito no tuvo otra opción más que mirar, horrorizado, hacia el oscuro exterior.

—¡Afuera, allá, hay alguien allá! —advirtió, utilizando, una vez más, ese espeluznante matiz de voz.

—¡Claro que hay alguien, idiota! Ahora apártate de la ventana y ven aquí si no quieres que una puta flecha te perfore el cráneo.

Ergun no hizo caso.

—¡Eh!, ven aquí y quítale las jodidas armaduras.

—No, no entiendes. Esas cosas no se pueden quitar. No creo que sea guerrera de la ciudad —comentó de forma mecánica y sin apartar la vista del exterior.

—¿De qué m****a estás hablando? —Osmur, desesperado, le dio la espalda a Gárslok aún con su espada en el brazo, y comenzó a caminar en su dirección.

—No lo entiendes, ella no es una guerrera —susurró una y otra vez sin apartar la vista del exterior; lo que sea que estaba allá afuera parecía intimidarlo de una manera inexplicable.

—Pero ¿qué m****a es eso? —preguntó Osmur al echar un vistazo hacia afuera: una sombra amorfa, aún más oscura que la noche, se encontraba allá en la lejanía, bajo la protección de un enorme árbol. No distinguió su rostro, pero tuvo la certeza de que lo observaba con excesivo interés—. ¿Quién los siguió hasta aquí, Gárslok? —preguntó Osmur sin retirar la vista de lo que sea que estaba afuera.

—No lo sé, tal vez guardias de la ciudad de Édorel —respondió sin apartar los ojos de Crísdel—. Creo que se ha movido —añadió, pero ninguno de los otros dos prestó atención a sus palabras: existía algo más que clamaba su atención.

Unos pocos segundos después, la figura fue devorada por la oscura garganta de la noche; se desvaneció con una preocupante sutileza.

—Pues hay algo más allá afuera, y, sea lo que sea, ya ha acabado con tus putos guardias —añadió, y enseguida miró el cuerpo, tenuemente iluminado por la débil luz de la vela, de la mujer; permanecía en el mismo lugar, sin la más mínima señal de que se hubiera movido.

—Algo ocurre allá, y con el abrigo de la oscuridad se ha manifestado… —Osmur interrumpió sus palabras debido a que Ergun le arrebató la oxidada espada de sus manos.

Al presenciar esta escena, Gárslok experimentó cierto alivio una vez que Ergun alzó el arma: ese cabrón era poco diestro, incluso, para blandir un cuchillo de cocina. Era demasiado estúpido, eso estaba claro, pero también muy predecible.

—Escapa como puedas, Osmur, yo no pienso continuar con tu plan de m****a —advirtió mientras tenía la espada arriba.

Gárslok se hizo a un lado para no interrumpir su camino si este decidía largarse corriendo por la puerta.

—Puedes irte, no trataré de detenerte, sólo baja la espada que aquí yo no soy tu enemigo —respondió.

Miedo, olor a sangre, oscuridad y un sonido rechinante proveniente de las aspas que giraban allá afuera hacían del ambiente un lugar hostil. Un cálido vendaval entró por una de las ventanas. Se creó un silbido por los huecos de la pared de madera y, al fin, la otra vela se apagó, dejándolos sumergidos en una oscuridad total.

—Hay alguien ahí —señaló Gárslok, abriendo sus ojos tan grandes como sus párpados se lo permitieron.

Una cara blanca y amorfa se asomó sonriendo por la ventana izquierda. El tiempo pareció detenerse mientras la terrible criatura observaba por todos los rincones del molino. Sus grandes ojos, al oscilar de un lado a otro dentro de sus cuencas, creaban un chirrido escalofriante como si alguien tallara la pared con las uñas.

La figura desapareció luego de una rápida inspección, y no fue vista por los otros dos.

—¡¿Qué m****a es lo que está sucediendo aquí?! —gritó Ergun, y después apretó sus dientes oscuros tan fuerte que uno de ellos, el que se encontraba más picado por la caries, cayó al suelo. Miró a todas partes como enloquecido y sin bajar la espada, pero ya no había nadie dentro del maldito lugar, nadie a excepción de sus compañeros y los cuerpos.

Sus corazones, cuyo palpitar se aceleró, bombeaban e iban a impactarse contra sus cajas torácicas de manera sincronizada. Podían escucharse los latidos en cada uno de los rincones del molino.

La frente del que portaba la espada se llenó de sudor, miró a todos lados y, en un acto de desesperación, alzó la espada y la dejó caer sobre el pecho de la mujer. Un agudo sonido rechinó por todos lados, pero a pesar del brutal impacto, la punta no perforó la armadura, sino que el metal se deslizó sobre el metal para ir a clavarse en el suelo.

—¡Crísdel! —entró un grito agudo al molino, y en ese momento la mujer abrió los ojos de sobresalto, pareció que hubiera despertado de la misma muerte. Soltó un largo suspiro y de inmediato inhaló de nuevo con anhelante profundidad. Sus ojos miraron al techo, a la penumbra.

—¡La buscan a ella! —gritó Osmur, retrocediendo hasta que la pared se lo impidió.

El filo de la espada se alzó y bajó de nuevo contra la mujer, pero antes de que el metal frío la pudiera tocar, una sombra entró por una de las ventanas y se llevó a Ergun por la ventana que estaba del otro lado. El metal oxidado cayó golpeando el suelo.

—Un Espíritu Negro —advirtió Gárslok sin moverse de su lugar, como si la criatura se encontrara frente a él, arrinconándolo contra la fría pared.

La espada quedó sobre el suelo húmedo y ambos vieron su hoja mellada, pero ninguno pensó en recogerla.

—Me encuentro atada a mí pasado aún después de muerta —susurró la mujer, quien ya se encontraba de cuclillas mirando al suelo—. Aún no estás muerta —se respondió a sí misma pero con voz distinta..

Ambos sujetos se miraron extrañados.

—Este ha sido tu destino, pero volveré, Áresmar, pues ya no puedo hacer nada para detenerte. Volveré luego de ir por respuestas —susurró la sombra una vez más.

—¿Qué demonios significa todo esto? —preguntó Gárslok en voz baja y a nadie en especifico.

Osmur, derrotado ya por la confusión y el miedo, no creyó poder soportarlo más tiempo, por lo que alejó su espalda unos centímetros de la pared y volvió a retroceder, esta vez buscando la ventana. La mujer no se movió. Dio un par de pasos más con demasiada cautela, pero a ella no pareció importarle en lo más mínimo su existencia. Cuando al fin tuvo la ventana a su lado derecho, saltó por ella y echó a correr hasta perderse en la oscuridad del bosque.

Al presenciar este acto de cobardía… o prudencia, Gárslok abrió la portezuela con mucha delicadeza para no llamar la atención de la extraña mujer, pero se estremeció cuando la maldita puerta exhaló un quejido agonizante. A causa de esto fue que ella se movió apenas un poco, movimiento que fue advertido por Gárslok pese a la oscuridad, por lo que no tardó en abrir la puerta por completo y salir por piernas de ahí.

* * *

Volvió en sí con dificultad; aún se sentía aturdida, como si hubiera recibido un golpe en la cabeza con un enorme mazo de madera. Lo primero que hizo fue alzar ambas manos ya que sintió una pegajosa humedad entre sus dedos. Las acercó hasta sus ojos para ver qué era, pero la absoluta oscuridad se lo impidió. Casi de inmediato llegó a su nariz el olor a sangre, y se preocupó al pensar que tal vez era suya, fue por esto que intentó levantarse para palpar su cuerpo en busca de alguna herida, mas no pudo: el peso de algo extraño que cubría su cuerpo se lo impidió.

Tocó sus brazos; su pecho; piernas y abdomen, y sus yemas se entretuvieron con una suave y fría textura que a su vez era recorrida por suaves relieves.

Respiró hondo y cerró los ojos, pues le pesaban bastante, y de esta forma permaneció por unos segundos antes de intentar levantarse de nuevo. Quiso imaginar lo que sucedía, pero no fue capaz de lograrlo. A su memoria acudían tenues recuerdos de cuando la colgaron, nubosas imágenes que dejaban más preguntas que respuestas. Sacudió la cabeza, como intentando despejar todos estos confusos recuerdos, y enseguida intentó reincorporarse. No lo logró.

Abrió los ojos y miró alrededor; pese a la oscuridad, alcanzó a distinguir dos figuras amorfas tiradas en el suelo, casi de inmediato supo que eran unos cuerpos. ¿Acaso pertenece a ellos la sangre?, se preguntó.

Extendió los brazos a los costados, y gracias a esto fue que encontró una espada. Con apoyo de esta se puso de pie; una vez arriba la tiró al suelo y salió del lugar con extrema dificultad. Cada uno de sus pasos fue más pesado que el anterior, pero de alguna desconocida parte de su interior obtenía las fuerzas necesarias para continuar, y así lo hizo hasta alejarse de ese sitio al que no supo cómo llegó.

—¿Qué demonios fue lo que pasó? —Alzó la vista y miró a su alrededor, pero, aunque sentía ir acompañada, nadie caminaba a su lado.

Su cabellera se alzó con el viento y después cayó sobre su acorazado pecho.

Los recuerdos volvieron a asediarla, esta vez con más fuerza y nitidez.

—¿Qué m****a fue lo que hiciste? —cuestionó con furia. Sus gritos se alejaron, creando ecos en el lúgubre y solitario bosque.

Nadie contestó.

El ominoso silencio fue avasallador, tanto que cayó vencida al suelo sobre sus exhaustas rodillas. Las lágrimas brotaron, descendieron por el viejo cauce de sus mejillas y desembocaron en el borde para ir a impactarse contra la armadura. De tal forma se desintegraron los minutos, y con el arrastre del tiempo la rabia adquirió enormes densidades en su interior. Fue gracias a este sentimiento que pudo ponerse de pie de nuevo; dio un paso al frente, y cuando pensó que caería de nuevo, logró dar un paso más. Sus debilitadas piernas se sacudían ante el incalculable peso de la armadura, no obstante, aun así continuó. Lo hizo por la excesiva cantidad de ira que experimentaba, y cuya existencia parecía hundirla en lo más profundo de la locura.

Sé que estás ahí, madre, dentro, en mi cuerpo, y tarde o temprano tendrás que manifestarte.

Siguió su marcha aunque en realidad no tenía idea de a dónde se dirigía.

Mientras caminaba pensó en las palabras de su madre, y llegó a la conclusión de que no sería muy inteligente enfrentar a un Dios, no importaba con qué armas se le pensara atacar. Comprarían su muerte a un precio muy bajo, pero ¿qué más daba si ya estaban muertas?

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