LíaAl llegar a la capital, Arthur me dejó en casa. Ya eran más de las diez de la mañana, y mientras nos despedíamos, me informó que esta noche tendría que acompañarlo a una cena en su casa para presentarme formalmente ante sus padres. Mis padres también estarían allí; era el momento de que ambas familias se conocieran. Al oírlo, una mezcla de nervios y ansiedad se instaló en mi pecho. ¿Me aceptarían? Siempre me ha preocupado que el hecho de ser una mujer de recursos modestos sea un obstáculo para encajar en su familia. Intento no imaginarme a su madre como una mujer fría y rígida, ni a su padre como un hombre difícil de impresionar, pero los nervios juegan en mi contra. Arthur fue alguien duro y serio cuando lo conocí; quién sabe cómo podrían ser sus padres.Entré en casa soltando un suspiro de alivio. Me dirigí al baño para tomar una ducha larga y relajante. Mientras el agua caía, recordé la noche anterior; fue fugaz, excitante y emocionante. Me sentía completamente segura del amor d
Lía Había pasado una semana desde que Arthur y yo habíamos acordado que pronto me mudaría a su mansión para continuar con el cuidado de las niñas. Sin embargo, aquí estaba, sentada en mi habitación, mirando fijamente a la nada, sin poder comprender qué me ocurría. Dejé escapar un suspiro largo y profundo mientras el aire frío de la madrugada rozaba mi rostro. Eran las cuatro de la mañana, y mis ojos se negaban a cerrarse. Quería dormir, lo necesitaba desesperadamente, pero simplemente no podía. Desde aquella vez me he sentido extraña, como si algo dentro de mí estuviera desconectado. A veces no tengo ganas de hacer nada, ni de ver a nadie. La cabeza me late como un tambor, como si un peso invisible estuviera aplastándome. Intenté levantarme de la cama, pero un mareo repentino me hizo tambalear y sujetarme al borde de la mesita de noche. Cuando me estabilicé, caminé lentamente hasta el baño. Frente al espejo, apenas reconocí mi reflejo. Mi rostro estaba pálido, las ojeras evidenci
Nadia.Golpeé la mesa junto a la m*****a cama una y otra vez, desahogando mi frustración. ¿Cómo era posible que ni siquiera mis propias hijas quisieran verme? ¡Maldita sea! ¿Cómo podía estar pasando esto? Algo tenía que hacer. Incluso humillarme ante Enzo —mi única esperanza— Arthur no me creyó cuando le hablé de mi estúpida enfermedad. Pero es qué ni estoy enferma. ¿Es que tampoco se me nota?Me tiré sobre la cama y arranqué las almohadas, las lancé al suelo con rabia. Todo a mi alrededor era un caos, igual que mi vida. Estaba harta de vivir en esta pocilga.—¡Maldito José Luis! —grité al vacío. Ese imbécil me dejó en esta casa, me abandonó aquí. Pasé años viviendo como una reina, y ahora... ahora no tengo ni un centavo. Si quiero un dólar, tengo que mover cielo y tierra. Necesito salir de esta miseria. Solo hay una persona que puede ayudarme, es él. Así que, sin perder tiempo, marqué su número. Una vez. Dos veces. Tres. Y nada. No responde. No puedo dejarle un mensaje; sería muy a
ArthurMientras miraba la pantalla de mi computadora, repasaba los trámites finales para los productos que pronto lanzaríamos al mercado. Cada documento firmado significaba un paso más hacia el éxito, y esta vez no había duda: mi empresa estaba en una excelente posición. Las acciones iban a subir, eso era un hecho, y este año, gracias a Dios, me iría bien no solo en los negocios, sino también en el amor. Sonrió al pensar en eso.Terminé de revisar los papeles, firmé los últimos contratos y me levanté, ajustándome la chaqueta. Vestía el traje elegante que corresponde a un dueño de oficina, el reflejo de alguien que toma decisiones importantes.Caminé con paso firme por los pasillos, saludando a los empleados que me devolvían el gesto con respeto. Nancy, mi asistente, me seguía de cerca mientras nos dirigíamos a una reunión crucial con los miembros de la empresa. Entré a la sala de juntas con una sonrisa poco habitual en mi rostro. No era de los que saludaban efusivamente, pero llevaba
Arthur.Al llegar a casa, lo único que deseaba era estar al lado de mis hijas y de mi querida Lía. Obviamente, también quería ver a mis padres, pero lo que más anhelaba en ese momento era sentir la calidez de ella y las niñas. Bajé del coche y le pedí a Miguel, mi chofer, que llamara a los guardias para que llevaran las compras directamente a la cocina. Confiaba en que se encargarían de todo mientras yo me dirigía a la mansión. Al entrar, lo primero que vi fue a mi padre, cómodamente instalado en el sillón de la sala, leyendo un periódico, como solía hacerlo cada tarde. Me acerqué, lo saludé y le pregunté por mamá. —Debe estar en la cocina todavía, no ha salido de ahí —respondió sin despegar los ojos del periódico. Sonreí. Conociendo a mi madre, sabía que la encontraría en medio de su terreno favorito, la cocina. Entré y ahí estaba, con las manos cubiertas de harina, dando órdenes a las empleadas como si dirigiera una orquesta, mientras ella misma amasaba con energía. Sin pensar
Lía No podía más con este dolor de cabeza. Era insoportable. Quería llorar, gritar, arrancármelo de alguna manera. Me abracé fuerte, buscando un poco de alivio mientras mis dedos jugaban con el pecho de Arthur y el acariciba mi cabello, pero nada funcionaba, el dolor seguía ahí. No tenía ganas de hacer nada, solo quería tenerlo cerca, sentir su calor, como si su presencia pudiera calmar el fuego en mi cabeza. —¿Por qué tienes la frente tan caliente? —me preguntó Arthur, preocupado. No le respondí. No quería que supiera lo intenso que era el dolor. Tampoco quería que pensara que no podía con algo tan simple como el estrés. Tenía que mantenerme firme. —Tengo que ir mañana a ver a mis padres. ¿Crees que me puedas dar permiso? —pregunté al fin, desviando el tema. Aún que era una mentira tenía planes de ir al médico.—Claro —respondió con una mezcla de sorpresa—. Pero no entiendo por qué me pides permiso. Ya te dije, Lía, si quieres estar aquí, estar con las niñas, no necesitas tr
Enzo.Estaba sentado en el sofá de la sala cuando Karina irrumpió como una tormenta. Su rostro estaba rojo de furia, y sus palabras, como flechas, me atravesaron sin piedad. —¿Cómo es posible que hayas hecho el ridículo en casa de tus padres? ¡Peleándote con la prometida de tu hermano! —dijo, agitando las manos como si quisiera golpearme con ellas. Levanté la mirada, cansado de su drama. —¿Y? ¿Qué importa? Esa mujer no es más que una niñera. No sé qué ve Arthur en ella —respondí con desdén. —Mira, Enzo, tú no eres nadie para tratar a las personas así. ¿Crees que humillarla te hace mejor? —Karina levantó la voz. Me puse de pie y me acerqué a ella, acortando la distancia entre nosotros. —No me hables como si tuvieras derecho a hacerlo. Yo trato a quien quiero como quiero. ¿Acaso no recuerdas que mi hermano no dejó a una buena mujer? —¡Esa mujer lo abandonó! No tienes idea de lo que hablas — espetó con incredulidad.—Estás loca, además eso a ti que te importa.Karina frunció e
ArthurHabía llegado a la casa algo cansado, pero con la esperanza de verla. Llamé varias veces durante el día, pero no hubo respuesta. Me preguntaba si seguía con sus padres o si simplemente había decidido ignorarme. La incertidumbre me molestaba más de lo que estaba dispuesto a admitir. Al entrar, saludé a mi madre, le di un beso en la mejilla y luego fui directo hacia mis gemelas, que jugaban alegremente con ella. Mi padre, como siempre, estaba absorto en su periódico, indiferente al caos o a la alegría a su alrededor. Era su forma de ser, y ya me había acostumbrado.—¿Ha venido Lía? —le pregunté a mi madre mientras observaba cómo las niñas construían una torre de bloques.—No, hijo. Pensé que irías por ella a casa de sus padres —respondió sin apartar la vista de las pequeñas.—Quedamos en que me avisaría —murmuré, más para mí que para ella—. Pero no llamó. Decidí no ir para darle espacio. Quizás me avise luego...Mientras hablaba, intentaba justificarme. Era difícil admitir que no