Arthur.Al llegar a casa, lo único que deseaba era estar al lado de mis hijas y de mi querida Lía. Obviamente, también quería ver a mis padres, pero lo que más anhelaba en ese momento era sentir la calidez de ella y las niñas. Bajé del coche y le pedí a Miguel, mi chofer, que llamara a los guardias para que llevaran las compras directamente a la cocina. Confiaba en que se encargarían de todo mientras yo me dirigía a la mansión. Al entrar, lo primero que vi fue a mi padre, cómodamente instalado en el sillón de la sala, leyendo un periódico, como solía hacerlo cada tarde. Me acerqué, lo saludé y le pregunté por mamá. —Debe estar en la cocina todavía, no ha salido de ahí —respondió sin despegar los ojos del periódico. Sonreí. Conociendo a mi madre, sabía que la encontraría en medio de su terreno favorito, la cocina. Entré y ahí estaba, con las manos cubiertas de harina, dando órdenes a las empleadas como si dirigiera una orquesta, mientras ella misma amasaba con energía. Sin pensar
Lía No podía más con este dolor de cabeza. Era insoportable. Quería llorar, gritar, arrancármelo de alguna manera. Me abracé fuerte, buscando un poco de alivio mientras mis dedos jugaban con el pecho de Arthur y el acariciba mi cabello, pero nada funcionaba, el dolor seguía ahí. No tenía ganas de hacer nada, solo quería tenerlo cerca, sentir su calor, como si su presencia pudiera calmar el fuego en mi cabeza. —¿Por qué tienes la frente tan caliente? —me preguntó Arthur, preocupado. No le respondí. No quería que supiera lo intenso que era el dolor. Tampoco quería que pensara que no podía con algo tan simple como el estrés. Tenía que mantenerme firme. —Tengo que ir mañana a ver a mis padres. ¿Crees que me puedas dar permiso? —pregunté al fin, desviando el tema. Aún que era una mentira tenía planes de ir al médico.—Claro —respondió con una mezcla de sorpresa—. Pero no entiendo por qué me pides permiso. Ya te dije, Lía, si quieres estar aquí, estar con las niñas, no necesitas tr
Enzo.Estaba sentado en el sofá de la sala cuando Karina irrumpió como una tormenta. Su rostro estaba rojo de furia, y sus palabras, como flechas, me atravesaron sin piedad. —¿Cómo es posible que hayas hecho el ridículo en casa de tus padres? ¡Peleándote con la prometida de tu hermano! —dijo, agitando las manos como si quisiera golpearme con ellas. Levanté la mirada, cansado de su drama. —¿Y? ¿Qué importa? Esa mujer no es más que una niñera. No sé qué ve Arthur en ella —respondí con desdén. —Mira, Enzo, tú no eres nadie para tratar a las personas así. ¿Crees que humillarla te hace mejor? —Karina levantó la voz. Me puse de pie y me acerqué a ella, acortando la distancia entre nosotros. —No me hables como si tuvieras derecho a hacerlo. Yo trato a quien quiero como quiero. ¿Acaso no recuerdas que mi hermano no dejó a una buena mujer? —¡Esa mujer lo abandonó! No tienes idea de lo que hablas — espetó con incredulidad.—Estás loca, además eso a ti que te importa.Karina frunció e
ArthurHabía llegado a la casa algo cansado, pero con la esperanza de verla. Llamé varias veces durante el día, pero no hubo respuesta. Me preguntaba si seguía con sus padres o si simplemente había decidido ignorarme. La incertidumbre me molestaba más de lo que estaba dispuesto a admitir. Al entrar, saludé a mi madre, le di un beso en la mejilla y luego fui directo hacia mis gemelas, que jugaban alegremente con ella. Mi padre, como siempre, estaba absorto en su periódico, indiferente al caos o a la alegría a su alrededor. Era su forma de ser, y ya me había acostumbrado.—¿Ha venido Lía? —le pregunté a mi madre mientras observaba cómo las niñas construían una torre de bloques.—No, hijo. Pensé que irías por ella a casa de sus padres —respondió sin apartar la vista de las pequeñas.—Quedamos en que me avisaría —murmuré, más para mí que para ella—. Pero no llamó. Decidí no ir para darle espacio. Quizás me avise luego...Mientras hablaba, intentaba justificarme. Era difícil admitir que no
Lía Me encontraba al borde de un abismo emocional, con una mezcla de deseos contradictorios que me desgarraban por dentro. Quería salir corriendo, gritar hasta quedarme sin voz, llorar hasta que mis lágrimas secaran por completo mi angustia. Pero no podía. No aún. Las palabras del médico seguían resonando en mi cabeza, como un eco persistente que no me dejaba en paz. Una masa acumulada en mi cerebro, había dicho. Necesitaba hacerme más exámenes para determinar su naturaleza. Pero el solo hecho de saber que algo extraño crecía dentro de mí ya era suficiente para sumirme en el caos. Cerré los ojos, intentando calmar mi respiración. No entendía cómo había llegado a este punto. Tal vez era el resultado de tantos años trabajando sin descanso, con el estrés acumulándose como una tormenta silenciosa. Y de no ser por aquel golpe que sufrí meses atrás, probablemente habría seguido ignorando las señales de mi cuerpo. Fue entonces cuando el dolor comenzó, un dolor que ya no podía ignorar y qu
LíaMe quedé de piedra, procesando todavía lo que había escuchado. La posibilidad de que estuviera embarazada me parecía imposible, y más aún si estaba enferma. Era una idea absurda, pero no podía evitar que rondara en mi cabeza. Sin embargo, no tenía ningún síntoma de embarazo. Solté un largo suspiro, tratando de despejar mi mente, y esbocé una sonrisa amplia. No quería preocupar a la madre de Arthur, quien me observaba con una mirada inquisitiva. Le dije que solo era estrés acumulado por mi trabajo con los libros, y ella pareció entender. Después de terminar el desayuno, subí con las niñas. Pasamos un rato relajadas: tomaron un jugo mientras yo les enseñaba los colores, el abecedario, y les expliqué la diferencia entre letras mayúsculas y minúsculas. Me encantaba enseñarles; ver sus caritas iluminadas por la curiosidad me llenaba el corazón. Estábamos terminando cuando mi teléfono sonó. Era Arthur. —¿Cómo estás, amor? —me preguntó con su voz cálida. —Bien, aquí con las niñas
ArthurAl recibir la llamada de mi madre, sentí un nudo en el estómago. Apenas pude procesar lo que decía antes de ordenar a Miguel que me llevara a la mansión. ¿Cómo era posible que Nadia, volvieran aparecer. Y peor aún, ¿con qué propósito? Sus palabras resonaban en mi cabeza: “Estoy enferma”. Pero no podía simplemente tomar eso como verdad sin averiguarlo por mí mismo. Qué debería de hacer, mamá me dijo que sí esta enferma, pero eso aún no convence.Después de media hora de trayecto, llegamos. No esperé a que Miguel abriera la puerta; salí apresuradamente. Mi corazón martillaba en mi pecho. Entré al salón y ahí estaban: mi madre, mi padre… y Nadia. Ella lloraba, abrazándose las rodillas, con el rostro visiblemente afectado. Me acerqué molesto, con ganas de echarla, pero debía escucharla como me lo pidió mi madre.—Buenas tardes —dije, con un tono cortante—. ¿Qué haces aquí, Nadia? ¿Ahora vienes con la misma historia de que estás enferma?Mi madre intentó intervenir, pero Nadia levan
Nadia.Mi móvil sonó, mostrando un número desconocido. Sin duda era Arthur. Respiré profundo, preparándome para el papel que debía interpretar. Respondí con la voz disfrazada de fragilidad, como si estuviera gravemente enferma.—Aló, diga.—Soy Arthur —dijo sin rodeos—. Te espero mañana en la mansión. Puedes venir a pasar el tiempo que te queda con las niñas. Los meses que... te restan de vida.Contuve una carcajada que amenazaba con escapar.—Gracias, Arthur, por todo. Espero no ser demasiada carga para ti —respondí con una dulzura que sabía que tocaría su fibra más vulnerable.Escuché su suspiro al otro lado de la línea antes de que hablara nuevamente.—No lo serás. Te veo mañana. Buenas noches.Al colgar, cubrí mi boca con ambas manos, sofocando un grito de alegría. Apenas pude contenerme antes de estallar en carcajadas. Al girar, Enzo, mi cuñado, me miraba divertido desde la cama, sosteniendo dos copas de vino.—¡Lo logramos! —grité mientras brindábamos.Habíamos hecho el amor var