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La Jefa
La Jefa
Por: Hernando J. Mendoza
Prefacio: El timbre

La preciosa mujer, de aspecto divino, se encontraba en su glamuroso despacho ejecutivo. El paisaje soleado de la ciudad, se veía a su espalda, en las grandes ventanas del rascacielos administrativo. Estaba sentada en su cómoda silla de oficina, frente a su alargado escritorio de madera pulida de tono ébano. Era la CEO y dueña de su propia empresa, siendo la accionista mayoritaria de la misma. Hestia Haller era hija primera de una familia distinguida y adinerada, de raíces francesas y alemanas; pero había construido su corporación financiera de inversiones, con sudor, trabajo y una diestra habilidad para las matemáticas y la psicología, porque le gustaba el dinero y ser capaz de influenciar en las demás personas, sin que ellos se dieran cuenta de que estaban siendo manipulados. Era rebelde y le gustaba ser libre, por eso se había apartado del dominio de sus padres. Siendo así, considerada la oveja negra, por no acatar órdenes de nadie. Pero sus ascendientes no se preocuparon por eso, porque habían quedado con su inmaculada y detestable hermana menor; su archienemiga, ya que era la niña perfecta, pura, inteligente y obediente ante los ojos la sociedad; esa que hacía todo lo que ellos quisieran y la que anteponía la comodidad y la felicidad de las otras personas, por encima de la de suya. Sabía que era una farsa de parte su consanguínea idéntica. Conocía al monstruo detrás de esa fachada. Mas, no estaba para martirizarse por ella en estos momentos de su vida. Había sido suficiente con soportarla durante su niñez y su adolescencia, para hacerlo también ahora que estaban en lados opuestos del mundo.

Las hermosas facciones de su rostro eran inexpresivas, como aburrida. En los últimos años, su rutina era la misma y su vida se había vuelto monótona. Aunque, en el pasado, había estado emparejada con un par de hombres que habían sido sus amantes. No obstante, con ninguno llegó a formalizar una relación y tampoco duró más de un mes; solo hizo una vez con ellos; sin llegar a repetir, porque no habían logrado hacerla sentir. Así que, con aquellos sujetos no había ocurrido la gran cosa, pues le gustaba ser libre, y ellos no habían encendido la llama del amor en su corazón; sí era que, tenía un órgano latiéndole en el pecho, porque jamás había llegado a sentir nada, ni siquiera alguna emoción de apego por sus mayores, o de fraternidad, por su despreciable pariente. Era independiente, sagaz, segura de sí misma y, sobre todo, le fascinaba delirar ante la frenética sensación del orgasmo. Sí, le encantaba el concúbito y masturbarse en casi cualquier momento o lugar. De esa manera podía apaciguar la libido que había crecido a lo largo del tiempo, al no contar con una intervención masculina que, fuera capaz de dominarla y de llenarla en su entrepierna, con esa erguida y firme virtud de las que eran poseedores; eso era lo único interesante que tenían para ofrecerle. Sin embargo, su adicción era experimentar el clímax, por lo que no iba acostándose con cualquiera que se la colocara al frente. Era ninfómana, más no promiscua, fácil o una zorra, a la que todos pudieran tener. Podía hacerlo hasta cien veces con el mismo. Conocía su valor, su fortuna y su distinción en la escala social, por lo que se consideraba un rubí, ubicado en la cima de un gigante rascacielos. Sí, alguien quería meter su juguetito dentro de ella, debía ser digno de poder hacerlo. Suficiente había tenido con la mala experiencia con sus olvidados amantes, que se habían jactado de ser buenos en la cama, pero era más lo que habían dicho, que lo que en realidad hicieron, debido a que, ni habían podido satisfacerla o hacerla sentir de verdad una mujer. Era, por eso, que había estado sin un compañero de sábanas. ¿Desde hace cuándo? Ya ni siquiera lo recordaba, porque no los había necesitado, hasta la fecha. Así que, había que tenido que hacerlo por su propia mano, y para ello, había comprado gran parafernalia para autocomplacerse; hasta había creado una habitación púrpura, donde podía hacerlo sin contenerse y sin pudor alguno. Era partidaria de la idea, de que las mujeres también podían tener un sitio, para liberar sus bajos y lascivos instintos, porque ellas también tenían ataques de lujuria, en la que debían apagar esa intensa flama en sus zonas privadas. Y, eran mucho mejor que la de los varones, porque eran multiorgásmicas.Hestia bostezó con disgusto; debía distraerse lo antes posible, o se volvería loca. No pasaba nada interés. Deseaba que ocurriera o que apareciera alguien, con el que pudiera liberar toda la libido que tenía retenido en su cuerpo y en su alma, y que necesitaba salir, como un impetuoso tsunami, que la hiciera estremecer del delirante placer. Ya los objetos, no eran suficientes para complacerla. Había estado usándolos por año, pero ya había agotada su momento cumbre del gozo, que podían proporcionarle a su necesidad primordial. Alzó su cara, mirando a través de los lentes antirreflectores de sus gafas, que se tornaron de violeta. Sus hipnotizantes ojos verdes, como una esmeralda brillante, se hicieron notar. Vestía un traje de sastre de encaje con falda de color negro, sin blusa por dentro, por lo que sus grandes pechos, se mostraban en la parte superior, siendo protegidos por un incitador sujetador oscuro. Ambas piernas las tenía tapadas por medias pantalón, que estaban unidas por tirantes a su braga. Su cabello ondulado, corto, era rojo como el granate; le llegaba hasta por encima de los hombros, y era, como un fuego escarlata en una antorcha, que combina a la perfección con su piel caucásica. Sus cejas sacadas eran de un matiz oscuro, como la del vino, y sus pestañas eran redondas y espesas. Se giró en su puesto y movió la llave, para abrir uno de los puestos de los cajones, de donde tomó un diminuto artefacto de forma de huevo, que era morado. Entonces, el timbre de su teléfono sonó con escándalo y se asustó con disimulo ante al asombro inesperado que la había tomado desprevenida. Cerca de hora era el momento en que saciaba sus bajos instintos en la privacidad de su oficina.

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