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2. La incertidumbre

Hestia miró con desagrado la partida de su secretaria. Sus sentidos estaban concentrados en otro asunto, pero las expresiones que había realizado Lacey, parecían forzadas y falsas. Pero no iba a perder el tiempo con ella. Agarró el control, que había debajo de los portafolios, y se levantó de su silla, con el sobre de invitación morado en sus manos. Primero, atrancó la entrada a su oficina con llave y se dirigió al bote de basura. Allí hundió el pedal, con la punta de su zapato, alzando la tapa de la caneca. Arrojó el paquete, sin pizca de remordimiento.

Al concluir su hora de trabajo, marchó a las afueras de las instalaciones del imperioso rascacielos de corporaciones Haller. Su dúo de guardaespaldas y su chofer la esperaban fuera del carro, con sus cabezas gachas, a pesar de que eran más altos que ella, se postraban ante su majestuosa presencia. El conductor le abrió la puerta trasera del vehículo, como una reina que iba a embarcar su carruaje real.

La inevitable noche hacía alarde en el firmamento, exhibiendo su tranquila oscuridad. Abrazaba a una parte del planeta, mientras que otro lado estaba amaneciendo. Eso era una de las grandes encantos de la vida, el paso imparable del tiempo, en el que se atestiguaba a través del sol y la luna.

Hestia miraba los demás vehículos por la ventana, con su rostro inexpresivo. Llegó a un imperioso rascacielos y subió por el ascensor a su suite de lujo. Entonces disfrutó de una ligera cena de ensalada y frutas, en tanto les había ordenado a sus camareras personales, que le prepararan la bañera con espumas. La inevitable noche hacía alarde en el cielo de su tranquila oscuridad. Se hallaba en su grandiosa habitación en soledad, pero glamurosa. Aflojó el cierre de su falda y la dejó caer al piso. Luego se despojó de su saco con lentitud. Ahora mostraba con su ropa interior de encaje negro y su artística silueta. Su figura voluptuosa y envidiable, podría encantar a hombres y mujeres por igual. Su abdomen plano, estaba definido de manera atlética, debido a que era amante del gimnasio. Se retiró las medias que le tapaban las piernas. Se limpió el maquillaje en su hermoso rostro y se puso ropa deportiva. En sus orejas había colocado unos audífonos, mientras escuchaba música relajante. Encendió la caminadora eléctrica e inicio a correr de forma lenta, para luego ir aumentándola. El sudor había mojado sus prendas, en tanto le bajaba por la frente y por el vientre. Destapó su termo y tomó agua, para calmar su sed y refrescar su garganta reseca. Abrió el sobre de una chocolatina y también se la comió; le fascinaba el chocolate. Esperó a reposarse, en el balcón, mientras observaba el iluminado panorama; ellos estaban allá debajo y ella en la cima del mundo, mirándolos desde el último novel de un gigante edificio, similar a una deidad griega en el monte Olimpo, viendo la tierra de los mortales. Después de algunos minutos, entró a su cuarto de baño. Había agarrado una botella de vino y una copa de cristal. Se introdujo con levedad a la bañera de espuma, y se sirvió un poco del gustoso elixir, que era una auténtica ambrosía de diosas, digna de su magnificencia. Movió el vaso, como una excelente catadora, y consumió del líquido escarlata, empapando su sus carnosos labios. Extendió su brazo, para colocar la copa sobre una mesita de madera, que estaba cubierta por una servilleta de tela blanca. Al tener su cara levantada, miraba hacia el techo. Había silencio, tranquilidad y armonía; era todo lo que no le gustaba, porque era amante de la fiesta, el desorden y sesiones intensas de fornicación.

—Je m'ennuie —susurró en un refinado francés, para ella misma. Cerró los ojos y se sumergió por completo en la espuma. Había comentado su aburrimiento, con el estado actual de su vida; necesitaba que pasara una tormenta y la hiciera volar por las alturas, y transportarla a otra realidad, como a Dorothy Gale de: El maravillo mago de Oz.

Al día siguiente, en la hora del almuerzo, el sol resplandeció con vehemencia y sofocaba a los transeúntes de la ciudad.

Hestia se bajó de su auto, luego de que su chofer la abriera la puerta. Uno de sus dos escoltas, que venía otro vehículo detrás de ella, la acompañaba, para hacer guardia. Llevaba puestas, gafas y un abrigo oscuro, que complementaba su atuendo. Frente a ella se levantaba un imponente y costoso restaurante de cinco estrellas, al que asistía de vez en cuando, y al que le gustaba asistir, manteniéndolo en secreto, para descansar de todo ese mundo que la rodeaba en la oficina. Pero, de igual manera, para deleitarse con auténticos manjares, ya que era uno los más caros, y nada más los más privilegiados eran los que podían acceder a él. Aunque a veces realizaban promociones y descuentos, para aquellos que quisieran disfrutar del servicio. Justo, hoy un evento de rebaja. Se dirigió a su mesa, a la cual ya había apartado con exclusividad en la zona VIP, alejado de todos los demás clientes; le encantaba el ruido, pero en fiestas, no cuando iba a comer o quería relajarse por cuenta propia, porque en esos casos, si le fastidiaba la presencia de otros y el escándalo. Al terminar su plato fuerte, se limpió la boca con clase y elegancia. Se puso de pie y agarró su bolso de mano, para ir al tocador. Avanzaba con normalidad, pero un sorpresivo choque con un cliente distraído, la hizo soltar su cartera. Tensó la mandíbula, por lo que había sucedido. Su guardaespaldas dio un paso hacia delante, para intervenir en la situación, pero le hizo una señal, para que se quedara donde estaba. Ni siquiera tenía ganas de ver a despistados, siendo sometidos por uno de los integrantes de su seguridad.

—Lo siento —dijo con apuro el hombre. Se agachó a recoger el bolso, y al levantarse, quedó pasmado con le increíble belleza de la mujer que estaba frente a él. Era como si fuera quedado hipnotizada, solo al verla.

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