CAPÍTULO 50

El aire en la habitación se sentía pesado, denso, como si las paredes estuvieran absorbiendo mi desesperación y devolviéndola amplificada. Frente a mí, sobre la mesa, se apilaban los diarios de la madre de Dámaso, las hojas amarillentas llenas de palabras que parecían un rompecabezas imposible de resolver.

Llevábamos dos días buscando en el bosque, siguiendo el liderazgo de Alaric, pero era como perseguir sombras. No podíamos darnos el lujo de perder más tiempo. Igor estaba en peligro. Mi hijo estaba en peligro.

Mis manos temblaban mientras pasaba las páginas, los ojos recorriendo líneas escritas con una caligrafía fina y prolija, pero mi mente apenas retenía las palabras. "Tiene que estar aquí", me repetía una y otra vez, como si la insistencia pudiera invocar la respuesta.

Atenea era astuta, siempre un paso adelante, pero si había algo que sabía de esa maldita hechicera, era que su ego no le permitía dejar las cosas al azar. Tenía que haber dejado algo, algún rastro.

De pronto, mi
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