Capitulo 2

 CÁNCER DE HÍGADO 😔

Aitiana.

Salí del elevador y no pude evitar soltar una exhalación larga y cargada. Hoy no tenía idea de qué me esperaba, pero estaba segura de que nada bueno. Caminé hasta el escritorio de la secretaria, intentando parecer tranquila, aunque mi interior era un desastre.

—¿Puedo pasar al despacho del señor Eros? —pregunté, con la voz más firme que pude reunir. 

Ella levantó la mirada, arqueó las cejas, y con un gesto rápido me indicó que sí. Claro que podía pasar, después de todo, era su asistente personal, ¿no? 

—Gracias—, murmuré antes de empujar la puerta. Apenas crucé el umbral, lo vi. Estaba molesto, más que molesto, furioso. Golpeaba el escritorio con un lapicero, y su ceño fruncido dejaba claro que ese no era un buen día para errores. Tragué saliva y saludé.

—Buenos días, señor Eros. 

—Buenos días, señorita. Por favor, empiece a hablar, desembuche ya. —Su tono era seco, cortante.

—Sí, señor. Por favor, discúlpeme. Lo que pasa es que… —tragué saliva— tuve un problema. Tenia que cambiarme de vivienda, y mi hermanita… Usted sabe, su condición de discapacidad. No podía dejarla sola, y eso me retrasó…

Él me interrumpió bruscamente.

—¿Y ahora dónde está tu hermana? —preguntó, sin levantar la mirada del escritorio.

—En casa, como siempre… sola. No tengo quién la cuide, señor.

Dejó caer el lapicero, cruzó los brazos y me miró directamente. Su mirada era un cuchillo que cortaba toda mi dignidad.

—Debes tener mucho cuidado con lo que haces, Aitiana. Empiezo a pensar que no estás capacitada para este trabajo.

—¿A qué se refiere, señor? —pregunté, intentando mantener la calma. 

—Me has fallado tres veces. Y en una reunión importante, nada menos. No basta con ser una mujer inteligente o buena en otros campos como enfermería o farmacia. Aquí se necesita compromiso, y tú no lo tienes. 

Sentí que me temblaban las piernas. No podía perder este trabajo, no ahora.

—Se lo suplico, señor. Por favor, no me despida. Prometo que haré todo lo que usted quiera. Necesito el dinero, mi hermana necesita sus tratamientos. 

—¿Todo lo que yo quiera? —preguntó, levantando una ceja.

—Sí, señor. Haré todo. Lo que sea necesario.

Él tomó un folder de su escritorio y lo empujó hacia mí.

—Ya está lista tu carta de renuncia. Puedes firmarla y llevarte el pago de los meses trabajados.

—No, por favor, no. —Sentí cómo las lágrimas amenazaban con salir, pero me obligué a mantenerme firme—. No puedo irme. Por favor, se lo suplico.

El señor Eros se recostó en su silla, evaluándome como si estuviera decidiendo mi destino en ese momento.

—Está bien. Pero tendrás que hacer algo por mí. —Sacó unos papeles más del folder y los dejó frente a mí—. Quiero que firmes esto.

—¿De qué se trata? —pregunté, con la voz temblorosa.

—Firma. Es un contrato de confidencialidad. Solo asegúrate de cumplir con lo que diga.

—¿Es algo peligroso? —murmuré.

—No soy un asesino, tranquila. Solo hazlo.

Tomé el bolígrafo con manos temblorosas y firmé. Apenas leí las primeras líneas, pero no tenía elección. Necesitaba este empleo más que nunca.

—Muy bien. Ahora ponte a trabajar— Replico extendiendome unos documentos —Necesito las cifras de los productos en las estadísticas antes del final del día. 

—Sí, señor. —Tomé los papeles y me levanté rápidamente.

Al salir de su oficina, solté un suspiro profundo, una mezcla de alivio y miedo. Me recargué un momento contra la pared del pasillo. No podía darme el lujo de fallar otra vez. Necesitaba ese dinero para que mi hermanita pudiera comer, para pagar sus tratamientos. Fuera lo que fuera que  él señor Eros quisiera de mí, no tenía opción.

El día había comenzado como cualquier otro, con la rutina monótona y las preocupaciones constantes que me acompañaban desde que Claudia, mi hermana pequeña, había quedado bajo mi cuidado. Mi jornada laboral en la farmacéutica siempre terminaba con la entrega de estadísticas y el conteo del inventario, un trabajo meticuloso pero mecánico. Cuando puse mi huella para registrar mi salida, sentí un leve alivio al saber que había cumplido con todo, pero ese alivio siempre se mezclaba con la preocupación por Claudia.  

Subí al taxi apresurada, intentando no perder tiempo. Durante el trayecto, revisé mi teléfono en busca de algún mensaje de mi hermana, pero no había nada. Eso me ponía nerviosa. Claudia me solía llamar, siempre ya que quedaba la inquietud: ¿había comido? ¿estaba bien?  

Al llegar a la vivienda, saludé a los inquilinos del primer piso, quienes me respondieron amablemente. Subí las escaleras mientras mi mente repasaba lo que podría preparar para la cena. Al abrir la puerta, noté que Claudia estaba sobre la cama. Parecía dormida. Me acerqué y comprobé que estaba respirando tranquila. Suspiré aliviada. Entré al baño rápidamente; tenía tantas ganas de orinar que apenas si podía concentrarme en otra cosa. Mientras el agua fría corría por mis manos al lavarme, pensé en lo que cocinaría.  

De pronto, un gemido de dolor rompió el silencio. Salí corriendo del baño. Claudia estaba en la cama, sudando, con el rostro pálido y retorciéndose.  

—¿Qué tienes, Claudia? —pregunté con voz temblorosa mientras me acercaba.

  

—Me duele la pancita, hermanita... mucho... no aguanto más —murmuró entre gemidos.  

Mi corazón se aceleró. Tomé mi bolso, mi teléfono y las llaves con manos temblorosas. La cargué en mis brazos, ignorando mi propio cansancio. Claudia estaba liviana, demasiado liviana para una niña de su edad, y eso solo aumentó mi preocupación.  

El taxista, aunque al principio mostró algo de molestia por la urgencia, aceleró cuando le expliqué la situación. Claudia empezó a sudar más, su rostro se contrajo aún más de dolor, y entonces vomitó.  

—¡Por favor, rápido! —le supliqué al conductor.  

Llegamos al hospital y corrí hacia la sala de emergencias, gritando por ayuda. Dos médicos vinieron y tomaron a mi hermana. Apenas pude explicarle a uno de ellos lo que había ocurrido mientras era llevada a una camilla.  

—¿Ha presentado estos síntomas antes? —preguntó el doctor.  

—No, solo tiene un problema renal —respondí con la poca calma que me quedaba.  

El médico me lanzó una mirada extraña antes de decir:  

—Vamos a hacer algunos exámenes. Espere en la sala.  

Las horas en la sala de espera fueron eternas. Intenté distraerme repasando mentalmente mi trabajo, pero los gemidos de mi hermana seguían resonando en mi cabeza. Finalmente, el médico salió con unos papeles en la mano. 

—Señorita, ¿podemos hablar?  

Entré a su consultorio, mi corazón latiendo con fuerza.  

—¿Sabía usted que su hermana tiene cáncer de hígado?  

Las palabras me golpearon como una bofetada. Negué con la cabeza, incapaz de hablar.  

—Aquí están los resultados preliminares. No es un problema renal como usted pensaba. Lo siento mucho. Necesitamos hacer más estudios para determinar la etapa del cáncer. De esa manera debería proceder con el tratamiento, lamentablemente aquí no se hace esos exámenes, le daré una orden para que lo haga en un hospital privado.

—Está bien doctor — Fue lo único que se me escapó de la boca.

Mis lágrimas comenzaron a caer sin control. Era imposible. Claudia era tan pequeña. Apenas una niña. Salí tambaleándome hacia la habitación donde la habían dejado descansar tras estabilizarla. La abracé, tratando de contener el llanto para no preocuparla.  

Al llegar a la vivienda mientras ella comía cereal y tostadas, no podía apartar la vista de su frágil figura. Cada vez que la miraba, sentía cómo mi corazón se rompía en pedazos. ¿Cómo podía ser esto real? Entre al baño y deje caer mis lágrimas que estaba aguantando en todo el camino.

Al día siguiente, con los ojos hinchados de tanto llorar, intenté mantenerme fuerte por ella. Le preparé el desayuno y le di instrucciones sobre las pastillas que debía tomar. 

—No le abras la puerta a nadie y no salgas. Llámame si necesitas algo, ¿de acuerdo?

  

—Sí, hermanita, no te preocupes —respondió con una sonrisa que me hizo querer llorar otra vez.  

—Bien, recuerda las hora en que debes tomar las pastillas.

—Sí Aiti, no te preocupes, vete ya es tarde. —Moví la cabeza asintiendo, le di un beso en al mejilla y salí del pequeño cuarto.

Llegué al trabajo puntual, aunque sentía que mi mente estaba en otro lugar. Entré en la oficina de mi jefe, quien estaba acompañado de una mujer desconocida.  

—Buenos días, señorita Aitana —me saludó con una formalidad inusual. 

—Buenos días. Estoy lista para ir a la bodega del tercer piso.  

El jefe se inclinó hacia mí con una expresión seria. 

—Hoy no haras nada de eso. Quiero que este sábado hagas algo muy importante. Recuerda que ayer firmaste un acuerdo para cumplir con ciertas tareas adicionales, ¿verdad?  

Asentí, aunque no lei exactamente que decía ese documento. Entonces, me entregó un papel. Mientras lo leía, sentí que el suelo desaparecía bajo mis pies. Lo que decía ese documento era algo que jamás habría imaginado.

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