La Cautiva Embarazada del CEO.
La Cautiva Embarazada del CEO.
Por: Salyspears
Capitulo 1

DESILUSIONADA 🤦‍♂️ 

Aitiana. 

—¡Eres una aburrida, ya me hartaste! — Gritó Marcos a un metro de mi rostro. Esta mañana había venido muy contento, quería lo atendiera y sobre todo acostarse conmigo, sin embargo yo no está lista aún.

—¡¿Estás loco que te sucede?!— Replique cansada, él me sujetó del brazo con fuerzas, luego me empujó contra la pared.

Apreté los puños intentando contener el torbellino de emociones que Marcos acababa de desatar en mí. ¿Cómo era posible que tuviera la desfachatez de pararse frente a mí y decirme esas cosas? Un años de relación, un años de intentarlo todo para complacerlo, y ahora me venía con esto.  

—Estoy harto, Aitiana —vociferó él, cruzándose de brazos como si tuviera algún derecho a estar molesto—. Siempre con lo mismo: "Soy virgen, no puedo perder mi virginidad". ¿Para qué iba a seguir esperando? Llevo más del año siendo tu novio, solo de besitos y abrazos. Ni siquiera me dejas tocarte. ¡Estás loca si crees que te seguiré esperando!  

Sus palabras eran dagas que atravesaban mi pecho. Sentí las lágrimas acumularse en mis ojos, pero no iba a darle el gusto de verme llorar.  

—¿Qué acabas de decir? —pregunté, mi voz temblorosa, más de rabia que de dolor.  

—Incluso Lourdes es mejor que tú —soltó con una sonrisa cínica.  

La incredulidad me golpeó como una ola fría. Lourdes. Mi compañera de cuarto, mi "amiga".  

—¿A qué te refieres? ¿Qué estoy escuchando, Marcos?  

—Estoy cansado —dijo, alzando la voz—. Siempre es lo mismo contigo: del trabajo a la casa, siempre preocupada por tu hermana. Déjala descansar, Aitiana. Eres una mujer insípida, y ya no quiero seguir pendiente de ti.  

Fue demasiado. Todo lo que había guardado, todo lo que me había tragado durante estos años, explotó de golpe.  

—Entonces lárgate de mi vida de una vez.  

Él sonrió con esa burla que tanto odiaba.  

—Sí, me voy a largar. Aunque, ¿cómo puedes vivir con Lourdes después de que me acosté con ella?  

La bomba estalló, y mi cuerpo tembló de la furia contenida. Lourdes salió de su habitación justo en ese momento, como si hubiera estado esperando su gran entrada.  

—Lo siento mucho, Aitiana, pero tu novio buscó lo que tú nunca le diste —comentó, con una sonrisa petulante que me hizo hervir la sangre.  

Apreté los puños, imaginando por un momento cómo sería arrancarle ese cabello perfectamente alisado.  

—Eres una zorra —le dije, mi voz gélida—. Una zorra y una traidora.  

Lourdes no se inmutó.  

—Creo que es hora de que te vayas. Marcos y yo necesitamos el lugar para nosotros.  

—No te preocupes —respondí con todo el desprecio que pude reunir—. Me iré en cuanto encuentre un lugar para quedarme.  

Ella se encogió de hombros.  

—Perfecto. Mientras tanto, no te sorprendas si escuchas ruidos por la noche.  

No respondí. No iba a rebajarme más. Entré a mi habitación y vi a mi hermanita, que descansaba en la cama. Al verme, intentó levantarse.  

—No te preocupes, cariño —dije, arrodillándome a su lado y acariciando su cabello—. Todo estará bien.  

—¿Por qué estabas discutiendo? —preguntó con su vocecita débil.  

Le sonreí, ocultando mi tormenta interna, y le di un beso en la frente.  

—No importa, mi amor. Ahora ponte tus zapatitos. Vamos a empacar.  

Mi hermanita asintió, obediente, mientras yo comenzaba a guardar nuestras pocas pertenencias en una maleta vieja. Las lágrimas resbalaban por mis mejillas, pero me las limpiaba rápido, sin dejar que ella las viera. No merecía cargar con mis problemas, bastante tenía con los suyos.  

Cuando terminé de empacar, salimos del cuarto. De reojo vi a Lourdes y a Marcos besándose en el sofá, como si nada. Dejé las llaves en la mesa sin mirarlos. Mi dignidad no iba a morir ahí.  

Bajé las escaleras con mi hermana a mi lado, cargando las maletas como pude. Cuando llegamos al pie del edificio, pedí un taxi. Mientras esperábamos, volví a subir las escaleras para cargar a mi hermanita. Su cuerpo era frágil y liviano, pero cada paso se sentía como una losa en mi alma.  

Ella tenía nueve años, pero su enfermedad la hacía parecer más pequeña, más vulnerable. Problemas renales, habían dicho los médicos, pero yo no tenía el dinero para seguir con el tratamiento. Había hecho lo que podía, trabajando sin descanso, pero siempre era insuficiente.  

El taxi llegó, y di la dirección del único lugar al que podía recurrir: una pequeña vivienda en alquiler donde habíamos vivido hace un año. Mientras el taxi arrancaba, marqué el número de la señora Catalina, la dueña de la vivienda. 

—Aitiana, hace tiempo que no sé de ti —respondió con voz firme—. ¿Qué necesitas?  

—¿Está disponible el cuarto donde vivíamos mi hermana y yo? —pregunté, apretando los puños.  

—Está disponible, pero ahora cuesta el doble.  

Cerré los ojos con fuerza, sintiendo que el mundo se cerraba sobre mí.  

—Está bien. Llegaré en quince minutos.  

—Perfecto —respondió, sin rastro de compasión en su voz.  

Colgué y me hundí en el asiento del taxi, mirando a mi hermanita. Ella me sonrió, ajena a todo lo que pasaba.  

"Todo estará bien", me repetí a mí misma. Pero por dentro sentía que el mundo se desmoronaba. No podía quedarme ahí. No podía dejar que Marcos y Lourdes me quitaran la poca dignidad que me quedaba.  

***

Cuando llegamos a la vivienda, solté un suspiro profundo y bajé las maletas del taxi luego le pague la tarifa. Dejé las maletas a un lado y cargué a mi hermanita en mis brazos hasta entrar a la casa. La señora Catalina nos recibió en la puerta con una expresión severa. Me extendió la llave y, sin más preámbulos, comentó:  

—No la limpié. Creo que hay una escoba por ahí y algo de detergente.  

—Gracias, Catalina.  

—Bienvenida. Espero que me des el pago completo porque no voy a aceptar pagos en partes —añadió con firmeza.  

—No se preocupe —respondí, intentando sonar más segura de lo que me sentía.  

Subimos con dificultad, y le pedí a mi hermanita que esperara en el pasillo mientras bajaba a buscar la otra maleta. Finalmente abrí la puerta de la habitación que habíamos alquilado. Un estornudo me sorprendió apenas entré; el lugar estaba cubierto de polvo y lleno de suciedad. No tenía más opción. Esto o nada.  

Dejé las maletas a un lado, resignada a limpiar más tarde, cuando mi teléfono empezó a sonar de forma estridente. Al mirar la pantalla, apreté los dientes al reconocer el número. Era mi jefe, el señor Devereaux. Respondí con el corazón acelerado, temiendo lo que vendría.  

—Señor Devereaux, discúlpeme... —comencé, pero me interrumpió con su tono áspero.  

—¿¡Qué pasó esta vez, señorita Aitiana? La estoy esperando. La reunión está a punto de comenzar. Son más de las nueve de la mañana. ¿Otra vez piensa faltar al trabajo!? —gritó furioso.  

—Señor, lo siento mucho. Me pasó algo horrible y...  

—¿Y de nuevo es por tu hermana? —me interrumpió, su irritación evidente.  

—Sí, señor. Por favor, le pido el día libre. Le prometo recompensarlo. Haré lo que usted me pida.  

—Siempre es lo mismo contigo. ¡Tres tardanzas! Tres días que no vienes al trabajo. Esta es la última vez que tolero esto. Mañana hablaremos y pondremos las cosas claras. Si no cambias, será tu última oportunidad. Buen día —sentenció antes de colgar.  

Me quedé allí, sosteniendo el teléfono con la mano temblorosa. Las lágrimas comenzaron a correr por mis mejillas sin que pudiera evitarlo. ¿Qué haría si perdía mi empleo? Sin trabajo, no tendría forma de mantenernos.  

—Hermana Aiti ¿estás bien? —preguntó con su vocecita débil.

—Sí, mi amor. No te preocupes.

—Tengo mucha hambre — mencionó ella con dulzura.  

—Está bien, mi vida. Solo déjame organizar esto y enseguida te consigo algo de comer.  

Miré alrededor, sintiendo la presión de todo lo que estaba pasando. Con el poco dinero que me quedaba, tendría que buscar cómo llenar la despensa. Maldije en voz baja, ahogándome en la desesperación.  

¿Por qué la vida tenía que ser tan dura? Nuestra madre nos había abandonado por un hombre, dejándonos a nuestra suerte. Y desde entonces, parecía que la vida no hacía más que castigarnos, como si hubiéramos hecho algo terrible sin saber qué.  

Respiré hondo, limpiándome las lágrimas. No podía rendirme. Mi hermana dependía de mí, y por ella haría lo que fuera necesario.

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