CAPITULO 4- UNA NUEVA VIDA.

CAPITULO 4- UNA NUEVA VIDA.

Grace se miraba en el espejo, el vestido blanco cayendo sobre su cuerpo como una prisión de seda. Las lágrimas corrían silenciosas por sus mejillas.

—No puedo hacerlo, señora Dubois —dijo, con la voz rota, sin apartar la mirada de su reflejo—. No puedo casarme con él.

El ama de llaves, que había estado ajustando el velo, se detuvo y la miró con preocupación. Grace apretó los labios, tratando de contener el torrente de emociones que amenazaba con desbordarla. El hombre con el que su padre la había comprometido era casi tres décadas mayor que ella, un comerciante rico que había prometido invertir una fortuna en los negocios de William a cambio de la unión. Para su padre, era un trato perfecto, una transacción fría y calculada. Para Grace, era una sentencia.

—Es un monstruo... —murmuró, bajando la mirada al suelo—. Pero no le importa. Nada le importa... ni siquiera mis bebés.

Sus manos se deslizaron hacia su vientre, ahora plano, y lo acarició con una ternura desgarradora. Cerró los ojos y dejó que las lágrimas cayeran libremente, recordando lo que había perdido. Había soñado con ellos, con sus risas, con sus pequeñas manos aferrándose a las suyas. Aunque su padre nunca los quiso, aunque los consideró un estorbo desde el principio, ella los amaba. Los iba a amar con toda su vida, con todo su ser. Y ahora, estaban muertos, enterrados en una tumba cualquiera, como si no hubieran significado nada.

—Dijo que no merecían estar en la bóveda familiar —susurró, con la voz cargada de rabia y dolor—. ¡Eran sus nietos! ¡Eran mis hijos! ¿Cómo pudo ser tan cruel?

Apretó los puños, sintiendo cómo la ira se mezclaba con su tristeza, formando un nudo insoportable en su pecho. Miró su reflejo nuevamente, pero esta vez no vio a una novia. Vio a una mujer rota, atrapada en un destino que no había elegido.

El ama de llaves, que había permanecido en silencio, la miro con compasión. Había conocido a la madre de Grace, una mujer hermosa y vivaz que había sido destruida lentamente por el mismo hombre que ahora estaba destrozando a su hija. 

Finalmente, respiró hondo y se giró hacia Grace.

—Señorita —dijo, su voz firme pero suave—, yo la ayudaré.

Grace parpadeó, confundida, como si no hubiera escuchado bien.

—¿Q-qué? —balbuceó, mirándola con incredulidad.

El ama de llaves dio un paso más cerca, tomando las manos de Grace entre las suyas.

—Yo la ayudaré a escapar —afirmó, con una convicción que no admitía dudas. ―Usted no se va a casar. Usted empezara una nueva vida.

En el altar, los invitados murmuraban entre sí mientras el novio esperaba, con una expresión endurecida que parecía esculpida en piedra. Su porte era imponente, su traje oscuro impecable, pero sus ojos, fríos y calculadores, reflejaban impaciencia. Cada segundo que pasaba sin que la novia apareciera lo hacía apretar los puños, sus nudillos blanqueando bajo la piel.

Cuando finalmente vio a William aparecer solo, sin rastro de Grace, su mandíbula se tensó como si estuviera conteniendo una tormenta. Sin pensarlo dos veces, bajó del altar con pasos firmes, su sola presencia haciendo que los murmullos cesaran. Se detuvo frente al hombre que debía convertirse en su suegro y sus ojos lo perforaron con una furia contenida.

—¿Dónde está mi novia? —exigió.

William tragó saliva, sus manos temblando ligeramente mientras intentaba mantener la compostura. Ni en mil años pensó que esto pasaría y no estaba preparado para enfrentarlo.

—E-ella... aparecerá —balbuceó, tratando de ganar tiempo—. Le aseguro que...

El hombre no dejó que terminara. 

En un movimiento rápido y brutal, lo agarró del cuello, levantándolo ligeramente del suelo. Los invitados soltaron jadeos ahogados, pero nadie se atrevió a intervenir. La voz del hombre retumbó como un trueno, cada palabra cargada de amenaza.

—Si esto es algún tipo de juego, lo pagarás caro, William. Tú... y tu estúpida hija.

El hombre forcejeó, intentando liberar el agarre que lo asfixiaba, sus ojos llenos de pánico.

—¡No es lo que piensas! ¡Yo puedo explicarlo! —logró decir, con la voz ahogada.

Pero el hombre no estaba interesado en explicaciones. Sin soltarlo, lo lanzó hacia atrás con fuerza, haciendo que tropezara y cayera al suelo. Y antes de que pudiera levantarse, el hombre sacó su arma, una automática que brilló bajo las luces del jardín de la mansión. El silencio se volvió pesado, como si el aire hubiera sido arrancado de la sala. Sin vacilar, apuntó a William y apretó el gatillo.

El disparo resonó como un trueno, y el cuerpo de William cayó al suelo con un sonido sordo. La sangre comenzó a extenderse lentamente por el suelo, formando un charco oscuro bajo el cuerpo inerte.

El hombre guardó su arma con calma, su rostro imperturbable. Y luego se giró hacia su hombre de confianza, que estaba parado cerca, observando todo con tranquilidad.

—Encuéntrenla —ordenó, su voz fría y sin emoción—. Y tráiganla. Viva.

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