CAPITULO 3-ELLOS NACIERON MUERTOS.

CAPITULO 3-ELLOS NACIERON MUERTOS.

8 MESES DESPUES…

Las paredes parecían absorber los gritos de Grace, quien yacía en la cama de su dormitorio, retorciéndose de dolor. Su rostro estaba empapado en sudor, y sus manos se aferraban con fuerza a las sábanas mientras otra contracción la atravesaba como un rayo.

—¡Aaah! ¡No puedo más! —gritó.

A su lado, la comadrona, trabajaba con calma pero con urgencia. 

—¡Vamos, Grace! ¡Tienes que seguir pujando! —le dijo mientras le limpiaba la frente con un paño húmedo—. ¡El bebé está cerca, pero necesito que sigas empujando con todas tus fuerzas!

Grace negó con la cabeza, lágrimas ya rodando por sus mejillas. El dolor era insoportable, como si su cuerpo estuviera siendo partido en dos.

—¡No puedo! ¡No puedo hacerlo! —sollozó.

La comadrona no se detuvo. Se inclinó hacia ella y le tomó la mano con fuerza.

—¡Sí puedes! ¡Eres fuerte! ¡Vamos, Grace! ¡Por tu bebé! ¡Empuja ahora!

Ella cerró los ojos y reunió toda la energía que le quedaba. Gritó mientras empujaba, sintiendo cómo el fuego del esfuerzo recorría todo su cuerpo. La habitación parecía llenarse de tensión, como si el tiempo se hubiera detenido.

—¡Eso es, Grace! ¡Eso es! ¡Ya casi está! —exclamó la comadrona, con un brillo de esperanza en los ojos.

De repente, un llanto agudo rompió el aire. La comadrona levantó al pequeño bebé, envuelto en sangre y vida, y lo colocó rápidamente sobre un paño limpio.

—¡Es un niño! —anunció.

Grace apenas pudo abrir los ojos, agotada pero aliviada al escuchar el primer llanto de su hijo. Sin embargo, antes de que pudiera siquiera tocarlo, otro dolor desgarrador la atravesó.

—¡No! ¡Otra vez no! —gritó, llena de desesperación.

La comadrona frunció el ceño, ya anticipando lo que venía.

—¡Grace, escúchame! ¡Hay otro bebé! ¡Tienes que volver a empujar! ¡Ahora mismo!

Ella gritó de nuevo, su cuerpo temblando por el esfuerzo. Sus manos buscaron algo a lo que aferrarse mientras otro grito se escapaba de sus labios. La comadrona seguía dándole instrucciones, su voz mezclándose con los jadeos y gemidos.

—¡Vamos, Grace! ¡Empuja! ¡Ya está saliendo! ¡Solo un poco más!

Otro llanto llenó la habitación, esta vez más suave pero igual de vivo. La comadrona levantó al segundo bebé.

—¡Es una niña! —dijo, colocando al recién nacido junto a su hermano.

Grace apenas podía respirar, y antes de que pudiera relajarse, un tercer dolor, aún más intenso, la hizo arquearse en la cama.

—¡No! ¡no otra vez! —jadeó.

La comadrona se movió rápidamente, revisando a Grace con manos expertas.

—¡Grace, hay otro más! ¡Este es el último, te lo prometo! ¡Tienes que darme todo lo que te queda! —le dijo, su tono urgente.

Ella dejó escapar un grito desgarrador mientras reunía las últimas fuerzas que tenía. La habitación parecía girar a su alrededor, los sonidos se volvían distantes. Finalmente, un tercer llanto resonó, llenando el aire con una mezcla de alivio y asombro.

—¡Es otra niña! —anunció la comadrona, sosteniendo al último bebé con cuidado.

Grace, agotada más allá de lo imaginable, abrió los ojos con dificultad. Vio los pequeños bultos, envueltos en mantas, y su corazón se llenó de amor y desesperación. Pero entre la confusión, notó que su padre, de pie en un rincón de la habitación, cargaba a uno de los niños.

—Papá... —susurró, extendiendo los brazos débilmente hacia él—. Dámelos... por favor...

Su voz era apenas audible, y antes de que pudiera alcanzar a sus hijos, la oscuridad se apoderó de ella. Su cuerpo cedió al agotamiento, y se desmayó.

Dos días después…

La luz del sol se filtraba débilmente por las cortinas del dormitorio cuando Grace abrió los ojos. Su cuerpo se sentía pesado, como si la hubiera aplastado una montaña, pero su mente se activó de inmediato, inundada por un único pensamiento. Sus bebés.

Se incorporó con dificultad y el corazón latiéndole con fuerza. Miró a su alrededor, buscando desesperadamente algún indicio de ellos, pero la habitación estaba vacía. Su respiración se aceleró mientras luchaba por salir de la cama, ignorando el dolor y la debilidad que la invadían.

—¿Dónde están? —murmuró—. ¿Mis bebés? ¿Dónde están mis bebés?

Con pasos tambaleantes, se levantó, aferrándose al borde de la cama para no caer. Su cuerpo temblaba, pero el instinto de madre la impulsaba a moverse. Cada paso era una tortura, pero logró llegar hasta la puerta justo cuando esta se abrió lentamente.

El ama de llaves entró primero, con una expresión nerviosa en el rostro. Detrás de ella, apareció William, su padre, con su porte imponente y su rostro tan frío como siempre. Grace sintió un nudo en el estómago al verlo. Algo en su mirada le hizo saber que algo no estaba bien.

—¿Dónde están mis hijos? —preguntó, con la voz temblorosa pero cargada de urgencia. Sus ojos se clavaron en los de su padre, buscando respuestas—. ¡Dime dónde están!

William permaneció en silencio por un momento y finalmente, dio un paso al frente, cruzando las manos detrás de su espalda.

—Ellos... —comenzó, su voz baja pero firme— no sobrevivieron. Murieron a las pocas horas de haber nacido.

El mundo de Grace se detuvo. Las palabras de su padre resonaron en su cabeza como un eco interminable. Su respiración se volvió errática, y sus piernas casi cedieron bajo su propio peso.

—No... no... —susurró, negando con la cabeza mientras retrocedía un paso—. Eso no es cierto. ¡No puede ser cierto!

William mantuvo su mirada fija en ella, sin mostrar ni un atisbo de emoción.

—Es la verdad. Eran débiles, demasiado pequeños para sobrevivir. No había nada que pudieras hacer.

Grace llevó las manos a su pecho, como si intentara contener el dolor que amenazaba con consumirla. Las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos, pero pronto el dolor dio paso a la furia.

—¡No! ¡No te creo! —gritó, señalándolo —. ¡Tú me los quitaste! ¡Tú hiciste algo! ¡Siempre has sido cruel, pero esto... esto es monstruoso!

William alzó una ceja, sin inmutarse ante las acusaciones de su hija.

—Estás alterada, Grace. Y es comprensible, pero no voy a tolerar que me hables de esa manera. Yo no tuve nada que ver con lo que ocurrió.

Ella avanzó hacia él, sus pasos tambaleantes pero determinados. Su rostro estaba descompuesto por el dolor y la ira.

—¡Mentiroso! —gritó —. ¡Tú estabas aquí! ¡Vi cómo cargabas a uno de ellos! ¡Dime qué hiciste! ¡Dime dónde están mis hijos!

El ama de llaves dio un paso, intentando calmarla, pero ella la apartó con un movimiento brusco.

—¡No me toques! —exclamó, antes de volver a mirar a su padre con ojos llenos de odio—. ¡Siempre has querido controlarlo todo! ¡Pero no te voy a dejar tener éxito en esto! ¡Dámelos! ¡Dime dónde están!

William suspiró, como si estuviera cansado de la escena, y negó con la cabeza.

—Grace, estás siendo irracional. Lo que pasó fue una tragedia, pero no hay nada más que decir. Tienes que aceptar la realidad y seguir adelante. Por eso, debes dejar de lamentarte y prepararte —dijo, con un tono que no admitía discusión—. Tu boda será en dos días. No hay tiempo para más distracciones.

Ella lo miró, incrédula. 

Las palabras de su padre parecían irreales, su mente, aún atrapada en el dolor por la pérdida de sus hijos, tardó en procesar lo que él acababa de decir. Cuando finalmente lo hizo, su rostro se transformó, pasando de la tristeza al asombro y luego a una furia contenida.

—¿Mi boda? —susurró.

William la observó con una expresión imperturbable, como si sus palabras no significaran nada.

—Sí, tu boda —repitió, sin titubear—. Es lo mejor para ti y para esta familia. No hay más que discutir.

Grace sintió que el aire abandonaba sus pulmones. Y el, le dirigió una última mirada, fría y calculadora, antes de girarse hacia la puerta.

―Ah y sigues bajo encierro. La única vez que saldrás de esta habitación será para caminar hacia el altar.

El ama de llaves, que había permanecido en silencio durante todo el intercambio, lo siguió rápidamente, lanzando una breve mirada de compasión hacia Grace antes de cerrar la puerta tras ellos. El sonido del cerrojo al girar resonó en la habitación, sellando el encierro de Grace una vez más.

Ella soltó un grito desgarrador y se dejó caer al suelo, incapaz de sostenerse más. Su pecho subía y bajaba rápidamente mientras las lágrimas corrían por sus mejillas.

―¡Mis bebés! —sollozó, golpeando el suelo con las manos—. ¡Mis bebes!

La desesperación la envolvía como una niebla espesa, y en su mente solo había una pregunta: ¿cómo podía sobrevivir a todo esto?

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