Cap. 34. Un padre para mis hijos.

No dejaba de pensar en la llamada que había recibido de mi padre. En cómo su voz sonaba más serena, más fuerte y más animada de lo que la recordaba, como si, de repente, el peso de los años y las penurias se hubieran disipado.

Me contó que ya no estaba en la celda de castigo donde tantas veces lo habían confinado, que ahora se encontraba en una más amplia, con comodidades que jamás habría imaginado: más espacio, mejor comida, incluso médicos que se preocupaban por él.

Sentí que un nudo invisible se deshacía en mi pecho. Un peso desapareció de mis hombros y, sin poder contenerlo, rompí en llanto al teléfono.

Me agradeció entre halagos que me parecían inmerecidos. Intenté preguntarle qué había pasado, pero él solo repetía lo mismo:

—Gracias, mi querida hija.

Yo no había hecho nada. Ni siquiera sabía dónde lo tenían ni qué había cambiado para que recibiera ese trato.

—Aris… ¿qué se trae entre manos? —murmuré, incapaz de concentrarme en el guion que tenía abierto entre las manos.

La tinta
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