5

Me sacó de la mansión sin decir una sola palabra. Solo se presentó en la puerta de mi habitación con esa expresión de mármol que tan bien sabe llevar, como si le hubieran enseñado a nacer sin emociones. Enrico Moretti, mi esposo por contrato y por condena, no era el tipo de hombre que explicaba sus acciones. Las ejecutaba, y si tenías suerte, te enterabas después.

Ni siquiera tuve tiempo de cambiarme. Solo tomé un abrigo, mis botas y ese bolso que llevo a todas partes —no por costumbre, sino porque me da una falsa sensación de control. Como si tener mis cosas cerca pudiera darme un poquito de poder frente a este gigante que maneja mi vida.

Subimos al auto negro. Él al volante, por supuesto. A su lado, yo. Como una prisionera bien vestida.

Durante los primeros diez minutos, el silencio entre nosotros fue tan espeso que podría haberse cortado con un cuchillo. Él conducía como si su vida dependiera de llegar a algún lugar antes de que se cerrara una puerta invisible. Tenso. Con la mandíbula apretada. La mirada fija en la carretera. Cada tanto, un tic nervioso le hacía presionar el volante con los pulgares. Lo conocía lo suficiente para saber que no era solo estrés. Era otra cosa. Algo más oscuro.

—¿Vas a decirme a dónde vamos o esto es parte del paquete de sorpresas que viene con casarte con un mafioso? —pregunté con la voz más neutra que pude. No quería sonar frágil. Ni molesta. Solo... cansada.

Ni siquiera parpadeó.

—Es mejor que no hables ahora, Sofía —dijo sin mirarme.

Fría. Directa. Como siempre.

Suspiré, pero no solté la pregunta que me hormigueaba en la lengua: ¿me estás secuestrando otra vez? Sería irónico, considerando que ahora somos marido y mujer. Y aún así, cada vez que me aleja de la ciudad sin explicaciones, se siente como una especie de rapto emocional.

Apoyé la frente contra el cristal. La ciudad iba quedando atrás. Las luces, las calles conocidas, todo se desdibujaba en el espejo retrovisor. Entrábamos en terreno desconocido, en esa parte del mapa que empieza a dar escalofríos porque deja de haber certeza y comienza la imaginación.

—Estamos saliendo de la ciudad... —murmuré, más para mí que para él.

Y como si el universo quisiera confirmarme que lo que estaba ocurriendo no era una coincidencia, el teléfono de Enrico vibró. Él presionó un botón en el volante y la voz metálica de un hombre, distorsionada por un código digital, llenó el interior del auto.

—Sombra en movimiento. Punto de contacto confirmado. Atención al este. Repetimos: atención al este.

Después, un pitido. Y silencio.

Yo no entendía del todo el lenguaje, pero sí sabía reconocer una alarma cuando la oía. Y esa, por mucho que fuera cifrada, sonaba como una bomba a punto de estallar.

—¿Qué significa eso? —pregunté, volviéndome hacia él.

—No es asunto tuyo —fue su única respuesta. Otra vez. Siempre esa maldita pared de hielo.

No pude evitarlo. Solté una carcajada seca, sin humor.

—Claro. Porque todo lo que pasa a mi alrededor, incluso si me afecta directamente, nunca es mi asunto. Solo soy la muñeca decorativa que firmó un papel, ¿no?

Finalmente, me miró. De reojo. Como si evaluara si valía la pena responder.

—Estoy protegiéndote —masculló.

—¿De qué? ¿De ti mismo?

No dijo nada. Solo apretó más el acelerador. El rugido del motor fue su única contestación.

El camino empezó a cambiar. Las calles se transformaron en curvas serpenteantes. Árboles altos, oscuros, como centinelas, se alineaban a ambos lados. La niebla bajaba, densa. El mundo entero parecía encerrarse a nuestro alrededor. Me sentí como en un túnel sin salida.

Intenté distraer mi mente. Volví a pensar en esa foto... La que encontré en el sobre negro la noche del velorio de Lorenzo. Esa imagen borrosa de mi padre con dos hombres que no logré identificar. Uno de ellos llevaba un anillo igual al de Enrico. El mismo símbolo. Un secreto enterrado, olvidado. Pero no para siempre.

¿Qué sabía mi padre que yo no sé?
¿Por qué esa foto estaba en manos de Lorenzo?
¿Y por qué Enrico la quemó cuando creyó que yo no lo veía?

La memoria es una traidora. Me lanzó imágenes como dardos: la mirada turbada de mi padre cuando hablaba de “viejos amigos”, el sobre negro que apareció en mi habitación sin explicación, la forma en que Enrico cambió el día de nuestra boda, cuando creyó que yo no estaba escuchando.

—Estás tensa —dijo Enrico de pronto, como si me leyera la mente.

—No me digas.

—No me gusta que me desafíes en este momento.

—¿Y cuándo te gusta? Porque honestamente, si esperas que me quede callada como una estatua, estás más ciego de lo que pensé.

Frenó de golpe.

El auto se detuvo frente a una vieja estación de servicio abandonada. Los vidrios rotos, el cartel oxidado. Todo gritaba: peligro. Pero él salió sin decir una palabra. Dio la vuelta al coche y abrió mi puerta.

—Baja.

—¿Qué demonios estamos haciendo aquí?

—Te lo mostraré.

Lo seguí con el corazón a mil. Él se apoyó contra una columna carcomida por el tiempo, sacó un cigarro y lo encendió. La forma en que exhaló el humo me recordó a un dragón al borde del colapso.

—Nos están siguiendo —dijo, sin rodeos. —Desde hace días. Y no es la policía. No es otra familia. Es algo más. O alguien más.

Mis labios se abrieron, pero no salió ningún sonido.

—¿Por qué no me lo dijiste?

—Porque aún no sé si confiar en ti.

Fue como una bofetada.

—¿Estás diciendo que crees que yo...?

—No digo nada. Pero la foto, el sobre, tus preguntas... Sofía, en este mundo nadie es inocente.

No lo grité. No lloré. Pero por dentro, algo se rompió. Como una grieta fina que comienza en el corazón y se expande hacia todo lo demás.

—¿Y tú? ¿Eres inocente, Enrico?

—Yo... soy necesario.

Eso no era una respuesta. Era una confesión.

Volvimos al auto. El silencio regresó como una neblina, densa, impenetrable. El motor arrancó, la carretera siguió tragándose los kilómetros. Cerré los ojos por un momento. Solo quería no sentir. No pensar.

Y fue entonces cuando ocurrió.

Abrí los ojos y vi algo en el vidrio trasero. La humedad del frío había dibujado una frase. Una que no había estado ahí antes. Una que parecía escrita con el dedo. Fresca.

“Él también traicionó.”

El mundo se me volcó de cabeza.

—¡Enrico! —grité, señalando con el dedo.

Él frenó. Miró. Y por primera vez desde que lo conozco, vi algo parecido al miedo en su rostro.

—¿Quién estuvo aquí? —preguntó.

Pero yo no tenía la respuesta.

Solo supe, en ese instante, que nada... absolutamente nada... sería igual después de esto.

—¿Me estás vigilando, Enrico? —pregunté en un susurro afilado, entre sorprendida y furiosa, mientras me cruzaba de brazos como si eso pudiera protegerme de lo que acababa de escuchar.

Él no respondió de inmediato. Se limitó a mirarme de reojo, con esa mirada suya que parece arrancarte las capas hasta dejarte en carne viva.

—¿Y si lo estuviera? —musitó, deteniendo el auto en una curva solitaria de la carretera. Los faros apenas iluminaban los bordes del asfalto agrietado, y la bruma espesa comenzaba a deslizarse como un susurro de muerte entre los árboles.

Me giré hacia él con una mezcla de rabia y desconcierto.

—¿Te parece gracioso jugar con mi cabeza? ¡Estoy aquí sin saber por qué, sin entender nada, y ahora me dices que hay alguien siguiéndonos y que podría estar vinculado a mi familia! ¿Qué demonios significa eso?

Enrico apagó el motor. El silencio que se hizo era tan denso que podía escucharse el crujido de las ramas allá afuera, como huesos rotos en la distancia.

—Significa que te han mentido durante años, Sofía. Y que si no empiezo a protegerte desde ahora, podrías no vivir para descubrir la verdad.

Sus palabras me dejaron sin aliento. Hubo algo en su tono, algo crudo y sincero, que me hizo tragar mi furia… pero no mi miedo.

—¿Estás diciendo que mi padre… que él…?

—No estoy diciendo nada —interrumpió con un gesto brusco—. Solo que hay demasiadas piezas sueltas. Y tú apareces justo cuando una de ellas desaparece.

—¿Una de ellas?

—Dante Salazar.

El nombre cayó como un cuchillo entre nosotros. Me incorporé un poco, como si la mención de ese apellido pudiera herirme más que todo lo anterior.

—¿Qué tiene que ver él en esto? —pregunté con voz temblorosa.

—Eso es lo que trato de averiguar. Pero lo que encontré me llevó a ti.

Mi mente iba a mil. ¿Por qué Enrico, un guardaespaldas silencioso y letal, estaría involucrado con alguien como Dante Salazar? ¿Y por qué me arrastraba a mí en esa oscuridad que claramente no era nueva para él?

Él me observó de nuevo, esta vez con una intensidad distinta. No solo me analizaba, me escaneaba el alma.

—No estoy seguro de si eres la víctima... o la carnada —dijo en voz baja.

Sentí un escalofrío recorrerme la columna.

—¿Crees que yo…? ¿Que formo parte de esto?

—No lo sé —respondió, apoyando un codo en el volante, la mandíbula apretada—. Pero cuando te entregaron ese sobre negro, alguien puso en marcha algo. Y no estoy dispuesto a quedarme al margen.

No supe si golpearlo o abrazarlo. ¿Cómo podía una sola persona provocarme tantas emociones opuestas?

—¿Y por eso me secuestraste? —inquirí, sin disimular el temblor de mi voz—. ¿Porque no sabes si soy culpable o inocente?

—Te saqué de ahí porque sabía que no estabas segura. Pero sí, Sofía. También necesito respuestas. Y si tengo que llevarte al fin del mundo para conseguirlas, lo haré.

Nos quedamos en silencio unos segundos. El auto era una cárcel con ruedas y él, un carcelero que no terminaba de decidir si salvarme o condenarme.

Hasta que vi algo.

La parte trasera del auto, cubierta por el vaho del frío, reveló un mensaje escrito con un dedo, recién formado.

Él también traicionó.

—Enrico… —musité, con la voz quebrada—. Mira atrás.

Giró el cuello lentamente, y lo vi tensarse de inmediato.

No hizo preguntas. Sacó su arma con una rapidez que me erizó la piel y salió del auto sin una palabra. Yo me quedé paralizada, mirando esas tres palabras como si fueran una sentencia de muerte.

“Él también traicionó.”

¿Quién? ¿Mi padre? ¿Enrico? ¿Ambos?

El vaho comenzó a disiparse, como si el mensaje nunca hubiese estado allí. Y eso lo hizo aún más siniestro. Como una advertencia que solo vive lo suficiente para desestabilizarte… y luego se esfuma.

Afuera, los pasos de Enrico crujían sobre la grava húmeda. Lo seguí con la mirada a través del retrovisor. Su silueta alta, oscura, felina. Todo en él gritaba control, pero esa noche… había algo en sus movimientos. Algo que no había visto antes.

Duda.

¿Quién es él realmente?

¿Y quién soy yo en medio de esta guerra que parece envolvernos?

La niebla comenzó a espesarse, tragándose poco a poco los bordes del mundo. Y yo, sentada en ese asiento de cuero frío, no sabía si quería que él volviera o que nunca regresara.

El mensaje en la ventanilla seguía allí. Las letras escritas con el dedo sobre el vidrio empañado: "Él también traicionó."

Ni la humedad las borraba.

Ni el frío las disolvía.

Era como si esas palabras estuvieran talladas con una navaja invisible. Directo al alma.

Enrico bajó del coche en un solo movimiento. Yo apenas respiraba. Abrió la puerta trasera como si esperara encontrar a alguien escondido allí. Revisó con la misma eficiencia con la que ordena matar: rápida, fría, meticulosa. Pero no había nada. Nadie.

—¡Maldita sea! —escupió con rabia, cerrando la puerta de un portazo. El eco del golpe retumbó en la estación vacía como un disparo.

Yo seguía congelada en mi asiento. Mi cuerpo no reaccionaba, pero por dentro, estaba temblando.
¿Qué significaba ese mensaje?
¿Quién lo dejó?
¿Y por qué sentía que acababa de abrirse una herida más profunda que todas las anteriores?

—¿Qué está pasando, Enrico? —mi voz salió como un susurro, apenas más fuerte que el sonido de mi respiración acelerada.

Él me miró desde fuera del coche, los ojos como carbones encendidos.

—Alguien está jugando con nosotros —dijo entre dientes—. Alguien que sabe demasiado.

—¿Quién?

—No lo sé… todavía.

Entró al coche de nuevo y golpeó el volante con la palma. No fue un gesto violento, sino desesperado. Como si por primera vez estuviera perdiendo el control de algo. Y eso, en su mundo, era igual a estar muerto.

—¿Eso tiene que ver con la foto de mi padre? —pregunté, sabiendo que estaba cruzando una línea invisible.

Él giró el rostro lentamente hacia mí. Sus ojos ya no eran rabia. Eran otra cosa. Una mezcla de tristeza, decepción y algo que no supe nombrar.

—Tú no deberías saber nada de eso, Sofía.

—Pero sé.

—Sí. Sabes. Y eso es lo que lo complica todo.

Volvimos a la carretera. Esta vez, sin música, sin llamadas cifradas, sin cigarros encendidos. Solo nosotros. Dos cuerpos encerrados en un coche, rodeados de secretos que amenazaban con devorarnos.

—¿Quién más podría haber estado dentro del coche? —pregunté, después de largos minutos.

—Nadie tiene acceso a este vehículo sin mi autorización.

—Entonces alguien muy cercano a ti... ¿te traicionó?

Silencio.

Ni una palabra.

Pero su silencio decía más que cualquier afirmación.

Cuando por fin volvió a hablar, su voz era un susurro ronco, rasgado.

—Una vez, confié en alguien que no debía. Y lo pagué caro. No volveré a cometer el mismo error.

Lo miré de reojo. Su mandíbula estaba tan apretada que parecía a punto de romperse. Sus nudillos blancos sobre el volante. Todo él era una tempestad contenida.

—¿Y ahora crees que soy yo? —le pregunté con amargura.

—No lo sé —admitió—. Pero hay cosas que no cuadran. Tú encontraste la foto. Lorenzo estaba muerto. Luego aparece un sobre en tu habitación. Ahora este mensaje… ¿Y tú crees que puedo simplemente ignorarlo?

Me tragué la punzada que me atravesó el pecho.
Dios... Me duele que no confíe en mí.

Después de todo lo que pasamos, después de ese matrimonio, de las noches compartidas, de las veces que me ha sostenido la mirada como si yo fuera la única mujer viva en su mundo.
¿Era todo parte del juego? ¿Un control más? ¿O simplemente no sabe cómo dejar de desconfiar?

—Yo no te estoy traicionando, Enrico. Créeme o no, pero yo estoy tan perdida como tú.

Sus ojos se encontraron con los míos. Y por un segundo —un segundo corto, frágil, casi imperceptible—, creí que iba a creerme. Que esa conexión extraña entre nosotros iba a prevalecer.

Pero no lo hizo.

—No confío en nadie, Sofía. Ni siquiera en mí mismo —dijo, con la voz más rota que jamás le había oído.

Una hora más tarde, llegamos a una casa en medio del bosque.

Era como sacada de una película de terror elegante.

Fachada de piedra gris, ventanas altas, tejado de tejas oscuras, una verja de hierro oxidado que chirrió al abrirse. No había luz alrededor. Ni otras casas. Ni autos. Solo nosotros y la niebla.

—¿Dónde estamos? —pregunté, bajando del coche con un escalofrío recorriéndome la espalda.

—Una propiedad de la familia. Nadie sabe que está activa.

—¿Y por qué estamos aquí?

—Porque si alguien nos quiere muertos, tendrá que esforzarse mucho más —dijo, sin mirarme.

Entramos. Por dentro, la casa era fría, pero estaba limpia. Todo olía a madera vieja y a algo más… algo metálico. Tal vez miedo.

Enrico cerró con doble llave. Luego bajó una palanca oculta en una de las paredes. Pude escuchar cómo se activaban varios seguros electrónicos al mismo tiempo.

—Bienvenida a la única jaula donde nadie puede tocarte —dijo.

—¿Y si la jaula es contigo dentro?

Me miró. Esta vez con dolor.

—No me ves, Sofía. No como soy en realidad.

—Tal vez tú tampoco me ves a mí.

La tensión era insoportable. Como si cada palabra fuera un disparo camuflado. Como si la atracción entre nosotros se estuviera transformando en un campo de batalla silencioso.

—Voy a revisar las cámaras —dijo, girándose.

—¿Quieres que me encierre en una habitación también? ¿Como una prisionera?

—Quiero que estés viva.

—¿Y tú? ¿Qué vas a hacer mientras tanto?

—Buscar al traidor.

—¿Aunque esté más cerca de lo que crees?

Se detuvo. No me miró. Pero lo escuché respirar hondo. Doloroso. Como si cada palabra mía abriera una herida nueva en su alma.

—No voy a perderte, Sofía. Aunque tenga que destruir al mundo entero para evitarlo.

Y entonces supe que esta historia apenas estaba comenzando.

Y que tal vez, no íbamos a sobrevivir enteros.

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