Soy Sofía Moretti. Mi vida antes de esa llamada telefónica, antes de que el mundo que creía conocer se derrumbara, era… simple. Dentro de los límites de este mundo en el que estaba atrapada, claro está.
Crecí rodeada de lujo, sí. Los salones del castillo, las joyas, la ropa, los autos, todo eso. Pero también había un silencio. Uno pesado, asfixiante, que te dejaba claro que no importaba lo que tuvieras, tu libertad estaba siempre en juego. Porque si eres la esposa del jefe, el mundo tiene una manera muy cruel de recordarte que, aunque vivas rodeada de opulencia, jamás serás libre. No tienes voz. No tienes voto. Solo debes cumplir con tu papel, ser la esposa perfecta del capo, la mujer que sonríe mientras los demás luchan y se matan por lo que él manda.
Lorenzo Moretti era un hombre que imponía respeto, miedo, admiración. Era el líder de la mafia italiana, el hombre que todos temían y que, de alguna manera, me había elegido a mí como su esposa. A veces me preguntaba si había sido una elección de amor, o solo una cuestión de conveniencia. ¿Qué sabe una joven de veintitrés años sobre el amor cuando su vida ha sido marcada por un destino tan turbio como el mío?
Le amaba. Y, al mismo tiempo, lo temía. De alguna forma extraña, Lorenzo se había convertido en mi todo. Sin embargo, lo que el mundo veía como un hombre imponente y dominante, yo lo conocía bajo una luz diferente. Había momentos, raros y escasos, en los que Lorenzo me mostraba su lado más vulnerable, casi frágil, pero siempre venían acompañados de una fría indiferencia que me dejaba estancada en una cárcel dorada. La ironía de ser la esposa de un hombre tan poderoso era esa: aunque vivías en su mundo, en realidad, nunca eras su igual.
Esa mañana todo cambió.
La llamada me hizo saltar del sueño en el que había estado sumida. Mi corazón se aceleró de inmediato. Algo estaba mal, muy mal. La voz al otro lado del teléfono era grave, casi temblorosa.
—Señora Moretti, su esposo ha muerto.
La palabra “muerto” retumbó en mi mente como un eco cruel, pero el resto de la conversación se desvaneció en un manto de confusión. La única imagen que tenía era la de Lorenzo, tendido en el suelo, rodeado de sangre y traición. Mi cuerpo tembló al instante, como si la realidad hubiera tocado un botón que desactivaba todo lo que había conocido hasta ese momento. Mi esposo, el hombre que había sido mi mundo entero, ya no estaba.
El caos se desató enseguida. No fue solo su muerte lo que me hizo tambalear. Era lo que venía después: mis enemigos. Los enemigos de Lorenzo. Los enemigos de la familia Moretti. Ellos sabían que con la caída de mi esposo, yo quedaba desprotegida, vulnerable, lista para ser eliminada, porque una cosa era clara: no podías ser la esposa de un hombre como Lorenzo y esperar que todo quedara en el olvido cuando él ya no estaba. Yo también era un objetivo.
Con cada paso que daba, el aire se volvía más denso. No podía escapar de ese abismo al que me arrastraba mi destino. Las amenazas comenzaron a llegar, cada vez más concretas, más desesperadas. ¿Quién podría protegerme ahora? ¿Quién quedaba para defender a una viuda joven, sin más armas que el nombre de un hombre muerto?
Mi mente comenzó a trabajar a mil por hora. ¿Qué opciones me quedaban? Huir estaba fuera de lugar. Nadie huye de un imperio. Y aunque los recuerdos de Lorenzo aún pesaban como una losa sobre mi pecho, sabía que el legado de mi esposo era lo único que me mantenía con vida… y, en el fondo, era lo único que podría salvarme.
Fue entonces cuando apareció Enrico Romano.
Su llegada no fue como la de los demás. No hubo palabrería vacía, ni promesas de seguridad. Solo su presencia, dura, imponente, casi como un ladrillo que te aplasta sin piedad. Enrico, el hombre que Lorenzo había tenido a su lado durante años, aquel hombre que nunca confiaba en mí, aquel que me miraba con esos ojos fríos, calculadores, como si estuviera evaluando cada uno de mis movimientos, entró en mi vida sin previo aviso.
La puerta se abrió de golpe, y en su marco apareció Enrico, alto, con ese aire de arrogancia que no tenía igual. Su mirada me recorrió de arriba abajo, su expresión no variaba ni un ápice. Él nunca cambió. Su forma de ser siempre había sido la misma: tenso, serio, como si las emociones fueran una debilidad que él no se podía permitir.
—Sofía, —su voz grave cortó el aire—. Necesito que me escuches.
Me quedé allí, helada, incapaz de moverme, de decir nada. ¿Qué quería él de mí? ¿Por qué ahora? Después de todos estos años de indiferencia, de desconfianza mutua, de miradas frías y distantes, ¿qué me quedaba por esperar de él?
Enrico avanzó hacia mí con paso firme, su presencia invadiendo el espacio de manera inquebrantable. No lo había visto nunca de cerca, solo en aquellas reuniones en las que la distancia entre nosotros siempre era insalvable. Pero ahora, con la muerte de Lorenzo entre nosotros, las reglas del juego habían cambiado. O al menos, eso pensaba él.
—Tu esposo estaba envuelto en demasiados enemigos, Sofía —dijo, sin mirarme. Sus palabras eran como cuchillos, tan cortantes como su mirada. —Ahora, ellos van por ti. Y si no haces lo que te digo, estarás muerta antes de que puedas siquiera pedir ayuda.
Enrico dio un paso más hacia mí, y pude sentir su aliento en mi piel. Mi cuerpo se tensó, pero no podía escapar. El miedo que sentía no era solo por lo que él podía hacerme, sino por lo que representaba: el único hombre que podía salvarme, pero al mismo tiempo, el que me odiaba más que nadie.
—Necesito que te cases conmigo, Sofía. —Sus palabras fueron frías, implacables, como una sentencia. —Es la única manera de que sobrevivas. O aceptas mi oferta, o morirás como tu esposo. Y no habrá nadie que te llore.
Lo miré, con la respiración entrecortada, sin saber qué decir, cómo reaccionar. Mi mente estaba en caos. Casarme con él, el hombre que nunca me creyó, que siempre me miró con desconfianza… ¿Era esa mi única opción?
Pero en ese momento entendí algo: no tenía elección. La mafia no tiene piedad. Enrico lo sabía, y yo también.
—Acepto, —dije, con la voz rasposa, aunque cada palabra me costó un esfuerzo enorme. Enrico apenas asintió, como si ya supiera lo que diría. Pero en su rostro no vi satisfacción, solo una fría aprobación.
Y así, en ese instante, mi vida cambió para siempre. De viuda joven y frágil, pasé a ser la esposa del hombre que había sido el peor enemigo de mi esposo. Sin amor, sin opción, sin piedad.
Él no me amaba. Pero en este mundo, el amor no significa nada. Lo que importa es sobrevivir.
Y yo, ahora, solo tenía una cosa clara: Enrico Romano iba a ser mi cárcel… o mi salvación.
No me dio tiempo de asimilar lo que acababa de suceder. Enrico ya se había dado media vuelta, caminando de regreso hacia la puerta con una calma aterradora, como si no estuviera a punto de cambiar mi vida para siempre. Como si no estuviera ofreciendo una condena disfrazada de solución. Mis manos, que hasta hace un momento temblaban sin control, ahora estaban frías como el hielo, casi como si mi cuerpo hubiera dejado de reaccionar por completo. Estaba paralizada.
Cuando la puerta se cerró con un golpe seco, quedé sola, encerrada en la misma mansión en la que, hasta hace unos días, vivía con mi esposo. El dolor por su muerte aún me quemaba, pero lo que sentía ahora era algo mucho más oscuro: miedo. Un miedo visceral y profundo que se asentaba en mi estómago, en mi garganta, haciéndome casi incapaz de respirar. Mi mente, siempre tan rápida y calculadora, no podía procesar lo que acababa de suceder.
¿Casarme con Enrico? ¿El hombre que nunca me creyó capaz de nada más que ser la esposa sumisa de Lorenzo? No podía. No podía… ¿o sí?
Mis piernas se tambalearon, y de repente, me vi obligada a sentarme en uno de los sofás de la habitación, buscando algo de consuelo en el terciopelo suave que me rodeaba. Este lugar, que alguna vez me dio la sensación de seguridad, ahora me resultaba extraño, casi ajeno. La mansión, que había sido la joya del imperio de Lorenzo, era ahora un mausoleo de recuerdos y traiciones.
Recuerdo claramente los primeros días con Lorenzo. Al principio, todo parecía un cuento de hadas, hasta que las sombras del negocio, la mafia, comenzaron a tomar forma en nuestra vida. Pero ni siquiera eso me preparó para la pesadilla en la que me encontraba ahora. Aquel hombre frío, con su mirada distante, que nunca dejó de observarme como si estuviera esperando que cometiera un error, ahora iba a ser mi esposo. Pero no porque me amara, no porque él me deseara. No. La razón era simple: sobrevivir.
Mi respiración se aceleró de nuevo, y sentí una presión insoportable en mi pecho. Esta no era la vida que había planeado, ni la vida que había imaginado. La pregunta constante, la única pregunta que me rondaba en la cabeza, era: ¿Por qué Enrico?
Lo odiaba. Durante todos los años que pasé al lado de Lorenzo, lo odié con cada fibra de mi ser. Enrico era todo lo que mi esposo representaba: frío, calculador, sin piedad. Él nunca me consideró más que un accesorio, una figura decorativa que debía mantener el rostro perfecto, la sonrisa perfecta, mientras detrás de las paredes se gestaba una guerra que jamás quise comprender por completo. Enrico, siempre observándome desde la distancia, nunca confiando en mí, nunca creyendo en mi capacidad para manejar el mundo de Lorenzo.
Pero ahora, él era mi único salvavidas. ¿Qué opción tenía? Ninguna.
Mis ojos se dirigieron hacia la ventana, la misma ventana por la que solía observar las calles de Roma, mi ciudad. El sol ya se estaba poniendo, y el cielo comenzaba a teñirse de colores oscuros, como presagiando lo que venía. El imperio de Lorenzo ya no existía, y yo, atrapada en su legado, no sabía si ser su viuda me daría la libertad que necesitaba o si la destruiría aún más. Pero lo que estaba claro es que, como siempre, estaba atrapada en un juego en el que nadie me preguntó si quería participar.
Un ruido en el pasillo me sacó de mis pensamientos, y el sonido de unos pasos firmes acercándose a mi puerta me hizo reaccionar al instante. Mi cuerpo se tensó, y mi respiración se volvió más irregular. No podía evitarlo. Mi mente ya estaba condicionada a detectar el peligro en cuanto se acercaba.
La puerta se abrió de golpe. Enrico apareció de nuevo, esta vez con una expresión aún más cerrada que antes. Su figura se recortaba en la penumbra, pero lo que más destacaba era esa mirada: fría, impenetrable, como si estuviera mirando algo que no le interesaba, algo irrelevante. Yo.
—¿Todo bien? —su voz, aunque baja, tenía la misma gravedad que antes, como si cada palabra fuera un decreto inamovible.
Yo no respondí de inmediato. No sabía qué decirle. Ni siquiera sabía si podía confiar en lo que él me decía, si debía creer en sus palabras. O, simplemente, si me quedaba en silencio, si lo ignoraba, si podía huir, aunque no tuviera adónde.
Enrico avanzó unos pasos más hacia mí, y de repente, el aire se volvió denso, pesado, como si estuviéramos atrapados en una burbuja que nos rodeaba a los dos. El roce de su chaqueta contra el aire hacía que me estremeciera.
—Escúchame bien, Sofía. —Su tono era firme, cortante, y me dejó sin aliento. Me sentí pequeña ante él, como una niña que no sabía cómo enfrentar lo que venía. —La mafia no perdona, y tú eres un objetivo. Si no te casas conmigo, te matarán. Y si te matan, ¿quién va a cuidar de tu familia? ¿Quién va a proteger tu vida, tu futuro?
—Yo… —comencé, pero me detuve, incapaz de articular una respuesta que no fuera una mentira. No tenía futuro. Todo eso había muerto con Lorenzo.
Enrico se inclinó hacia mí, su rostro tan cerca que pude sentir su aliento cálido acariciando mi piel. Su proximidad me incomodaba, pero no podía alejarme. No podía moverme.
—Yo soy tu única opción, Sofía. No quiero este matrimonio. Pero si eso te da una oportunidad de vivir, si te da una posibilidad de escapar del destino que te espera, lo haré. Pero solo si aceptas, si aceptas casarte conmigo.
El silencio que siguió a sus palabras fue largo, y se sintió como si el tiempo se detuviera en ese instante. Yo solo lo miraba, buscando alguna pista, algún vestigio de compasión, algo que me dijera que este hombre no era tan frío como me hacía creer. Pero no lo encontré.
Mi mente y mi corazón estaban en guerra. El amor por Lorenzo aún me dolía, y la idea de entregarme a un hombre como Enrico me repugnaba. Pero, al mismo tiempo, mi deseo de sobrevivir, de escapar de este juego mortal en el que me había metido, me obligaba a dar el siguiente paso.
—Lo haré. —Finalmente, mi voz salió, tan suave, tan quebrada, que apenas podía creerla. —Me casaré contigo.
Enrico no sonrió, no hubo satisfacción en su rostro. Solo asintió, como si todo fuera parte de un trato que ambos sabíamos que debíamos sellar. Sin amor, sin deseo, solo con la necesidad de sobrevivir.
Y en ese momento, supe que mi vida nunca volvería a ser la misma.
Es extraño cómo los días pueden transformarse en siglos cuando el miedo y la incertidumbre se entrelazan en cada uno de ellos. Hoy, por ejemplo, debería haber sido el día más feliz de mi vida. Era el día que tantas mujeres soñaban con vivir, pero no para mí. Mi boda, el supuesto inicio de un nuevo capítulo, no era más que una condena disfrazada de celebración.El vestido de novia estaba puesto sobre mi cuerpo como una coraza, una tela blanca que, aunque hermosa, me oprimía. El reflejo en el espejo me mostró una mujer que ya no se reconocía, alguien que apenas podía mirar de frente a la persona que estaba a punto de convertirse en su esposo. No sentía emoción alguna al ver mi imagen, solo una profunda desconexión de todo lo que había conocido antes.No había flores, ni música alegre, ni sonrisas cómplices. Sólo había un vacío, una frialdad palpable en el aire. Los asistentes miraban, observaban, pero no sentían. Ninguno de ellos tenía la más mínima idea de lo que estaba a punto de suce
El brillo metálico del anillo en mi dedo no me dejaba respirar. Cada vez que lo veía, lo sentía como un peso sobre mi pecho, una cadena invisible que me ataba más fuerte de lo que podría imaginar. ¿Ser la esposa de un hombre como Enrico? No sabía si era un sueño o una pesadilla, y lo peor era que, a medida que pasaba el tiempo, las dos opciones empezaban a mezclarse en mi mente.Enrico no era solo mi esposo. Era mi protector y mi carcelero, y en su mirada fría y calculadora, yo era nada más que una pieza en su juego. No me importaba lo que él pensara de mí; lo que me aterraba era el profundo abismo en el que me había lanzado, un lugar donde el poder lo controlaba todo y yo no tenía más que una delgada línea entre la supervivencia y la destrucción.En las primeras semanas, intenté evadir la creciente atracción que sentía por él. Cada vez que nuestras miradas se cruzaban, sentía una chispa de algo peligroso. Quizás era el poder que irradiaba, o tal vez algo mucho más oscuro y tentador.
La casa estaba más silenciosa que nunca, como si el eco de mis pasos fuera lo único que quedaba después de lo que habíamos vivido. Enrico no estaba. No lo había visto desde la mañana, cuando se había ido con la misma expresión que siempre llevaba: impasible, distante, como si no le importara lo que pasaba a su alrededor. O, tal vez, como si no le importara yo.Me encontraba en una de las habitaciones de la mansión, recorriendo la biblioteca. Mi mente, llena de preguntas, no encontraba descanso. ¿Quién era realmente Enrico? A veces, en su mirada, podía ver un atisbo de vulnerabilidad, de algo roto que no quería que nadie viera. Pero otras veces, era un hombre tan despiadado que me costaba recordar que una vez fue capaz de acercarse a mí, de decirme que todo estaba bien, de hacerme creer que el amor era algo más que un mito.No podía ignorar lo que había visto la noche anterior. Mientras él se vestía, había notado algo en su espalda. Una cicatriz grande, fea, como si algo o alguien hubi
Me sacó de la mansión sin decir una sola palabra. Solo se presentó en la puerta de mi habitación con esa expresión de mármol que tan bien sabe llevar, como si le hubieran enseñado a nacer sin emociones. Enrico Moretti, mi esposo por contrato y por condena, no era el tipo de hombre que explicaba sus acciones. Las ejecutaba, y si tenías suerte, te enterabas después.Ni siquiera tuve tiempo de cambiarme. Solo tomé un abrigo, mis botas y ese bolso que llevo a todas partes —no por costumbre, sino porque me da una falsa sensación de control. Como si tener mis cosas cerca pudiera darme un poquito de poder frente a este gigante que maneja mi vida.Subimos al auto negro. Él al volante, por supuesto. A su lado, yo. Como una prisionera bien vestida.Durante los primeros diez minutos, el silencio entre nosotros fue tan espeso que podría haberse cortado con un cuchillo. Él conducía como si su vida dependiera de llegar a algún lugar antes de que se cerrara una puerta invisible. Tenso. Con la mandíb
La casa parecía demasiado tranquila.Ese tipo de tranquilidad que esconde secretos bajo las alfombras y fantasmas en los marcos de las puertas.Una cabaña rústica, perdida en medio de la nada, con las ventanas polvorientas y los muebles cubiertos por sábanas blancas que ondulaban como espectros al paso del viento.Apenas crucé la entrada, una punzada de incomodidad se instaló en mi pecho.No era miedo.Era algo más sutil, más traicionero.Como cuando entras a una habitación donde sabes que alguien estuvo llorando, aunque no lo veas. O cuando hueles perfume en una camiseta que no es tuya.—
Me quedé congelada frente al ventanal, apenas respirando.La figura seguía allí, inmóvil entre los árboles, como parte del paisaje. Pero yo sabía que no era una ilusión óptica. No era un truco de la luz o una rama mal colocada. Era alguien. Alguien que me miraba con la tranquilidad escalofriante de quien no tiene prisa… porque ya te tiene.Una brisa suave recorrió mi nuca, deslizándose bajo la camisa. Me estremecí.La casa estaba sellada, lejos de todo. O eso me había dicho Enrico.Pero entonces, ¿por qué sentía que estábamos rodeados?Me giré despacio, buscando cualquier indicio de que no estaba perdien
El amanecer se coló por las ventanas con la sutileza de un ladrón. Esa luz tenue que debería haber traído consuelo solo sirvió para iluminar mi insomnio. Llevaba toda la noche despierta, envuelta en una manta que no abrigaba nada. Solo me quedaba el calor residual de las preguntas sin respuesta y el maldito eco de su voz en mi cabeza.“No tienes idea del fuego que estás tocando”, había dicho Enrico.Y tenía razón.Porque ardía.Ardía por dentro. De rabia. De miedo. De esa atracción inexplicable que me hervía bajo la piel cada vez que él estaba cerca.Y como si el uni
La caligrafía de mi padre baila ante mis ojos, tinta negra y apurada, como si cada palabra le pesara más que la anterior. La hoja está arrugada en las esquinas, manchada en un borde con lo que no quiero saber si es café... o sangre seca. La carta no tiene saludo, solo una fecha: tres días antes de que lo encontraran muerto en su oficina, con la pistola en la mano y la reputación en ruinas."Sofía, si estás leyendo esto, entonces el precio fue más alto del que imaginé. No me queda tiempo, pero debes saber que la libertad que siempre quise para ti tiene un costo. Hay deudas de sangre que no se pueden borrar, traiciones que aún respiran en esta casa. Tienes que ser fuerte, incluso cuando yo no pueda protegerte. Enrico sabe más de lo que dice. Él también es part