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El brillo metálico del anillo en mi dedo no me dejaba respirar. Cada vez que lo veía, lo sentía como un peso sobre mi pecho, una cadena invisible que me ataba más fuerte de lo que podría imaginar. ¿Ser la esposa de un hombre como Enrico? No sabía si era un sueño o una pesadilla, y lo peor era que, a medida que pasaba el tiempo, las dos opciones empezaban a mezclarse en mi mente.

Enrico no era solo mi esposo. Era mi protector y mi carcelero, y en su mirada fría y calculadora, yo era nada más que una pieza en su juego. No me importaba lo que él pensara de mí; lo que me aterraba era el profundo abismo en el que me había lanzado, un lugar donde el poder lo controlaba todo y yo no tenía más que una delgada línea entre la supervivencia y la destrucción.

En las primeras semanas, intenté evadir la creciente atracción que sentía por él. Cada vez que nuestras miradas se cruzaban, sentía una chispa de algo peligroso. Quizás era el poder que irradiaba, o tal vez algo mucho más oscuro y tentador. Enrico era el tipo de hombre que te arrastraba hacia él sin que te dieras cuenta, y yo no sabía si quería resistirme o sucumbir.

La realidad era que no podía quedarme quieta. Lo que Enrico había dicho sobre la mafia, sobre las reglas del juego, estaba empezando a calar en mí. Este no era un mundo para tontos. Necesitaba aprender rápido, si es que quería sobrevivir, si es que quería ser algo más que una esposa decorativa.

Un día, cuando menos lo esperaba, Enrico me llamó. Sus ojos oscuros se posaron en mí con esa intensidad fría, esa que no dejaba espacio para el error.

—Vas a venir conmigo a una reunión, Sofía —dijo, con esa voz que nunca dejaba lugar a discusión—. Quiero que veas lo que significa ser parte de esto.

Mi corazón latió más rápido. Sabía lo que eso significaba. Sabía que este no era un simple encuentro social, sino algo mucho más complejo. De alguna manera, entendí que no solo iba a ser la esposa que esperaba; hoy, él quería que fuera su aliada, y yo tenía que saber cómo jugar mis cartas.

Nos dirigimos a la mansión donde se llevaba a cabo la reunión. Enrico no dijo una palabra durante el trayecto, y yo, por más que tratara de mantener la calma, no podía evitar sentir que todo lo que había en ese auto me estaba envolviendo, me estaba empujando a un abismo del cual no podía salir.

Al llegar, los miembros de la mafia ya estaban reunidos. Los hombres de mirada dura, las mujeres elegantemente disfrazadas de frialdad, todos parecían saber cuál era su lugar, cómo moverse, cómo hablar. Y allí estaba yo, una intrusa, sin saber si mi lugar era junto a Enrico o al borde de la habitación, esperando ser ignorada.

Me tomó de la mano sin decir nada y me llevó a una mesa en el centro de la sala. Los murmullos cesaron al instante, y todas las miradas se dirigieron hacia nosotros. Sentí un escalofrío recorrer mi espalda, y mi respiración se agitó sin poder evitarlo. Estaba atrapada en este mundo, pero no sabía cuánto más podría soportarlo.

—Sofía —dijo Enrico, su tono implacable—, quiero que te comportes. No quiero que me hagas quedar mal.

Era como si me estuviera avisando. Como si mi presencia aquí no fuera solo para acompañarlo, sino para ser observada, medida, probada.

Los minutos parecían eternos, las conversaciones de los demás se desvanecían mientras Enrico y yo nos mirábamos, él con una expresión inexpresiva y yo con la creciente sensación de que estaba a punto de derrumbarme. El poder que emanaba de él era tan palpable que me sentí pequeña, casi insignificante. Y sin embargo, había algo en esa mirada que me mantenía anclada a su lado, algo que no podía identificar, pero que me aterraba a la vez.

De repente, Enrico se levantó, interrumpiendo la conversación que se estaba llevando a cabo en la mesa. Todos los ojos se posaron en él, en su figura alta, inquebrantable.

—Sofía —dijo, mirándome fijamente mientras sus palabras flotaban en el aire—, quiero que me acompañes. Tienes algo que deberías saber.

Mis manos temblaron ligeramente, pero no lo dejé ver. Lo seguí, con cada paso siendo un eco de mi incertidumbre. No sabía qué me esperaba, pero ya estaba demasiado adentrada en este mundo como para darme la vuelta.

Nos dirigimos a una sala privada. La puerta se cerró con un golpe sordo, y Enrico se volvió hacia mí con una mirada que solo podía describir como calculadora.

—Hoy no solo eres mi esposa —dijo, su tono volviéndose más grave—. Eres una pieza en este tablero. Y hoy, quiero que lo entiendas.

Intenté mantener la calma, pero las palabras de Enrico calaron profundamente en mí. ¿Una pieza en su tablero? El veneno de la mafia corría por sus venas, y yo solo era un peón atrapado en sus jugadas.

Mi mirada se desvió al suelo, incapaz de mirarlo directamente. Pero cuando escuché sus pasos acercándose a mí, no pude evitar levantar la cabeza. La tensión en el aire era insoportable, y algo en su cercanía me hacía sentir vulnerable.

—Tú y yo estamos atados, Sofía. No importa cuánto lo odies o cuánto trates de huir de esto, estás en este juego ahora. Y en este juego, los que no saben jugar, pierden.

El golpe fue brutal. Mi respiración se aceleró, y una mezcla de rabia y miedo me invadió. Este hombre, el mismo al que había jurado amar, no era quien yo pensaba. Era un maestro de la manipulación, y yo era su marioneta.

En ese momento, algo cambió en mí. Mi mente ya no estaba llena de preguntas sobre mi destino; ahora, estaba llena de una furia silenciosa. No podía seguir siendo la esposa sumisa que él esperaba que fuera. No podía quedarme quieta mientras él jugaba con mi vida.

Sin embargo, cuando me preparaba para enfrentar a Enrico, una de sus miradas fulminantes me detuvo. Era como si pudiera leer mis pensamientos y anticipar mis movimientos.

—No lo hagas, Sofía. No juegues conmigo. No hagas cosas de las que te arrepentirás —dijo, su tono bajo y cargado de amenaza.

Mis piernas temblaban, pero no me eché atrás. Algo dentro de mí me decía que no podía rendirme tan fácilmente. Aunque el miedo se apoderaba de mí, una parte de mí sentía que había algo más profundo entre nosotros. Algo que no solo era odio. Algo más... peligroso.

Él dio un paso más hacia mí, y por un momento, todo quedó en silencio, solo el sonido de nuestras respiraciones llenando el espacio entre nosotros. Estábamos tan cerca que podía sentir el calor de su cuerpo, su fuerza invisible que me rodeaba.

Lo miré, y vi algo más en sus ojos. No solo dominación, sino algo que podía identificar, aunque me aterraba: deseo. Un deseo que no tenía cabida en nuestro mundo de traiciones y poder.

En ese instante, su mirada cambió, y por un segundo, todo se desmoronó.

—Eres más fuerte de lo que pensaba, Sofía. Pero no te engañes. El precio de este poder no es algo que puedas pagar tan fácilmente.

No dije nada. Solo lo miré, consciente de que ambos estábamos jugando un juego peligroso, uno que ninguno de los dos podía ganar sin perder algo irremplazable.

Mis pensamientos se desbordaban, pero mi boca permanecía cerrada. Quería decirle algo, algo que lo hiciera retroceder, que le hiciera entender que no iba a ser una marioneta en su vida. Pero no lo hice. Las palabras se ahogaban en mi garganta, como si una fuerza invisible me estuviera impidiendo hablar.

Enrico estaba tan cerca, y su presencia era opresiva, como una tormenta que se acumulaba en el horizonte. Su mirada no se apartaba de la mía, pero había algo en su rostro que no podía descifrar del todo. No era solo el deseo, no solo la rabia. Había algo más profundo, algo que ni él mismo parecía comprender. O tal vez sí, pero no estaba dispuesto a admitirlo.

—¿Qué esperas de mí, Enrico? —mi voz salió más firme de lo que había planeado. Si me iba a enfrentar a él, tendría que hacerlo con algo más que miedo.

Su expresión cambió, y por un instante, vi una sombra de sorpresa en sus ojos. Tal vez no esperaba que le hablara con tanta seguridad, pero no iba a dejar que me aplastara con su indiferencia.

—No esperes que te diga lo que quieres escuchar —respondió en un susurro grave. Su voz tenía una cualidad peligrosa, y la tensión entre nosotros se acumulaba en cada palabra.

El silencio se volvió espeso, y cuando finalmente me giré para marcharme, tropecé con una carpeta mal colocada sobre una de las mesas.

Cayó al suelo. Papeles dispersos. Fotografías.

Me agaché por inercia, y entonces, la vi.

Una foto en blanco y negro. Enrico… con mi padre. De pie, hombro con hombro, como dos socios. Como dos hombres que se conocían desde siempre.

El corazón se me detuvo.

La fotografía cayó de la carpeta como un secreto demasiado cansado de esconderse. Enrico estaba allí, de pie junto a mi padre, con esa misma mirada fría y calculadora. No era un desconocido. Era parte de mi historia mucho antes de que yo lo supiera.

Y en ese instante, supe que nada de lo que vivía con él era casualidad.

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