El salón del banquete estaba silencioso cuando Phoenix cruzó las puertas, con Alaric en brazos, acurrucado en su regazo como un pequeño brote de calor y vida. El niño dormía profundamente, su rostro sereno descansando contra el pecho de su madre. Lucian la seguía a su lado, con una expresión contenida, pero los ojos atentos. Arabella venía justo detrás, con pasos elegantes y una postura impecable como siempre, aunque sus ojos revelaban una tensión que intentaba disimular.Los altos candelabros proyectaban sombras suaves sobre las paredes de piedra. La larga y abundante mesa, repleta de asados, quesos, frutas y guisos humeantes, desprendía un aroma acogedor. Phoenix se acercó a una de las sillas más próximas a la cabecera, intentando acomodar a Alaric con cuidado para no despertarlo.Antes de que pudiera sentarse, Lucian se adelantó con una agilidad sorprendente y apartó la silla para ella, sus dedos rozando levemente su brazo.—Permítame —dijo él, con una voz grave y baja, casi un sus
Arabella caminaba por los corredores como una tormenta a punto de estallar. Sus pasos resonaban como latigazos en los suelos de mármol, y con cada zancada, su capa de terciopelo esmeralda ondeaba tras ella como una serpiente furiosa. Intentaba ocultar la rabia que ardía bajo su piel, pero era imposible: sus puños estaban cerrados, sus ojos entrecerrados, sus dientes apretados. Era un milagro que los corredores aún estuvieran intactos.No dijo una palabra al pasar junto a guardias o sirvientes. Solo los ignoró con una mirada gélida, como si el aire a su alrededor congelara todo lo que tocaba. Cuando llegó a la escalera que conducía a los jardines colgantes, su pecho ya jadeaba, y su mente era un torbellino de frustración contenida.Subió los escalones uno a uno, hasta sentir la brisa fría de la tarde rozar su rostro. El cielo estaba nublado, como si la propia naturaleza reflejara su estado de ánimo. Los jardines colgantes se extendían como un paraíso sobre la fortaleza, pero en ese mom
La noche descendía silenciosa sobre Aurelia, envolviendo las torres del castillo en un manto espeso de niebla. Desde el interior, los corredores resonaban con el suave crepitar de las antorchas y el sonido amortiguado de pasos cuidadosos. Arabella caminaba con firmeza, aunque contenida, cargando una bandeja con la última comida del día. Una sopa humeante, un trozo de pan crujiente, una infusión ligeramente endulzada. Y, por supuesto, la sustancia más importante de todas: la dosis precisa de hierbas, escondida entre los ingredientes, molida y mezclada de forma imperceptible.Ella sabía el riesgo. Si Phoenix pasaba demasiado tiempo sin consumir la mezcla, podría empezar a salir del torpor brumoso que Arabella había cultivado cuidadosamente a lo largo de los días. La joven comenzaría a pensar con claridad, a recordar, tal vez incluso a sentir el llamado de la loba que dormía dentro de ella, o peor aún, a recuperar sus poderes. Y si Phoenix despertaba sus poderes… todo estaría perdido. La
La primera luz del día apenas rozaba las torres blancas de Aurelia cuando Arabella cruzó los fríos corredores del castillo con pasos decididos. La gruesa tela de su vestido rojo oscuro rozaba el suelo de mármol a cada paso, y el cordón de cuero que llevaba al cuello, ajustado bajo el corpiño, parecía pesar más de lo habitual esa mañana. Allí dentro, oculto en un compartimento secreto, estaba el polvo traslúcido que desde hacía días ella venía usando para mantener a Phoenix bajo control: debilitada, obediente, con la mente nublada y los instintos de la loba adormecidos.Hoy, ella misma se encargaría del desayuno. Mezclaría el preparado en la bebida de la reina, como de costumbre, y se aseguraría de que Phoenix lo ingiriera sin cuestionar. Era un ritual silencioso que se había convertido en parte de la rutina desde que Phoenix llegó al Este. Y funcionaba. Siempre funcionaba.Pero al empujar la pesada puerta doble de la cocina, Arabella se detuvo abruptamente, el corazón saltándose un la
El salón estaba silencioso, pero preparado con la elegancia típica del Este. Las largas ventanas dejaban que la luz dorada de la mañana invadiera el ambiente en ángulos suaves. La mesa central estaba dispuesta con bandejas de plata, copas de cristal y platos de cerámica rústica pintados a mano. En el centro de la mesa, un arreglo con ramas secas y flores del campo aportaba la simplicidad que tanto gustaba a Phoenix, aunque no fuera una elección de los criados.Arabella llegó primero. Se sentó con rigidez en un extremo de la mesa, aún insegura de si realmente debía estar allí. No era un lugar para una dama de compañía. Era un espacio reservado para consejeros, miembros de la corte… o esposas de sangre real.Sin embargo, Arabella no era una dama de compañía. Solo fingía serlo. Y ahora también debía fingir durante la comida en su prop
Era tarde, y como Phoenix le había pedido a Lucian, decidió caminar con Alaric por los alrededores del castillo. El aire fresco de la tarde aliviaba el calor del día, y las sombras de las torres se alargaban por las murallas, creando figuras fantásticas en el suelo de piedra. Phoenix, con su hijo en brazos y dos guardias detrás de ella, caminaba hacia el lugar que la había acogido desde aquella fatídica noche en la frontera del Este.El trayecto hasta las puertas del castillo era una subida empinada, rodeada de senderos sinuosos y guardias vigilantes, cada paso aumentando la expectativa y la reverencia. A medida que ascendía, Phoenix sentía la brisa agitar sus cabellos sueltos, mientras Alaric dormía tranquilo en sus brazos. El sonido rítmico de sus pasos resonaba suavemente en las piedras.Al acercarse, Phoenix contempló las murallas de piedra, altas y gruesas, diseñadas para re
Arabella caminaba apresurada con la bandeja entre las manos, sus pasos resonando más fuerte de lo que le gustaría. El corredor estaba oscuro, iluminado solo por antorchas espaciadas, cuyas llamas titilantes dibujaban sombras distorsionadas en las paredes de piedra. El olor de la comida enfriándose ascendía en oleadas tibias, y ella lo odiaba. Odiaba el aroma a menta con miel. Odiaba saber que Phoenix ni siquiera tocaría la bandeja. Y, sobre todo, odiaba la forma en que Lucian le sonreía mientras comía a su lado.Bajó por las escaleras internas hacia la cocina, ignorando las miradas de los criados que limpiaban los utensilios, como si no vieran nada, como si no percibieran el fuego en sus ojos, el agarre firme de sus dedos alrededor de la bandeja de plata. Empujó la puerta de la despensa con el hombro y entró, cerrándola tras de sí con un golpe seco. El sonido reverberó entre las estante
La sala del trono, antes ocupada solo por ecos y sombras, ahora palpitaba con algo más. Algo vivo. Algo inevitable.Phoenix.Lucian sentía su sangre vibrar como un tambor de guerra. El simple hecho de que ella estuviera allí hacía que el aire pareciera más denso, más cargado —como si hasta el tiempo necesitara contener el aliento ante ella.Y él apenas podía controlarse.Ella se detuvo frente a él con la compostura de una reina, sin corona, sin cetro, pero con una presencia que bastaba para hacer que los reyes se arrodillaran. Cuando su voz resonó, fue como un velo de seda deslizándose sobre cuchillas.— Fui informada por la criada de que me llamó, Majestad.Lucian hizo un gesto discreto para que el guardia saliera, manteniendo sus ojos en ella como si, al parpadear, ella pudiera desaparecer.— No necesitas ser tan formal conmigo &mda