Antes del amanecer.

La primera luz del día apenas rozaba las torres blancas de Aurelia cuando Arabella cruzó los fríos corredores del castillo con pasos decididos. La gruesa tela de su vestido rojo oscuro rozaba el suelo de mármol a cada paso, y el cordón de cuero que llevaba al cuello, ajustado bajo el corpiño, parecía pesar más de lo habitual esa mañana. Allí dentro, oculto en un compartimento secreto, estaba el polvo traslúcido que desde hacía días ella venía usando para mantener a Phoenix bajo control: debilitada, obediente, con la mente nublada y los instintos de la loba adormecidos.

Hoy, ella misma se encargaría del desayuno. Mezclaría el preparado en la bebida de la reina, como de costumbre, y se aseguraría de que Phoenix lo ingiriera sin cuestionar. Era un ritual silencioso que se había convertido en parte de la rutina desde que Phoenix llegó al Este. Y funcionaba. Siempre funcionaba.

Pero al empujar la pesada puerta doble de la cocina, Arabella se detuvo abruptamente, el corazón saltándose un la
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