Lo merecía.

La noche descendía silenciosa sobre Aurelia, envolviendo las torres del castillo en un manto espeso de niebla. Desde el interior, los corredores resonaban con el suave crepitar de las antorchas y el sonido amortiguado de pasos cuidadosos. Arabella caminaba con firmeza, aunque contenida, cargando una bandeja con la última comida del día. Una sopa humeante, un trozo de pan crujiente, una infusión ligeramente endulzada. Y, por supuesto, la sustancia más importante de todas: la dosis precisa de hierbas, escondida entre los ingredientes, molida y mezclada de forma imperceptible.

Ella sabía el riesgo. Si Phoenix pasaba demasiado tiempo sin consumir la mezcla, podría empezar a salir del torpor brumoso que Arabella había cultivado cuidadosamente a lo largo de los días. La joven comenzaría a pensar con claridad, a recordar, tal vez incluso a sentir el llamado de la loba que dormía dentro de ella, o peor aún, a recuperar sus poderes. Y si Phoenix despertaba sus poderes… todo estaría perdido. La
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