UN PACTO NO TAN SAGRADO

El vestido que llevo es más pesado de lo que debería. Tal vez porque el peso real no está en la tela, sino en lo que representa.

Estoy sentada en el centro del gran salón, rodeada por nobles y consejeros, todos con ojos atentos, algunos con falsa alegría, otros con un brillo apenas contenido de morbo.

Hoy, mi compromiso es oficial.

Mi matrimonio con el príncipe maldito se celebrará en una semana.

Las palabras de mi padre resuenan en mi cabeza como un eco maldito.

"Quizás deberías temer lo que no conoces."

No sé si es el matrimonio lo que me aterra o la incertidumbre de con quién lo compartiré.

Los murmullos llenan el aire, los brindis resuenan, y yo mantengo una expresión imperturbable. Pero por dentro, mi mente es un torbellino de preguntas.

¿Qué clase de hombre se esconde tras la maldición?

¿Es solo una excusa para mantener a todos a raya?

¿O hay una verdad oscura que nadie quiere admitir?

Decido que necesito respuestas.

 

—Dicen que nunca muestra su rostro.

—Que su voz puede helarte la sangre.

—Que su piel carga el peso de su maldición…

Las voces de las damas de la corte flotan en el aire mientras camino por los jardines. No me molesto en interrumpirlas.

Los rumores son útiles. Y cuanto más absurdos, más cerca están de ocultar algo real.

—Pero lo más inquietante —continúa una de ellas, con un susurro teatral— es que no envejece.

Me detengo, agudizando el oído.

—Dicen que es igual ahora que cuando la maldición cayó sobre la familia real.

Algo en mi interior se tensa.

No es la primera vez que escucho esas historias.

Pero aquí, en su propio castillo, con el eco de su sombra en cada rincón, la sensación es diferente.

Real.

Los susurros mueren cuando las damas me ven. Hacen una torpe reverencia y se alejan con rapidez, dejando tras de sí un rastro de dudas en mi mente.

Si lo que dicen es cierto…

¿Con qué clase de criatura estoy a punto de casarme?

 

Cuando regreso a mis habitaciones, no estoy sola.

Lo sé antes de abrir la puerta.

Lo sé porque el aire está cargado de algo eléctrico, algo que eriza mi piel antes siquiera de cruzar el umbral.

Aún así, entro.

Cierro la puerta detrás de mí, fingiendo una calma que no siento.

Y entonces lo veo.

No del todo.

Apenas una silueta en la penumbra, apoyado contra la pared cerca de la ventana.

Su presencia es un peso en la habitación, una fuerza tangible.

—No deberías estar aquí —digo, aunque no es una orden.

Es un reto.

—Y sin embargo, aquí estoy.

Su voz es tranquila, pero no hay nada pacífico en ella. Es un filo acariciando mi piel sin tocarme.

Aprieto los puños.

—Podrías haberme esperado en el gran salón, como cualquier prometido decente.

—¿Y dónde estaría la diversión en eso?

Avanza un paso, lo suficiente para que la luz de las velas resbale sobre los bordes afilados de su mandíbula, el contorno de su boca.

No lo suficiente para que vea sus ojos.

—Las reglas de la decencia nunca se escribieron para hombres como yo.

Me cruzo de brazos.

—Entonces dime, esposo mío… ¿qué clase de reglas sigues?

Él se acerca más.

Mi espalda choca contra la puerta antes de darme cuenta de que estoy retrocediendo.

—Las mías —dice en un murmullo.

El aire entre nosotros es denso.

Cargado.

Como si una chispa pudiera encenderlo todo.

Y entonces, me roza.

No de la forma en que un hombre toca a su prometida.

Es más sutil. Más cruel.

El dorso de sus dedos apenas roza mi muñeca. Un roce fugaz, insignificante.

Y, sin embargo, el temblor que se propaga por mi piel me traiciona.

Él lo nota.

Por supuesto que lo nota.

—Cuidado, princesa —murmura—. Estás jugando un juego peligroso.

Levanto el mentón, negándome a ser la que retroceda primero.

—¿Y si te dijera que me gustan los juegos?

Un latido de silencio.

Un aliento contenido.

Su sonrisa es lenta.

Como si acabara de encontrar algo fascinante.

—Entonces dime, Lyria… ¿y si no soy el monstruo de esta historia?

Su voz es un veneno dulce.

Y por primera vez, me pregunto si la verdadera maldición…

No es la que pesa sobre él.

Sino la que acaba de caer sobre mí.

El aire entre nosotros es tan denso que casi puedo oírlo palpitar.  

Él sigue ahí, demasiado cerca, demasiado seguro de sí mismo. Y yo, demasiado consciente de la sensación que dejó su roce en mi piel.  

No sé qué esperaba de este encuentro. Una amenaza velada. Una declaración de intenciones. Quizás algo más brutal, más torpe. Pero no esto.  

No esta tensión afilada.  

No esta sensación de estar jugando una partida cuyo tablero apenas empiezo a comprender.  

Su sonrisa sigue allí, apenas una curva en su boca.  

Oscura. Peligrosa.  

—No pareces convencida, princesa.  

La forma en que lo dice, como si degustara el título en su lengua, como si lo saboreara con un dejo de burla y posesión, me enciende por dentro.  

—No me gustan las historias donde el villano pretende ser el héroe.  

—¿Y quién te dijo que soy el villano?  

—No necesito que nadie me lo diga.  

Su risa es un sonido bajo, grave, como el eco de una tormenta en la distancia.  

—Qué rápido juzgas.  

Da otro paso, y ahora su sombra se proyecta sobre mí, como una advertencia, como una promesa.  

—No me interesa jugar a las apariencias. —Levanto la barbilla, negándome a ser la que baje la mirada primero—. Sé lo que eres.  

Él inclina la cabeza, como si realmente considerara mis palabras.  

—¿Y qué soy?  

—Un monstruo.  

Esta vez, su risa es más suave, pero no menos peligrosa.  

—Qué decepción. Esperaba algo más original.  

Lo fulmino con la mirada.  

—Esperabas miedo.  

Un silencio.  

Un latido.  

Luego, él alza una mano.  

No lo suficiente para tocarme, pero sí para que la distancia entre nosotros se reduzca a un suspiro.  

—Aún no.  

Su voz es un roce contra mi piel, y me maldigo a mí misma por la forma en que mis músculos se tensan en respuesta.  

—Pero lo harás.  

—No apuestes por ello.  

Esta vez, él es el que sonríe.  

—Oh, Lyria…  

Mi nombre en su boca es un arma afilada.  

—Ya lo hice.  

El tiempo parece estirarse entre nosotros, un hilo tirante a punto de romperse. Y luego, como si nada, él da un paso atrás.  

Se retira con la misma naturalidad con la que ha invadido mi espacio, como si hubiera ganado algo invisible en esta confrontación.  

Y quizás lo haya hecho.  

—Duerme bien, princesa.  

La puerta se abre tras de él.  

Un parpadeo, y se ha ido.  

Dejándome en la penumbra, con la sensación de que, de alguna manera, acabo de perder la primera batalla.  

Pero esta guerra…  

Esta guerra apenas ha comenzado.

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