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PRIMER ENCUENTRO (EN LAS SOMBRAS)

El carruaje se detiene con un chirrido sobre el empedrado húmedo. Afuera, la neblina es espesa, serpenteando entre los muros de piedra ennegrecida como si la misma fortaleza exhalara su propia oscuridad.

No necesito que nadie me diga dónde estoy. La energía de este lugar se siente en mi piel, se arrastra por mi columna como un presentimiento. Esta es la fortaleza de Ravka. Mi prisión.

Tirito cuando la puerta se abre y una ráfaga de viento helado me golpea el rostro. No sé si es el frío lo que me hace estremecer, o la certeza de que, una vez cruce este umbral, mi vida tal como la conozco habrá terminado.

Nadie me ayuda a bajar. Perfecto.

Reafirmo mi agarre en mi capa y coloco un pie en el suelo con la cabeza en alto. No importa que el aire huela a humedad y a piedra antigua. No importa que las llamas de las antorchas proyecten sombras que parecen moverse con vida propia. No importa que el peso del cielo nublado haga que la fortaleza parezca aún más siniestra.

Soy Lyria de Eldoria. No me quebraré.

Una figura se adelanta desde las sombras, con una túnica gris y la cabeza gacha.

—Princesa Lyria. —Su voz es neutral, pero su mirada no me encuentra—. Bienvenida.

No me responde cuando le pregunto su nombre. Solo hace un gesto para que lo siga.

Avanzamos por el patio, donde más figuras se mueven en silencio. Nadie habla. Nadie levanta la cabeza. Es como si el aire mismo estuviera contenido, como si todos aquí respiraran con cautela.

Y yo lo noto.

El peso de algo invisible, algo que se mueve entre las sombras y observa.

El interior del castillo es peor. Frío, lóbrego, con candelabros que apenas logran disipar la penumbra de los pasillos. La piedra parece absorber el sonido de mis pasos, y cada segundo que paso aquí, más fuerte es la sensación de ser vigilada.

Cuando me llevan a mis aposentos, lo primero que noto es la enorme cama de dosel en el centro, las cortinas de terciopelo negro ondeando con la corriente helada que se filtra por la ventana. Un fuego arde en la chimenea, pero su calidez es mínima comparada con el hielo que se ha instalado en mi pecho.

El sirviente se detiene en la entrada.

—Mi prometido —pregunto sin rodeos—. ¿Dónde está?

La reacción es inmediata. Un estremecimiento en su postura, apenas perceptible, pero ahí está.

—El príncipe no se presentará esta noche.

Frunzo el ceño.

—¿Por qué?

El silencio se alarga, incómodo.

—Él… vendrá cuando lo considere adecuado.

Cruzo los brazos.

—¿Y hasta entonces? ¿Se supone que deambule por este castillo como un fantasma más?

Su mirada finalmente se encuentra con la mía, y es entonces cuando lo veo.

Miedo.

Un miedo tan profundo, tan arraigado, que supe en ese instante que lo que sea que atenaza este lugar no es un simple rumor.

El sirviente murmura algo ininteligible y desaparece por la puerta.

Estoy sola.

O al menos, eso quiero creer.

La cena llega y se va. Mi ropa de viaje es reemplazada por un camisón de seda demasiado fino para la temperatura de la habitación. Me acuesto, pero el sueño no llega.

Porque lo siento.

No es solo paranoia. Hay algo aquí.

En la penumbra de la habitación, donde las sombras se alargan y el fuego de la chimenea chisporrotea débilmente, una presencia se desliza en los rincones más oscuros.

Y luego…

Un susurro.

—No esperaba que fueras tan temeraria.

Mi cuerpo se tensa.

Esa voz.

Grave, baja, casi un ronroneo oscuro que se desliza sobre mi piel como una caricia no deseada.

Me incorporo en la cama de golpe.

—¿Quién está ahí?

Nada. Solo la danza de las sombras en las paredes.

Pero no estoy sola.

Lo sé porque puedo sentir su mirada sobre mí.

Mi corazón late con fuerza. El aire se vuelve espeso, cargado de algo que no logro identificar.

—Así que esta es mi prometida… —la voz vuelve a resonar, esta vez más cerca.

Mi mano busca el candelabro en la mesita de noche, pero antes de poder tocarlo, el fuego de la chimenea parpadea violentamente.

Las llamas se agitan. Se retuercen.

Y en la penumbra, una silueta se dibuja.

Alta, imponente.

Una sombra hecha hombre.

Mis dedos se crispan sobre las sábanas.

—Muéstrate.

Un suave sonido, casi una risa.

—¿Por qué tanta prisa? Tenemos toda la vida por delante, princesa.

El fuego de la chimenea estalla en un resplandor momentáneo y, por una fracción de segundo, veo más de lo que debería.

Un destello de ojos afilados, la curva de un rostro esculpido en sombras. Un hálito de peligro tan tangible que mi piel se eriza.

—¿Eres cobarde o simplemente disfrutas los juegos infantiles? —disparo con voz firme, a pesar del escalofrío en mi columna.

Silencio.

Luego, un movimiento en la oscuridad.

No veo su rostro. Pero lo siento.

Demasiado cerca.

Mi respiración se entrecorta.

—Eres valiente —murmura—. O estúpida.

No sé por qué, pero el sonido de su voz me envuelve como un lazo invisible. Me atrapa, me ancla a este momento de una forma que no comprendo.

Trago saliva.

—No soy ninguna de las dos. Solo quiero saber con quién estoy destinada a casarme.

Una exhalación. Casi como si se estuviera divirtiendo.

—¿Y qué harías si vieras lo que hay detrás de las sombras?

—No lo sé —admito, sin dejar de observarlo—. Pero al menos lo enfrentaría.

Un silencio pesado se instala entre nosotros.

Luego, su voz, tan baja que casi no la escucho:

—No juegues conmigo, princesa. No saldrás ilesa.

Y en un parpadeo, la sombra se desvanece.

La habitación está vacía.

Pero sé que él sigue aquí. Observando. Esperando.

Y por primera vez en mucho tiempo…

No sé si quiero huir. O quedarme.

El silencio se alarga, dejando un eco sordo en mi pecho. Mi respiración sigue agitada, mi pulso tamborilea contra mis muñecas, y la piel aún conserva la sensación de su cercanía, aunque sé que ya no está.  

O sí.  

Porque lo siento en cada sombra que se desliza en la habitación, en la forma en que la penumbra parece cobrar vida propia, en el frío que me cala hasta los huesos a pesar del fuego titilante en la chimenea.  

Me paso una mano por el rostro, exhalando con fuerza.  

No puedo permitir que me vea temblar. No puedo darle ese poder sobre mí.  

Pero lo cierto es que lo tiene.  

No por miedo.  

No solo por eso.  

Me deslizo fuera de la cama con un movimiento lento, midiendo cada paso como si las mismas baldosas pudieran traicionarme. Recorro la habitación con la mirada, buscando algún indicio de que él realmente estuvo aquí y no fue solo una fantasía retorcida alimentada por el cansancio.  

Nada.  

Ni una puerta entreabierta, ni una cortina ondeando por la brisa.  

Solo el leve perfume de algo desconocido en el aire. Algo oscuro, algo que me eriza la piel de una forma que no logro explicar.  

Cierro los ojos por un momento y me obligo a respirar.  

No juegues conmigo, princesa. No saldrás ilesa.  

Su advertencia resuena en mi mente, envolviéndome con la promesa de un peligro que aún no comprendo del todo.  

Y lo peor es que, por primera vez en mi vida, el peligro no me hace querer huir.  

Me tenso al escuchar un golpe sordo fuera de la habitación. Algo leve, apenas perceptible, pero suficiente para recordarme que no estoy sola en este castillo.  

Podría ser un sirviente. Podría ser el viento.  

O podría ser él.  

Me acerco a la puerta con cautela y la entreabro apenas un poco.  

Nada. Solo el pasillo vacío, iluminado por antorchas que proyectan sombras demasiado alargadas en las paredes de piedra.  

Doy un paso afuera, sintiendo la temperatura helada del suelo en mis pies descalzos. La brisa nocturna arrastra un susurro lejano por los corredores, como si el castillo mismo respirara.  

No debería estar aquí.  

Y sin embargo, avanzo.  

Mis pasos son silenciosos, deslizándose sobre la piedra como si mi cuerpo supiera que debe moverse sin ser escuchado.  

No sé qué espero encontrar.  

O a quién.  

Pero algo me dice que él está cerca.  

Doy la vuelta en la esquina del pasillo y me detengo de golpe.  

Hay alguien allí.  

No del todo visible, oculto en las sombras donde la luz de las antorchas no alcanza.  

Pero lo sé. Lo sé.  

Es él.  

Puedo sentirlo.  

Su presencia es un peso tangible en el aire, una vibración en mi piel que me pone en alerta de una forma primitiva, instintiva.  

No lo veo, pero la tensión entre nosotros es densa, tirante, como un hilo invisible que nos une en la oscuridad.  

—¿Buscándome, princesa?  

Su voz es más baja esta vez, como un roce apenas perceptible en el aire.  

Mi garganta se seca.  

No retrocedo. No parpadeo.  

—Curioso que el hombre al que debo casarme prefiera esconderse en la oscuridad.  

Un silencio tenso se instala entre nosotros.  

Luego, un movimiento.  

No sé cómo, pero de repente lo siento más cerca.  

Demasiado cerca.  

La penumbra se agita, y su silueta se insinúa en los límites de la luz. Solo un destello: una línea de mandíbula afilada, el brillo fugaz de unos ojos que no alcanzo a ver con claridad.  

Un aliento cálido roza mi mejilla.  

No entiendo cómo ha acortado la distancia entre nosotros sin que lo note.  

Mi corazón se acelera.  

—La luz no es tan segura como crees —murmura.  

Su voz me envuelve, profunda y sedosa, con una nota de advertencia que no puedo ignorar.  

Me niego a apartar la mirada, aunque mi respiración se vuelve errática.  

—¿Es eso una amenaza?  

—Es un consejo.  

Su mano, o quizás solo su sombra, se mueve cerca de la mía.  

No me toca.  

Pero la sensación de su cercanía es tan intensa que me paraliza.  

—Si te asusta la oscuridad —continúa—, ¿por qué te adentras en ella?  

Mi mandíbula se tensa.  

—Quizás porque quiero verla de cerca.  

Silencio.  

Él inhala suavemente, como si evaluara mi respuesta.  

Y luego, con un murmullo apenas audible:  

—Eso podría ser un error.  

Y como si nunca hubiera estado ahí, se desvanece en la penumbra.  

Dejo escapar el aliento contenido, mi pecho subiendo y bajando con rapidez.  

El castillo está en calma otra vez.  

Pero algo dentro de mí ya no lo está.

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