EL BESO DE LA MENTIRA

La biblioteca huele a papel antiguo y a secretos olvidados.

Es un espacio vasto, con estanterías que se alzan hasta el techo abovedado, sombras profundas entre los pasillos y un aire de reverencia silente. Nadie debería estar aquí a estas horas.

Pero yo tampoco debería estarlo.

Mis dedos recorren los lomos de los libros, cada uno etiquetado con una caligrafía impecable. Historia. Estrategia militar. Cronologías de la nobleza. Y entonces, más allá de una fila polvorienta, lo encuentro.

Un libro sin título en el lomo, su encuadernación desgastada por el tiempo.

Lo saco con cuidado, sintiendo el peso de lo prohibido en mis manos.

"Las Crónicas de la Maldición".

El corazón me da un vuelco.

Miro por encima del hombro. La biblioteca está en silencio, pero no me fío. La sensación de ser observada ha estado persiguiéndome desde que llegué a este castillo.

Abro el libro con manos temblorosas y empiezo a leer.

"Una sangre maldita por el pacto de un rey. Un destino sellado por la traición y el deseo. Aquel que porte esta herencia cargará con el hambre insaciable de la oscuridad..."

Un escalofrío me recorre la espalda.

¿Hambre insaciable?

Paso la página, mis ojos devorando las palabras.

"El maldito no puede escapar de su naturaleza. No puede resistirse a lo que es. Pero la jaula que lo contiene no es de acero ni de piedra… sino de carne. La única llave es su propia perdición."

Mi respiración se acelera.

¿Qué significa eso?

—Esa es una lectura peligrosa, princesa.

El libro casi se me cae de las manos.

Giro sobre mis talones, con el corazón en la garganta.

Y ahí está él.

Apoyado casualmente contra una estantería, vestido de negro, como si la penumbra misma se tejiera en su ropa. Ojos oscuros, expresión indescifrable.

Como si hubiera estado allí todo el tiempo.

—¿Siempre tienes la costumbre de acechar en las sombras? —mi voz suena firme, aunque mi pulso me delata.

Él no responde de inmediato. Sus ojos recorren el libro en mis manos, luego vuelven a los míos.

—Tú también pareces tener costumbres peligrosas.

Lo cierro de golpe.

—¿Por qué este libro está escondido?

Su sonrisa se inclina apenas, como si considerara cuánta verdad ofrecerme.

—Porque algunas verdades no deberían descubrirse.

—Eso lo decidiré yo.

Empiezo a rodearlo para salir, pero en un movimiento apenas perceptible, me bloquea el paso.

—¿Qué tanto leíste?

—Suficiente.

—¿Suficiente para qué?

Me mira como si pudiera verme por dentro, como si supiera cada pensamiento que me cruza la mente.

Lo odio por eso.

—Para saber que no confío en ti.

Él sonríe.

—Eso ya lo sabía.

Su proximidad es asfixiante. La forma en que inclina la cabeza, la manera en que su respiración es apenas un roce contra mi piel. No me toca, pero podría.

Y eso lo hace aún peor.

—Déjame pasar.

—¿Y si no quiero?

Lo miro desafiante, sin retroceder.

—No eres mi carcelero.

—No. Pero seré tu esposo.

La palabra se asienta en el aire entre nosotros, pesada, ineludible.

Su voz es baja, profunda, con una cadencia peligrosa.

—Y eso significa… que tarde o temprano…

Su mano se alza, su dedo apenas rozando la piel de mi muñeca.

Un roce ínfimo. Un incendio.

—…sabrás lo que realmente soy.

Trago saliva, negándome a mostrar debilidad.

—Y si la jaula no es para ti… sino para mí, ¿qué harás entonces?

La sombra de algo indescifrable pasa por sus ojos.

Entonces, sin previo aviso, se inclina.

No me besa.

Pero su boca está a un suspiro de la mía.

La tensión es insoportable.

Y luego, susurra:

—Tienes miedo de lo que sientes, ¿verdad?

No respondo.

Porque sé que, en el fondo, no puedo mentir.

Mi respiración es irregular. No porque esté asustada. No exactamente.

Su cercanía es un veneno que se filtra en mis venas, una trampa en la que no quiero caer, pero que al mismo tiempo me tienta con un peligro desconocido.

—No te tengo miedo —logro decir, con una voz que no es tan firme como desearía.

Él no se mueve, su expresión es ilegible. Pero hay algo en la forma en que me observa… no es burla. Es algo más oscuro. Algo que no sé si quiero descifrar.

-¿No? —su aliento roza mi piel cuando murmura.

Tengo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no cerrar los ojos. Para no inclinarme apenas hacia él. Para no caer en su maldito juego.

Me obliga a dar un paso atrás.

El contacto se rompe.

El aire entre nosotros está cargado de electricidad.

Él no dice nada. Solo me observa con esa intensidad devastadora que me hace sentir expuesta.

Tomo el libro con más fuerza de la necesaria.

—Debo irme.

Me giro sin esperar respuesta y camino con pasos decididos hacia la salida. Pero apenas doy tres pasos cuando su voz me detiene.

—Tienes razón en una cosa.

Me obliga a mirarlo por encima del hombro.

Su mirada es como un anzuelo, atrapándome incluso cuando quiero alejarme.

—¿En qué?

Su boca se curva apenas, pero no hay diversión en su expresión.

—No soy tu carcelero.

Una pausa.

—Pero tampoco soy tu salvador.

Un escalofrío me recorre la espalda.

No espero que diga más.

Salgo de la biblioteca con el libro apretado contra mi pecho, sintiendo su mirada clavada en mi espalda hasta que la puerta se cierra detrás de mí.

 

Las palabras en el libro danzan ante mis ojos, pero apenas puedo concentrarme.

Estoy sentada en mi habitación, la vela titilando sobre la mesa, el silencio pesando sobre mis hombros. Intento leer, entender más sobre la maldición, pero mi mente sigue atrapada en lo que pasó en la biblioteca.

En él.

Cierro los ojos con frustración.

No puedo dejar que esto me afecte. No puedo permitir que su presencia me desestabilice.

Yo vine aquí con un propósito.

Debo destruirlo.

No caer en su juego.

Aprieto los puños y vuelvo la vista al libro.

"El maldito no puede resistirse a su naturaleza."

Mis labios se presionan en una fina línea.

Si no puedes resistirse…

Tal vez, solo tal vez, pueda usar eso en mi favor.

Pero antes de poder desarrollar el pensamiento, un golpe seco en la puerta me hace saltar.

Me pongo de pie de inmediato, mi corazón acelerado.

—¿Quién es?

Silencio.

Da un paso hacia atrás.

El castillo está lleno de sombras. De secretos. De misterios que aún no comprendo.

La puerta no se abre.

Pero la vela parpadea.

Y entonces, la escuché.

Su voz.

—Duérmeme bien, princesa.

Una advertencia.

¡O una promesa!

El escalofrío que me recuerda no tiene nada que ver con el miedo.

Y eso es lo que más me aterra.

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