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Daniel llegó agotado a la entrada de la cueva.

Llevaba en la memoria el cosquilleo en las encías al alargarse sus colmillos. La sensación de tener vida bajo sus uñas cuando estas hicieron lo mismo, y luego aquel dolor, aquella punzada cortante que le dejó sin respiración y le hizo doblar.

Se detuvo y tomó aliento.

No había nadie a la entrada y eso le sorprendió.

Entró en la cueva y vio a Ibrahim junto a su padre, hablaban y se giraron al mismo tiempo al olerle.

—Se ha transformado —dijo Ezequiel sin siquiera preguntarle cómo estaba él. Sin sospechar, sin pararse a pensar que tal vez también él, su propio hijo, se había transformado.

Daniel se detuvo en seco.

Ibrahim se cruzó de brazos. Su rostro estaba serio, tenso.

—¿Qué pasa? —disimuló Daniel.

—Pasa que sigue

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