-¿Tiene ascendencia turca?-, me preguntó el doctor, después de auscultarme detenidamente. Al galeno le llamaba la atención mi apellido. -Es portugués-, sonreí abrochándome la blusa. Cuando lo hacía, vi las horribles suturas de mi pecho, atravesando el canalillo, símbolo de la tragedia que me envolvía y sumía mi vida en llanto y desconsuelo.
-Estás bien, la bala no afecta órganos vitales, puedes desarrollar una vida normal, tendrás mucha tos, sí, pero esos accesos serán normales-, me fue diciendo el galeno sin mirarme, escribiendo muchas cosas en un cuaderno grande empastado. -¿Puedo volver al servicio activo?-, pregunté. Es lo que me interesaba, en realidad. -No, Katty, ya has sido declarada incapacitada, pero puedes hacer otras cosas-, siguió él sin mirarme. Eso me fastidiaba más, que la gente intentase hacerme convencer que el haber sido dada de baja no era el fin del mundo y que todo podía ser normal o igual que antes. Nadie podía imaginar que ese balazo había hecho añicos mis sueños y mi vida entera. No quería besos o caricias, tampoco comprensión. Lo que yo quería es que me dejaran volver a lo mío y que si me iba a morir, que lo hiciera en el cumpliendo del deber. -¿Qué sugiere que haga entonces?-, pregunté poniéndome mi abrigo, arreglando mis pelos y juntando los dientes. -Puedes trabajar en una tienda, en una oficina, hacer asesorías, estudiar una carrera, hay miles de empleos afuera-, me miró al fin, el doctor, meciéndose en su silla. Crucé las piernas disgustada. -Tengo las manos deformes de nacimiento, mis dedos están soldados, no puedo hacer trabajos de oficina. Me llenaré de telarañas en una oficina-, le reclamé. -Practica footing, aprende algún arte, quizás eres una gran artista, juega tenis-, me enumeró como soluciones. Arrugué mi naricita, me puse de pie y sin despedirme del médico, me fui de su consultorio molesta y furiosa. Él se quedó con la mano estirada, boquiabierto y desconcertado. En el pasadizo del hospital que me llevaba a la salida, me dio, de repente, un acceso fuerte de tos, imagino porque estaba muy fastidiada e irritada. Puse el antebrazo delante de mi boca, pero vi que muchas personas se arrimaban pensando, seguramente, que estaba gravemente enferma. Eso me dio aún más coraje. -Voy a contagiarlos a todos de peste negra-, dije refunfuñando y dando empellones me fui a mi casa. Apenas llegué hice volar por los aires mis zapatillas, me saqué mi jean y el abrigo y solo me quedé con la blusa y en calzón. No tenía ganas de nada, siquiera de comer o beber agua. Jalé mis pelos con furia , queriendo arrancharlos de mi cabeza y prendí a todo volumen el televisor. Me tiré a una silla y empecé a pintarme las uñas de los pies. En el servicio no podía hacerlo porque iba contra el reglamento, ahora manchaba mis uñas de un oscuro intenso y eso me daba risa. -Oscura como mi suerte-, reía hecha una loca. Se me dio por pintarme todo de oscuro. Los labios, las sombras de los ojos, mis mejillas, mis pestañas, las uñas de mis manos, pero justo tocó el timbre. No quería abrir. -Katty-, me llamaba Renato, mi ex novio. Terminamos porque, simplemente, él se enamoró de otra chica. Fue deshonesto conmigo. Le abrí de mala gana la puerta. Él se deleitó viéndome descalza y en calzón, meneando las caderas, dirigiéndome a la sala a apagar el televisor. Ya me había visto desnuda un millón de veces cuando éramos pareja. -Quería saber cómo estabas, tu móvil está apagado-, me dijo mirando y admirando mis piernas cuando subí mis dos pies a la silla, como si hiciera yoga. -No quiero hablar con nadie-, renegué. -La vida no se ha acabado, Katty, debes ver nuevas oportunidades, buscar opciones-, me dijo Renato, en forma lastimera. Eso me enfurecía más. Que la gente me tuviera lástima. Y viniendo de mi ex novio, me provocaba más repulsión. -No quiero sermones-, le dije molesta y dando trancos subí a mi cuarto, ¡pum! tiré la puerta, y hundida entre las almohadas me puse a llorar a gritos. Renato arregló las sillas, ordenó mis cosméticos y se fue, después de cerrar bien la puerta. Al menos sabía que no me había suicidado.*****
Resignada, me matriculé en una escuela de bellas artes, para hacer dibujos y pinturas pese a que mis manos las tenía deformes, como les digo. Tengo los huesos juntos, haciendo una masa informe y no puedo sujetar bien los pinceles porque las falanges de los dedos parecen soldados igual a tenazas. Nací con esas deformaciones en mis manos, las dos, y aunque no se notaban, eran toscas, hinchadas y muy fuertes. Los huesos eran igual a grandes clavos poderosos, erguidos pero que me impedían hacer manualidades como coser o pintar. Incluso ambas muñecas de mis brazos y los codos, parecían estar soldados.
-La idea de hacer arte es volcar el corazón al pincel-, decía el profesor, un hombre muy gordo, calvo y que hacía maravillosos dibujos mientras hablaba. Me encantaba verlo pincelar hermosos y románticos paisajes, rostros femeninos subyugantes, hombres enormes, de magníficos bíceps, mariposas encantadas, campos enormes, cascadas tan precisas que me parecía escuchar el sonido dulce del agua, acariciando las piedras. También leones furiosos, tigres hambrientos y gorilas malhumorados. Era fantástico. -Debes dejar correr el pincel, que te guíen tus sentimientos, abre las puertas a tus emociones-, me decía mientras yo trataba de dibujar un Sol. Mascaba mi lengua, encorvada delante de la cartulina, rasguñando el cartón sin delicadeza, garabateando una horrible luz solar y feísimas nubes porque mis manos eran sencillamente ladrillos con dedos. No era lo mío. El profesor se molestó cuando pinté el Sol de un intenso marrón y las golondrinas de verde. -Pero señorita Tecelao, ¿acaso ha visto un Sol marrón y golondrinas verdes alguna vez?-, me preguntó. Los otros compañeros rompieron en risotadas tan estruendosas que me sentí humillada. Con el rostro fruncido, mordiendo mi lengua, recogí mis pinceles, las acuarelas, las cajitas de colores, los lápices, el borrador, los puse en mi mochila, doblé la cartulina y me fui sin despedirme del profesor ni de nadie, sintiéndome frustrada e iracunda a la vez. Tampoco aprendí a tocar guitarra, ni flauta dulce y menos órgano electrónico por culpa de mis dedos deformes y las manos que parecían hechas de concreto. Gasté mucho dinero en las cinco o seis clases que asistí. -No tienes sentido musical-, me reclamó la profesora de piano, viéndome machacar las teclas como si estuviera matando cucarachas a zapatazos. No le atiné, siquiera, a la nota fa que, decía la maestra, era la más fácil. Las cuerdas de la guitarra cortaban mis dedos y la flauta dulce la sentí demasiado amarga, ironías al margen. Por último quise hacer poemas que me parecían más fáciles que hacer cuentos o novelas. En imágenes del buscador del móvil, seleccionaba hombres hermosos y les cantaba mis versos. Escribía sobre los ojos, las manos, la nariz, los labios de esos galanes bellos, también de sus músculos bien tallados y marcados, e imaginaba los besos de ellos, sus caricias y hasta me veía en situaciones eróticas. Me alucinaba siendo suya de esos hombres divinos y mágicos, llenándome de besos, tatuando mi piel con sus labios, desatando mis cascadas e invadiendo mis abismos. Suspiraba pensando en un encuentro amoroso con ellos, subyugada a sus brazos enormes, sus piernas duras y macizas y los pechos alfombrados de vellos. Mis versos me parecían interesantes y quise saber la opinión de otros poetas y escritores, para saber si es que tenía algún futuro como poetisa. Entré a varios chats y mandé mis poemas a diferentes webs, sin embargo, para mi decepción y desconsuelo, siempre recibía la misma cruel y lapidaria respuesta: -mejor búscate un hombre- Indignada lanzaba mi laptop por los aires y pateaba las sillas y mesas, maldiciendo mi suerte. En uno de sus esos arrebatos, el ordenador abrió una página que mostraba a un tipo grande, muy bello, sudoroso, con el torso desnudo, sus bíceps delirantes, sus manos grandes, la mirada de águila queriendo devorarme, sus músculos bien pincelados y las piernas tan largas que parecían postes de alumbrado. Imantada, juntando los dientes, jalando mis pelos, mis pechos hechos unas colinas macizas, encendida en llamas, leí el pie de página: la academia del campeón nacional de tenis, decía en tan solo un renglón. Quedé boquiabierta. Mis poemitas, al final, me habían servido de algo.Esa misma mañana llegué al club de tenis más prestigioso de la ciudad. Me había comprado una raqueta, una veintena de pelotas, medias cortas, un maletín deportivo y un uniforme blanco de camiseta y minifalda, abajo me puse un short y calcé zapatillas rosadas. También me puse muñequeras y me amarré el pelo en cola. Estacioné mi carro en el parqueo y el vigilante me llevó donde la secretaria. -La señorita quiere aprender a jugar tenis-, me anunció delante de ella. La mujer escribía en su ordenador. -¿Socia, invitada o visitante?-, me preguntó sin mirarme. Ya se me estaba haciendo costumbre. -Visitante-, alcé mi hombro coqueta. Al vigilante le dio risa y sin dejar de reírse, se fue a su puesto de trabajo. Yo me quedé chupando la boca, mirando a la mujer. -La cancha cuatro está disponible. Pagas en caja-, me dijo sin despegar la mirada de la pantalla de su PC. ¿Y qué podía hacer sola en una cancha de tenis? Me sentí en medio de un desierto. El piso era de ladrillo, una red larga
Marcial me llamó por la tarde. Yo estaba fastidiada por que se había roto una tubería en la casa, se habían inundado la cocina y el baño, y estaba sin agua. Refunfuñaba indignada. El gasfitero estaba en camino hacía una hora (me prometió en diez minutos) y maldecía por todo, furiosa, jalándome los pelos, pateando sillas y secando el piso que había quedado hecho una laguna. Estaba tan iracunda que tuve numerosos accesos de tos y que me dejó más roja que un cangrejo hervido. -¿Qué tienes qué hacer en la tarde?-, me preguntó. Uyyyy ¿una cita? Mi corazón pataleó en el pecho, sentí mi sangre hacer ebullición en las venas y pasé la lengua por mis labios, febril e impetuosa. El fuego de mis entrañas me volvió, de inmediato, en una pila de carbón. -Nada-, dije. -Vente al club a las tres, cambiada, vas a la cancha seis, que vas a jugar contra Magdalena Blokhin-, me anunció y colgó sin darme lugar a preguntas. -Cita ¿eh?-, me sentí defraudada, decepcionada, carilarga y volví a tirar patad
Mi primer enamorado, Luis, marcó demasiado mi vida. Tuvimos un intenso romance, cuando yo tenía apenas 20 años. Fue mi segunda pareja. Mi primer enamorado, fue un amor de adolescentes en el colegio y que se estiró hasta que ingresé a la policía y él me dejó porque yo le asustaba, je. Entonces, me enamoré de Luis. Era mercachifle y siempre pasaba por mi casa, vendiendo cualquier cosa. De él me gustó porque era alto, fuerte, robusto, de magníficos músculos, brazos de cemento y bien cincelados, además era muy divertido. -¿Sabes que es el aeromodelismo?-, me preguntó cuando le compré una lámpara muy bonita que alguien había desechado. -Claro, son aviones a escala-, le dije sin entender nada. -No, es un desfile de modas en paracaídas ja ja ja ja-, estalló él en carcajadas. -Idiota-, se me ocurrió decirle contagiada de sus risotadas. Entonces me enamoré, como una auténtica boba. Él no sabía que yo era policía, nunca lo supo en realidad ni tampoco le interesó saber de mí. Lo únic
No quería entrenar. El inusitado interés que de repente se había desatado en torno a mí, me fastidiaba, me aplastaba, me hacía sentir desconcertada. Necesitaba aclarar mis ideas y mis sentimientos. Marcial me interesaba y mucho, me parecía adorable y lo deseaba, sin embargo él no tenía los mismos ojos sobre mí, y sentía que yo más le parecía una mercancía que una mujer. Desanimada y frustrada llamé al sargento Márquez. -¿Qué es de tu vida, Katty?-, me preguntó sorprendido, con esa tonadita tan varonil que me despeinaba y hacía encender las llamas en mis entrañas Él siempre me había gustado.. -Quiero verte-, le dije juntando los dientes, sintiendo las llamas chisporroteando por mis poros. Golpeaba mis rodillas y no dejaba de jalar mis pelos. Con Márquez ya había tenido más que una amistad. Siempre fue, digamos, mi paño de lágrimas, el refugio ideal cuando tenía preocupaciones, dudas, me sentía mal, estaba deprimida o quería esconderme de los problemas. Y él siempre estaba dispuesto
Esa mañana me acerqué a tesorería para pagar la cancha cuatro. No le había dicho nada a Marcial. Quería pelotear un rato para despejar mi mente, quizás jugar con alguna chica o simplemente enfrentarme a la máquina lanza pelotas. La chica que estaba en caja parpadeó apenas me vio. -Usted no paga, señorita Tecelao, utilice siempre la cancha seis, esa cancha está reservada para usted-, fue lo que me dijo. -No entiendo-, balbuceé desconcertada y turbada. -Es lo que ha ordenado el señor Boniek-, me aclaró ensanchando una larga risita. Marcial estaba en la cancha seis, justamente, y discutía con un sujeto maduro, de pelos revueltos y que tenía las manos en los bolsillos y que parecía estar azorado, bastante molesto y también alzaba la voz. -No puede ser, Boniek, si quieres que participe en un torneo máster-, decía el tipo con enfado, renegando, mirando constantemente el cielo, pensando que Marcial era intransigente o algo así. -No, no, no, máster no, tiene que ser en el open nacional,
Los exámenes clínicos arrojaron que estaba en perfectas condiciones y que pese a la bala que tenía alojada en el pecho, no había inconvenientes para practicar cualquier deporte, menos aquellos que requerían mucha fuerza como las pesas. Me tomaron un millón de radiografías e incluso me sometieron a pruebas de larga resistencia sobre una banda elástica. Todos los cumplí al pie de la letra. En realidad lo hacía por complacer a Marcial porque no me interesaba competir ni enfrentar a nadie, incluso ya había pensado en renunciar apenas me inscribiesen para el torneo.Ashley Dempsey llegó a mi casa de noche. Hacía mucho frío y ella parecía un osito metida en un gran abrigo. Tenía, incluso una gorra de lana y guantes. Estacionó su carro en mi cochera y apenas bajó del auto, exhaló un tupido vaho que parecía el humo de un incendio. -Hace mucho frío allá afuera-, me dijo tiritando. Yo también tenía frío. Tenía dos cafarenas puestas y un buzo grueso. Mis pelos estaban desparramados sobre mi cue
Tenía, ahora, reservado un espacio para estacionarme, un casillero en los vestidores y carta blanca en la cafetería. Todas esas atenciones me incomodaban. Me hacían sentir una diva y aunque me gusta eso, prefiero el perfil bajo. Me encanta llamar la atención pero no quiero muchas atenciones, ¿me entiende? Marcial me llamó para que lo vea en su oficina. Su secretaria me dijo que por orden de Boniek podía subir cuando quisiese, incluso sin anunciarme. Soplé molesta el cerquillo que me había hecho en la la frente. -Ahora dirá a todos que soy su esposa-, dije molesta, aunque después pensé que eso sonaba muy bien, je. -Soy el principal accionista en un par de empresas, una de ropa deportiva y otra de bebidas energéticas. Te van auspiciar-, me anunció meciéndose en su silla de cuero. Su oficina era sobria e impecable tanto como él. Habían cuadros enormes de grandes pintores, candelabros grandes, jarrones artísticos, estantes con trofeos, medallas colgadas, todo alfombrado y sillone
Almorcé en el club y me quedé mirando jugar a los chicos y chicas que se turnaban en las canchas. Todos se alistaban para el open nacional, me contó un recogebolas. Los veía muy altos, impecables, excelentes en sus juegos. Formidables en sus raquetazos. -Ese es Michael Hurst, es ahora la sensación de nuestro tenis, con él voy a jugar la final-, apareció, de improviso, Marcial. Me sobrecogí. Estaba lindo con sus pelos revueltos y la mirada destellante. Llevaba varios días sin afeitarse y eso lo hacía más atractivo y varonil. Mordí mi lengua coqueta, impactada por él. Hurst medía dos metros, tenía brazos largos, sus pelotazos retumbaban como truenos. -No le vas a ganar si no estás entrenando-, le llamé la atención. Él se sentó a mi lado, se recreó con mis piernas. Yo estaba con un short jean muy cortito. Sentí una fuerte descarga eléctrica recorriendo mi espinazo. -Estoy entrenando muy fuerte en las noches, me quedo hasta la madrugada-, se defendió él. -Ashley es muy exigente-