Un certero balazo en el pecho acabó con todos mis sueños. La bala se alojó muy cerca del corazón y se quedó allí para siempre porque era muy riesgoso poder retirarlo, dijeron los médicos. No afectaba los pulmones, felizmente. Sin embargo, eso acabó con mi carrera. Yo era policía. Había alcanzando el rango de teniente y era muy estimada y respetada por mis compañeros y comandantes, había ganado, además, numerosas distinciones y aspiraba a llegar al más alto rango que mujer alguna haya alcanzado, pero el destino, muchas veces, es cruel. Me encontraba en mi mejor momento cuando un delincuente me disparó a quemarropa, al pecho. No fue en una intervención policial, es lo más irónico de todo. Yo estaba en una tienda de modas comprando pantimedias, cuando el ladrón asaltó a la cajera y cargó con todo el dinero y emprendió la huida. Entonces tuve una reacción más por instinto que por sentido común, me le atravesé para que cayera o diera tiempo a que llegara la seguridad del centro comercial. Fue el peor error de mi vida. El hampón me dio un empellón, se enfureció y me disparó al pecho.
Recuerdo que sentí tan solo un pellizco que no me tumbó, pese al furioso impacto y que aquel hombre me disparara tan de cerca. El ladrón pudo escapar de todas maneras, aprovechando el caos y el pánico que provocó el balazo retumbando en el centro comercial como un trueno que remeció vitrinas y ventanales. Me quedé parada, empinada sobre mis pies, llamando a gritos a la seguridad para que detuviera al escurridizo hombre, cuando la cajera, asustada y empalidecida, me dijo que estaba sangrando. -Está herida, señorita-, se aterró ella. Yo la miré entre incierta y desconcertada, rascándome los pelos. Respiraba bien, recuerdo, me picaba el pecho eso sí, y sentía un hilo caliente, resbalando hacia mi ombligo. Puse, incluso los cuatro paquetes de pantimedias en la mesa, esperando que ella me los cobre, cuando, entonces, de repente, perdí todo sentido, me caí de bruces al suelo, con la mirada desorbitada, golpeando mi cabeza con el piso. Todo se volvió oscuro, la vocinglería se fue disipando, haciéndose cada vez más lejana y luego el lugar quedó en silencio, aunque yo no había cerrado los ojos. Mis párpados se negaban a morir. Estuve en coma inducido dos meses, atada a una cama, con muchos respiradores encima. De ese tiempo que estuve en el hospital, no recuerdo absolutamente nada. Ni sueños ni pesadillas ni imágenes ni frases, nada, absolutamente nada. Solo me acuerdo cuando me desperté. Ese instante sí lo tengo bien dibujado en mi mente, como una impronta, un sello imborrable. Abrí los ojos y vi las luces amarillentas de los focos, colgando sobre mis ojos como acuarelas amarillentas muy intensas. Las ventanas estaban abiertas y afuera el cielo estaba encapotado y muy gris porque seguramente había llovido mucho. Y tuve tos, mucha tos, pero los tubos que tenía en la boca, no me dejaban toser, me atragantaban y sentía la garganta seca y anudada. Quise hablar, además, pero mi voz se amordazó con los tubos y la horrible sequedad que me asfixiaba y me angustiaba. Pensé, de inmediato, en mis manos, mis pies, y pude moverlos. Sentí algo de alivio, flexioné, incluso las rodillas y me sentí mejor. Tenía hambre pese a que estaba demasiado mareada. Mi cabeza parecía dar vueltas como un trompo pero no quería volver a cerrar los ojos. Empiné mis párpados para no dormirme, cuando entró una enfermera. -Despertó, qué bueno-, exclamó sin emocionarse, revisando unas hojas que tenía en un tablero de plástico. Miró su reloj, apuntó, imagino, la hora en que desperté y se marchó sin hacerle caso a mis murmullos amordazados, mi desesperación por querer hablarle y mis manos tratando de alzarse impetuosas, queriendo abrazar al silencio. Entró un doctor. Me miró largo rato, con las manos metidas en los bolsillos de su mandil, con la boca estrujada, la frente arrugada y sus lentes gruesos corridos hasta la punta de su nariz inflada como un globo. Tenía muchas canas mal pintadas y su cabeza estaba hundida entre sus hombros. No tenía cuello. Eso parecía. -¿Qué me pasó, doctor?- al fin pude hablar, arrimando los tubos con mi lengua. -Nada, nena, estás bien, es lo que importa-, dijo él. Encendió una linterna delante de mis ojos que me hizo parpadear y maldecir, pero él solo estalló en risotadas y meneándose como un barco a la deriva, fue diciendo -Katty no cambia- Claro. Yo me llamo Katherine Tecelao y me dicen Katty, tengo 36 años, soltera, sin hijos. Soy teniente en la unidad de acciones tácticas de la policía, especialista en desactivación de bombas y armas pesadas, y debía reintegrarme al trabajo de inmediato, cuando sentí el pellizco otra vez ardiendo en mi pecho, justo en el canalillo de mis pechos. Nadie me dijo nada durante tres días. Eso lo recuerdo perfectamente, también. Las enfermeras llegaban, me ayudaban a cambiarme, renovaban las sábanas, me daban suero, chequeaban los tubos, me peinaban y se iban, pese a mis reclamos, mis preguntas, mi mortificación y mis blasfemias. Recién al cuarto día entró el comandante Pereyra, mi jefe. Lo hizo como siempre, raudo, igual a un tren descarrilado, tumbando la puerta, tamborileando sus grandes botas , sin mirarme, con su sombrero en las manos, aupando su enorme panza, la sonrisa irreverente en los labios y soplando prisa en su aliento. -Eres muy valiente, Katty, la policía ha decidido promocionarte a capitán y entregarte una medalla-, fue lo que me dijo, en forma parca, concisa, alzando la voz, como si estuviera en una formación. -Quiero volver a mi unidad, comandante-, le dije, tratando de incorporarme. -Pronto, hijita, pronto volverás con tu gente-, me respondió, se dio vuelta en forma mecánica y me dejó otra vez, sumida en el desconcierto. Un par de días después, me quitaron los tubos y pude valerme por mí misma. Di varios pasos por el cuarto. Recién, casi una semana después, me di cuenta que había otra mujer acostada en una cama que no dejaba de mirarme con suma atención. -Para tener una bala metida en el pecho estás muy bien-, dijo ella riéndose con la mirada. Me pareció un chiste de mal gusto. Me molesté, incluso. -¿A qué te refieres?-, dije, volviendo a la cama porque me sentía débil y tambaleante. -Que te dejaron la bala metida en el pecho porque está muy cerca al corazón, eso fue lo que escuché-, siguió riendo la mujer a través de los ojos. Recordé, entonces, el incidente en el centro comercial, el balazo que me dio aquel delincuente, y las dichosas pantimedias. Recibí el alta dos meses después. El doctor que me atendía me dio un millón de recomendaciones, otro tanto de medicinas, me sometió a muchas más pruebas, análisis, radiografías y finalmente, firmó la orden para irme a mi casa. Pero yo fui de frente a mi comandancia. Mis amigos y subalternos me colmaron de besos, abrazos, me dieron hurras, me trataron como a una princesa y se mostraron efusivos y emocionados a la vez. Me reglaron peluches, flores, muchos chocolates y el atrevido del sargento Márquez me regaló un baby doll negro, transparente. -Para cuando al fin seas mía, capitana-, me dijo haciendo estallar en risotadas al resto de hombres. Recordé que Pereyra me anunció, en el hospital que había sido ascendida a capitana. Eso me alborozó mucho. Me sentí fuerte y deseosa de reincorporarme al servicio de inmediato. No quería seguir inútil y enferma como esos larguísimos e interminables días. -Prepárense todos para pasar revista-, ordené, entonces, guardando los regalos en mi casillero, sin embargo el silencio se hizo largo y pesado igual a una densa neblina. Mis subalternos quedaron turbados, boquiabiertos, pintados de rojo y con los ojos desorbitados. En ese mismo instante, jamás lo voy a olvidar, supe que todo se había acabado, que mi carrera como policía se había terminado para siempre. Lo leí en las miradas estupefactas de mis amigos y colegas, lo escuché en el silencio y me sentí morir. Tosí muchas veces, muy fuerte, y sentí tambalear las piernas. Pereyra me esperaba en su escritorio con mi baja. Esta vez no había aupado su inmensa panza y su mirada otrora férrea e intimidante, parecía el remanso de un oasis seco y moribundo. -Lo siento Katty-, fue lo único que me dijo. Me dio el documento firmado por el alto mando, decretando mi baja por lesión seria, impedimento físico para el servicio e incapacidad irreversible para cumplir mis labores y que se me entregaba una pensión vitalicia, el acenso honorífico a capitana y se me otorgaba los mismos beneficios que todos los efectivos en actividad, también de por vida. Agaché la cabeza y sin poder contenerme rompí a llorar a gritos.-¿Tiene ascendencia turca?-, me preguntó el doctor, después de auscultarme detenidamente. Al galeno le llamaba la atención mi apellido. -Es portugués-, sonreí abrochándome la blusa. Cuando lo hacía, vi las horribles suturas de mi pecho, atravesando el canalillo, símbolo de la tragedia que me envolvía y sumía mi vida en llanto y desconsuelo. -Estás bien, la bala no afecta órganos vitales, puedes desarrollar una vida normal, tendrás mucha tos, sí, pero esos accesos serán normales-, me fue diciendo el galeno sin mirarme, escribiendo muchas cosas en un cuaderno grande empastado. -¿Puedo volver al servicio activo?-, pregunté. Es lo que me interesaba, en realidad. -No, Katty, ya has sido declarada incapacitada, pero puedes hacer otras cosas-, siguió él sin mirarme. Eso me fastidiaba más, que la gente intentase hacerme convencer que el haber sido dada de baja no era el fin del mundo y que todo podía ser normal o igual que antes. Nadie podía imaginar que ese balazo había hecho añicos
Esa misma mañana llegué al club de tenis más prestigioso de la ciudad. Me había comprado una raqueta, una veintena de pelotas, medias cortas, un maletín deportivo y un uniforme blanco de camiseta y minifalda, abajo me puse un short y calcé zapatillas rosadas. También me puse muñequeras y me amarré el pelo en cola. Estacioné mi carro en el parqueo y el vigilante me llevó donde la secretaria. -La señorita quiere aprender a jugar tenis-, me anunció delante de ella. La mujer escribía en su ordenador. -¿Socia, invitada o visitante?-, me preguntó sin mirarme. Ya se me estaba haciendo costumbre. -Visitante-, alcé mi hombro coqueta. Al vigilante le dio risa y sin dejar de reírse, se fue a su puesto de trabajo. Yo me quedé chupando la boca, mirando a la mujer. -La cancha cuatro está disponible. Pagas en caja-, me dijo sin despegar la mirada de la pantalla de su PC. ¿Y qué podía hacer sola en una cancha de tenis? Me sentí en medio de un desierto. El piso era de ladrillo, una red larga
Marcial me llamó por la tarde. Yo estaba fastidiada por que se había roto una tubería en la casa, se habían inundado la cocina y el baño, y estaba sin agua. Refunfuñaba indignada. El gasfitero estaba en camino hacía una hora (me prometió en diez minutos) y maldecía por todo, furiosa, jalándome los pelos, pateando sillas y secando el piso que había quedado hecho una laguna. Estaba tan iracunda que tuve numerosos accesos de tos y que me dejó más roja que un cangrejo hervido. -¿Qué tienes qué hacer en la tarde?-, me preguntó. Uyyyy ¿una cita? Mi corazón pataleó en el pecho, sentí mi sangre hacer ebullición en las venas y pasé la lengua por mis labios, febril e impetuosa. El fuego de mis entrañas me volvió, de inmediato, en una pila de carbón. -Nada-, dije. -Vente al club a las tres, cambiada, vas a la cancha seis, que vas a jugar contra Magdalena Blokhin-, me anunció y colgó sin darme lugar a preguntas. -Cita ¿eh?-, me sentí defraudada, decepcionada, carilarga y volví a tirar patad
Mi primer enamorado, Luis, marcó demasiado mi vida. Tuvimos un intenso romance, cuando yo tenía apenas 20 años. Fue mi segunda pareja. Mi primer enamorado, fue un amor de adolescentes en el colegio y que se estiró hasta que ingresé a la policía y él me dejó porque yo le asustaba, je. Entonces, me enamoré de Luis. Era mercachifle y siempre pasaba por mi casa, vendiendo cualquier cosa. De él me gustó porque era alto, fuerte, robusto, de magníficos músculos, brazos de cemento y bien cincelados, además era muy divertido. -¿Sabes que es el aeromodelismo?-, me preguntó cuando le compré una lámpara muy bonita que alguien había desechado. -Claro, son aviones a escala-, le dije sin entender nada. -No, es un desfile de modas en paracaídas ja ja ja ja-, estalló él en carcajadas. -Idiota-, se me ocurrió decirle contagiada de sus risotadas. Entonces me enamoré, como una auténtica boba. Él no sabía que yo era policía, nunca lo supo en realidad ni tampoco le interesó saber de mí. Lo únic
No quería entrenar. El inusitado interés que de repente se había desatado en torno a mí, me fastidiaba, me aplastaba, me hacía sentir desconcertada. Necesitaba aclarar mis ideas y mis sentimientos. Marcial me interesaba y mucho, me parecía adorable y lo deseaba, sin embargo él no tenía los mismos ojos sobre mí, y sentía que yo más le parecía una mercancía que una mujer. Desanimada y frustrada llamé al sargento Márquez. -¿Qué es de tu vida, Katty?-, me preguntó sorprendido, con esa tonadita tan varonil que me despeinaba y hacía encender las llamas en mis entrañas Él siempre me había gustado.. -Quiero verte-, le dije juntando los dientes, sintiendo las llamas chisporroteando por mis poros. Golpeaba mis rodillas y no dejaba de jalar mis pelos. Con Márquez ya había tenido más que una amistad. Siempre fue, digamos, mi paño de lágrimas, el refugio ideal cuando tenía preocupaciones, dudas, me sentía mal, estaba deprimida o quería esconderme de los problemas. Y él siempre estaba dispuesto
Esa mañana me acerqué a tesorería para pagar la cancha cuatro. No le había dicho nada a Marcial. Quería pelotear un rato para despejar mi mente, quizás jugar con alguna chica o simplemente enfrentarme a la máquina lanza pelotas. La chica que estaba en caja parpadeó apenas me vio. -Usted no paga, señorita Tecelao, utilice siempre la cancha seis, esa cancha está reservada para usted-, fue lo que me dijo. -No entiendo-, balbuceé desconcertada y turbada. -Es lo que ha ordenado el señor Boniek-, me aclaró ensanchando una larga risita. Marcial estaba en la cancha seis, justamente, y discutía con un sujeto maduro, de pelos revueltos y que tenía las manos en los bolsillos y que parecía estar azorado, bastante molesto y también alzaba la voz. -No puede ser, Boniek, si quieres que participe en un torneo máster-, decía el tipo con enfado, renegando, mirando constantemente el cielo, pensando que Marcial era intransigente o algo así. -No, no, no, máster no, tiene que ser en el open nacional,
Los exámenes clínicos arrojaron que estaba en perfectas condiciones y que pese a la bala que tenía alojada en el pecho, no había inconvenientes para practicar cualquier deporte, menos aquellos que requerían mucha fuerza como las pesas. Me tomaron un millón de radiografías e incluso me sometieron a pruebas de larga resistencia sobre una banda elástica. Todos los cumplí al pie de la letra. En realidad lo hacía por complacer a Marcial porque no me interesaba competir ni enfrentar a nadie, incluso ya había pensado en renunciar apenas me inscribiesen para el torneo.Ashley Dempsey llegó a mi casa de noche. Hacía mucho frío y ella parecía un osito metida en un gran abrigo. Tenía, incluso una gorra de lana y guantes. Estacionó su carro en mi cochera y apenas bajó del auto, exhaló un tupido vaho que parecía el humo de un incendio. -Hace mucho frío allá afuera-, me dijo tiritando. Yo también tenía frío. Tenía dos cafarenas puestas y un buzo grueso. Mis pelos estaban desparramados sobre mi cue
Tenía, ahora, reservado un espacio para estacionarme, un casillero en los vestidores y carta blanca en la cafetería. Todas esas atenciones me incomodaban. Me hacían sentir una diva y aunque me gusta eso, prefiero el perfil bajo. Me encanta llamar la atención pero no quiero muchas atenciones, ¿me entiende? Marcial me llamó para que lo vea en su oficina. Su secretaria me dijo que por orden de Boniek podía subir cuando quisiese, incluso sin anunciarme. Soplé molesta el cerquillo que me había hecho en la la frente. -Ahora dirá a todos que soy su esposa-, dije molesta, aunque después pensé que eso sonaba muy bien, je. -Soy el principal accionista en un par de empresas, una de ropa deportiva y otra de bebidas energéticas. Te van auspiciar-, me anunció meciéndose en su silla de cuero. Su oficina era sobria e impecable tanto como él. Habían cuadros enormes de grandes pintores, candelabros grandes, jarrones artísticos, estantes con trofeos, medallas colgadas, todo alfombrado y sillone