El agua de la bahía estaba agitada y revuelta; En todas direcciones se oían los cuernos de guerra como si fueran bestias furiosas que bramaran desde el fondo del océano; Los tambores acompañaban con sus potentes redobles la sinfonía de guerra y los hombres lanzaban gritos de batalla y hacían chocar sus espadas contra los escudos de hierro que le habían quitado a los guerreros de la Isla Primavera.
Tristán contempló con orgullo la totalidad de su flota. El sol naciente iluminaba las aguas con destellos dorados y las espadas de todos los guerreros reflejaban el brillo del astro rey haciéndolas parecer verdaderas antorchas de luz. A lo lejos, en la costa, los enemigos se movían en todas direcciones como si fueran hormigas asustadas que huyeran del hormiguero.
Tristán tomó el catalejo y le complació ver que sus enemigos parecían desorganizados y francamente sorprendidos
— ¿Qué demonios es eso? — preguntó Carlos a su lado.Iván entornó los ojos, esforzándose por ver lo que parecía estar surgiendo desde lo alto, en las nubes, en la luz misma. A su alrededor, sus hombres seguían tensando arcos, lanzando flechas, empuñando espadas y ballestas y gritando un sinfín de cosas que perdían todo sentido entre el bullicio de la batalla misma.— ¡Altooooooo! — gritó a todo pulmón el comandante de la guardia real. Iván se percató que estaba a su lado y que, al igual que él, miraba inquieto el horizonte.Lo que estaba sucediendo en ese momento escapaba a toda lógica y comprensión. Era algo que sencillamente no podía estar ocurriendo. Por unos breves, pero poderosos instantes, Iván tuvo la absoluta certeza de que todo lo que había sucedido aquella mañana no era m
Isabel siempre había sido una niña feliz a la que le encantaban los cuentos en los que un apuesto y valeroso príncipe rescataba a su amada de la torre custodiada por algún dragón temible o por algún ogro gigantesco con cara de sapo y olor a cloaca. Y, pese a que sus tías y hermanos mayores solían decirle que los finales felices solo sucedían en las historias que leía por las noches antes de dormir, Isabel prefería creer que el mundo en el que vivía era un lugar hermoso, plagado de cosas buenas y finales felices por doquier.Su vida no había sido fácil, como no la había sido la de ninguno de sus hermanos, pero de todos ellos, fue a ella a la que le había tocado una dosis extra de dolor y sufrimiento a una edad en la que la mayoría de los niños ni siquiera piensan en eso. Cuando Isabel tenía solo tres años, una neumonía acabó
Jane Valois había creído que no existía vergüenza más grande que la pobreza en la que había vivido durante toda su vida, pero, muy para su sorpresa, estaba descubriendo que estaba equivocada. Ser pobre y vivir en una casucha vieja y pequeña era bastante malo, pero no era nada cuando se comparaba ante el hecho de estar en medio de una fila de mujeres desnudas que eran inspeccionadas una a una como si fueran vacas recién llegadas a la edad de concebir. Jane levantó un instante la mirada del suelo y vio que un par de hombres viejos, barbudos y cubiertos de cicatrices la miraban con gesto lascivo; era la misma mirada con la que los campesinos más lujuriosos solían mirarla cuando salía de compras por el pueblo. La visión produjo que algo en sus entrañas se revolviera, dejándole una sensación de genuino asco que subía hacía su garganta.— Está es
Una pesadilla la despertó a mitad de la noche. Sascha se incorporó sobre los codos y miró a todos lados casi como si no reconociera el lugar donde se encontraba. El sudor frío le corría por la espalda y un escalofrío la hizo estremecer durante unos breves instantes. Su respiración seguía agitada y entrecortada, pero estaba comenzando a normalizarse. Respiró hondo y miró a Isabel que permanecía a su lado, dormida y en calma. Sascha se sentía agradecida de que por lo menos su joven cuñada estuviera teniendo sueños más placenteros.Se levantó de la cama y camino hasta la puerta, trató en vano de abrirla y al ver que está no cedía ni un milímetro, se limitó a mirar por el pequeño orificio que estaba por encima de su cabeza. Sascha tuvo que pararse de puntillas para lograrlo y, cuando lo consiguió, lo ú
Era una tarde lluviosa. El entrenamiento había terminado temprano ese día y Travis se hallaba cepillando a una hermosa yegua plateada en las caballerizas. La tarea resultaba, como siempre, difícil con una sola mano, pero Travis, con los años, se había vuelto demasiado hábil con la mano izquierda.— Ya casi hemos terminado — dijo a la yegua mientras le daba una palmada en el lomo.La paja que estaba cerca se removió un poco y de ella emergió un pequeño ratón, que al ver que Travis lo observaba, salió corriendo. Aquello hizo sonreír al hombre que había sido prisionero en Valle Verde durante veinticinco largos años, pues el roedor le trajo recuerdos gratos del que había sido su compañero de celda durante las últimas semanas de su encierro.— ¿Se puede saber qué demonios te resulta tan divertido?
La luna brillaba en lo alto con su característico esplendor, iluminando hasta el último de los callejones oscuros de la ciudad. En las calles principales de la ciudad la actividad nocturna se había detenido y solo se podían ver algunas farolas encendidas dentro de los establecimientos. En la ciudad entera parecía haber algún tipo de toque de queda y la gente que caminaba en las calles era poca; casi exclusivamente campesinos que regresaban a su casa después de una jornada de trabajo. La zona de las tabernas, en otro tiempo, iluminada y bulliciosa, estaba a oscuras y sumida en un silencio fantasmal.Isabel caminaba cautelosa por las empedradas calles, poniendo especial cuidado cada vez que escuchaba el sonido de alguien aproximándose. No deseaba ser vista. No deseaba llamar la atención de nadie. Estaba sola y no podía arriesgarse a ser sorprendida por alguno de los “hombres malos”, como ella los
Tristán Dagger estaba sentado en el trono. Ataviado con un jubón azul y dorado y una larga capa blanca nívea que se abrochaba por enfrente con un lujoso y brillante broche chapado en oro, el nuevo rey estaba terminando de escuchar la ceremonia religiosa precedida por el maestro Luc y una docena de nuevos fieles.Las enormes columnas de piedra de la sala real parecían gigantescos centinelas que esperaban, al igual que Tristán, ansiosos el terminó de la ceremonia para dar paso a los sacrificios de los enemigos de aquella noche. Los prisioneros aguardaban encadenados en un rincón de la sala. La mayoría tenía pesados grilletes en los tobillos y algunos, los más rebeldes, llevaban además los ojos vendados y las manos amarradas entre sí de tal forma que la sangre que salía de las muñecas se deslizaba por las cuerdas, manchándolas de un tono rojo fúnebre.La sala re
Estaba amaneciendo y Giselle, la hija mayor del rey Bastián se sentía sarcástica y divertida al mismo tiempo. Si alguien hubiera podido echar un vistazo a los pensamientos que poblaban su cabeza en ese momento, ese alguien, se habría sentido terriblemente confundido.Giselle había creído que la muerte de su padre el rey, aquel viejo loco y desagradable por el que tenía que fingir un cariño y un respeto que casi nunca había sentido, era el acontecimiento que más ansiosamente había esperado los últimos años, pero estaba equivocada. La muerte de un rey era siempre un acontecimiento que a la mayoría sumía en la tristeza y la zozobra, un acontecimiento que solía llenar al pueblo (esa gente burda y sin chiste, gentuza tan desagradable como las cucarachas) de una terrible incertidumbre de cara al futuro. Pero no a Giselle. No. Ella siempre había sido diferente a los