Las tierras de Sanlúcar en el norte del continente eran ricas en minerales, cosechas, mujeres hermosas y, además, eran las tierras por excelencia de los mejores guerreros. En la ciudad había normas estrictas que todo hombre y mujer debía seguir hasta el día de su muerte mientras viviera allí. El código, escrito y distribuido a lo largo de una docena de tomos, tenía páginas y páginas enteras dedicadas a la formación y entrenamiento militar para los niños mayores de ocho años, edad en la que todos los varones, sin excepción debían comenzar una estricta formación en el manejo de la espada y el arco. Al año siguiente, a los nueve, se les enseñaba a cabalgar, y para cuando cumplían diez comenzaba su instrucción en altamar. Los niños pasaban una luna entera aprendiendo en los barcos, desde la estimación de su ubicación usando las
Iván contemplaba a los recién llegados. El más pequeño de los dos temblaba como si en la sala estuviera nevando, el otro, el mayor, miraba de un lado a otro como si escuchara voces en su cabeza y estuviera intentando determinar de donde provenían.Iván y el maestro Raymond los habían escuchado hablar. La historia que aquellos hombres, que por su parecido físico y edades similares bien podían ser primos o hermanos, habían contado era difícil de creer. No solo por lo descabellada que sonaba en sí, sino porque los hombres hablaban de los invasores como si fueran criaturas mitológicas salidas del océano. Iván quería creer que lo que los hombres acababan de contar era mera fantasía, pero algo en su cabeza le decía que no era así. Para empezar, el miedo que se reflejaba en los pálidos rostros de los hombres era autentico y casi contagioso y, ad
La noticia corrió como pólvora por todo el palacio. Sascha supo que algo andaba mal desde antes que se lo dijeran. Aquella mañana estaba en la habitación de sus hijos, cepillando el rizado cabello de María, mientras Ivanna arrullaba al pequeño Zak para que se durmiera, pues el niño había pasado mala noche. Tres toques firmes e insistentes en la puerta hicieron que las hermanas intercambiaran miradas. Ivanna se encogió de hombros y fue a abrir. Al otro lado de la puerta estaba el rostro asustado y, de un tiempo a la fecha, muy envejecido de Madame Fritz. La institutriz llevaba el pelo alborotado, y las arrugas de su rostro formaban retorcidos caminos en un área considerable. Madame Fritz no estaba sola pues inmediatamente detrás estaba el Capitán Marko (con su armadura de combate puesta), la princesa Maggie (La única de las eternas doncellas que aún vivía en el palacio) y la princ
El agua de la bahía estaba agitada y revuelta; En todas direcciones se oían los cuernos de guerra como si fueran bestias furiosas que bramaran desde el fondo del océano; Los tambores acompañaban con sus potentes redobles la sinfonía de guerra y los hombres lanzaban gritos de batalla y hacían chocar sus espadas contra los escudos de hierro que le habían quitado a los guerreros de la Isla Primavera.Tristán contempló con orgullo la totalidad de su flota. El sol naciente iluminaba las aguas con destellos dorados y las espadas de todos los guerreros reflejaban el brillo del astro rey haciéndolas parecer verdaderas antorchas de luz. A lo lejos, en la costa, los enemigos se movían en todas direcciones como si fueran hormigas asustadas que huyeran del hormiguero.Tristán tomó el catalejo y le complació ver que sus enemigos parecían desorganizados y francamente sorprendidos
— ¿Qué demonios es eso? — preguntó Carlos a su lado.Iván entornó los ojos, esforzándose por ver lo que parecía estar surgiendo desde lo alto, en las nubes, en la luz misma. A su alrededor, sus hombres seguían tensando arcos, lanzando flechas, empuñando espadas y ballestas y gritando un sinfín de cosas que perdían todo sentido entre el bullicio de la batalla misma.— ¡Altooooooo! — gritó a todo pulmón el comandante de la guardia real. Iván se percató que estaba a su lado y que, al igual que él, miraba inquieto el horizonte.Lo que estaba sucediendo en ese momento escapaba a toda lógica y comprensión. Era algo que sencillamente no podía estar ocurriendo. Por unos breves, pero poderosos instantes, Iván tuvo la absoluta certeza de que todo lo que había sucedido aquella mañana no era m
Isabel siempre había sido una niña feliz a la que le encantaban los cuentos en los que un apuesto y valeroso príncipe rescataba a su amada de la torre custodiada por algún dragón temible o por algún ogro gigantesco con cara de sapo y olor a cloaca. Y, pese a que sus tías y hermanos mayores solían decirle que los finales felices solo sucedían en las historias que leía por las noches antes de dormir, Isabel prefería creer que el mundo en el que vivía era un lugar hermoso, plagado de cosas buenas y finales felices por doquier.Su vida no había sido fácil, como no la había sido la de ninguno de sus hermanos, pero de todos ellos, fue a ella a la que le había tocado una dosis extra de dolor y sufrimiento a una edad en la que la mayoría de los niños ni siquiera piensan en eso. Cuando Isabel tenía solo tres años, una neumonía acabó
Jane Valois había creído que no existía vergüenza más grande que la pobreza en la que había vivido durante toda su vida, pero, muy para su sorpresa, estaba descubriendo que estaba equivocada. Ser pobre y vivir en una casucha vieja y pequeña era bastante malo, pero no era nada cuando se comparaba ante el hecho de estar en medio de una fila de mujeres desnudas que eran inspeccionadas una a una como si fueran vacas recién llegadas a la edad de concebir. Jane levantó un instante la mirada del suelo y vio que un par de hombres viejos, barbudos y cubiertos de cicatrices la miraban con gesto lascivo; era la misma mirada con la que los campesinos más lujuriosos solían mirarla cuando salía de compras por el pueblo. La visión produjo que algo en sus entrañas se revolviera, dejándole una sensación de genuino asco que subía hacía su garganta.— Está es
Una pesadilla la despertó a mitad de la noche. Sascha se incorporó sobre los codos y miró a todos lados casi como si no reconociera el lugar donde se encontraba. El sudor frío le corría por la espalda y un escalofrío la hizo estremecer durante unos breves instantes. Su respiración seguía agitada y entrecortada, pero estaba comenzando a normalizarse. Respiró hondo y miró a Isabel que permanecía a su lado, dormida y en calma. Sascha se sentía agradecida de que por lo menos su joven cuñada estuviera teniendo sueños más placenteros.Se levantó de la cama y camino hasta la puerta, trató en vano de abrirla y al ver que está no cedía ni un milímetro, se limitó a mirar por el pequeño orificio que estaba por encima de su cabeza. Sascha tuvo que pararse de puntillas para lograrlo y, cuando lo consiguió, lo ú
Era una tarde lluviosa. El entrenamiento había terminado temprano ese día y Travis se hallaba cepillando a una hermosa yegua plateada en las caballerizas. La tarea resultaba, como siempre, difícil con una sola mano, pero Travis, con los años, se había vuelto demasiado hábil con la mano izquierda.— Ya casi hemos terminado — dijo a la yegua mientras le daba una palmada en el lomo.La paja que estaba cerca se removió un poco y de ella emergió un pequeño ratón, que al ver que Travis lo observaba, salió corriendo. Aquello hizo sonreír al hombre que había sido prisionero en Valle Verde durante veinticinco largos años, pues el roedor le trajo recuerdos gratos del que había sido su compañero de celda durante las últimas semanas de su encierro.— ¿Se puede saber qué demonios te resulta tan divertido?