115. HACIÉNDOLA MÍA

Escucharla decir aquello fue como alimentar un fuego en el alma de Gerónimo, un calor que ascendía hasta cada rincón de su ser. Una especie de plenitud quemaba en la profundidad de sus ojos. Sentía que en sus manos tenía todo lo que había imaginado alguna vez: una mujer que encajaba en cada rincón de sus sueños, alguien que era suya en cuerpo, mente y corazón.  

Gerónimo la miró como un hombre que contempla una joya única, sabiendo que nunca nadie podría arrebatarle ni comprender. Detuvo sus besos por un momento, recorriendo cada ángulo de su rostro, memorizando cómo la luz danzaba sobre su piel. Respiró profundamente, como si intentara grabar en su memoria aquel instante donde todo en su universo parecía alinearse antes de decir:  

—Desnúdate para mí, cielo.  

—Me da pena —dijo ella, cubriéndose con sus manos.  

Se veía tan adorable que Gerónimo no pudo resistir la necesidad de sonreír. La estrechó nuevamente entre sus brazos, como si q
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