Capítulo 4

Lucien

Arrastré a Octavia de vuelta a mi habitación, mis dedos apretados alrededor de su brazo con una fuerza que no pretendía disimular. La resistencia que ella ofrecía era mínima, como si su espíritu hubiera sido erosionado por el constante maltrato y la desesperación.

Mi habitación, un lugar que había sido testigo de innumerables actos de crueldad, se había convertido en un santuario personal de tortura y dominación. Las paredes, desnudas y frías, estaban impregnadas de los ecos de su sufrimiento. Cada vez que entraba aquí con ella, un oscuro placer me invadía, disfrutando de su dolor y sometiéndola a mi voluntad.

Aunque me deleitaba en la tortura y el abuso, una parte de mí no podía evitar sentir una especie de fascinación retorcida por Octavia. Su resistencia, aunque cada vez más débil, era una llama que, por alguna razón, no podía extinguir del todo. La forma en que su cuerpo se estremecía bajo mi toque, la mezcla de miedo y desafío en sus ojos; todo en ella despertaba en mí una mezcla de deseo y repulsión que no lograba entender del todo.

Mientras la empujaba hacia el interior de la habitación, cerré la puerta tras nosotros, sellando nuestro pequeño mundo de dolor y oscuridad.

Sin embargo, a pesar de mi control y el placer que derivaba de él, había momentos en los que la mirada de Octavia me alcanzaba de una manera que no esperaba. Algo en la profundidad de sus ojos me hacía vacilar, como si me reflejaran una parte de mí que había intentado olvidar o ignorar. Era una sensación desconcertante, una grieta en la armadura de mi crueldad que no sabía cómo manejar.

Con una frialdad calculada, coloqué las cadenas de Octavia en un gancho fijo en la pared, asegurándome de que no tuviera margen para moverse. La tela de su vestido, ya precaria y desgastada, se rasgó fácilmente bajo mis dedos, dejándola expuesta y vulnerable ante mi mirada. Había un placer oscuro y perverso en verla así, completamente desnuda y a mi merced, un placer que se entrelazaba con una sensación de poder absoluto.

—Lucien, —susurró ella, intentando hablar.

Pero yo no estaba dispuesto a permitirlo. Cada vez que Octavia rogaba o hablaba, algo dentro de mí, una pequeña parte que aún se aferraba a la humanidad y a esos sentimientos que había aprendido a asociar con el amor, se agitaba incómodamente. Sus palabras eran como un espejo que reflejaba una parte de mí que luchaba por emerger, una parte que yo había reprimido y negado durante mucho tiempo.

Porque, al final de todo, ella era mía.

Con un movimiento resuelto, arranqué un pedazo de la tela desgarrada del vestido de Octavia y se lo coloqué en la boca, asegurándome de que no pudiera hablar. Hoy no iba a permitir que sus palabras me detuvieran, que esa pequeña parte de mí que aún reaccionaba a su voz tuviera la oportunidad de emerger.

Me alejé un paso para observarla mejor. Mis ojos se posaron inevitablemente en la marca de su compañero, esa cicatriz que deformaba su piel. Esa marca era un recordatorio constante de que ella pertenecía a otro, un símbolo de un vínculo que yo no podía romper. La ira y el deseo de posesión me consumían cada vez que la veía.

Sin vacilar, me incliné sobre ella y clavé mis dientes justo en ese lugar, intentando sobreponer mi marca a la de su compañero. Era un acto de desafío, un intento vano de reclamarla como mía a pesar de la verdad que esa cicatriz representaba.

Mis manos se movieron por su cuerpo con una despiadada intensidad, apretando y marcando cada parte que tocaba. Cada huella que dejaba era un testimonio de mi dominio sobre ella, un mapa de posesión que trazaba sobre su piel. Pero por más marcas que dejara, nunca parecía ser suficiente.

A pesar de mi dominio sobre su cuerpo, de haberla marcado y reclamado de todas las maneras posibles, había una barrera que Octavia se negaba a permitirme cruzar: sus labios. Cada vez que intentaba besarla, ella cerraba su boca con firmeza o, en un acto de desafío, me mordía. Esto último me irritaba profundamente, era como si, a pesar de todo lo que había hecho, ella todavía conservara un último bastión de resistencia, un último fragmento de su ser que se negaba a ceder.

Mis acciones se volvieron más frenéticas y desesperadas, impulsadas por una mezcla de deseo y furia. Me deshice rápidamente de mi ropa, sintiendo cómo la ira y la frustración hervían dentro de mí.

Levanté las piernas de Octavia, posicionándolas para permitirme un acceso más fácil a la parte de ella que tanto deseaba, que había anhelado en cada momento de nuestra tortuosa relación.

La penetré bruscamente, sin un momento de vacilación o consideración, cada empuje alimentado por la rabia que me consumía. Golpeé en su interior con una intensidad salvaje, cada movimiento un reflejo de mi enojo por su rechazo, por su negativa a ser completamente mía en todos los sentidos.

Cada embestida era una mezcla de placer y dolor, una forma de descargar toda la tensión y la ira que me corroían por dentro. A pesar de estar completamente enterrado en ella, era evidente que había una brecha emocional que no podía cerrar, una distancia que no podía acortar, no importaba cuánto lo intentara.

En esos momentos, mientras me perdía en el acto físico, una parte de mí no podía evitar sentir una pizca de desesperación. Sabía, en algún rincón de mi mente, que no importaba cuánto me esforzara, nunca podría poseerla completamente, que siempre habría una parte de Octavia que se mantendría fuera de mi alcance, libre y desafiante.

En medio de mi furia y deseo, cometí el error de mirarla directamente a los ojos. Lo que vi allí me golpeó con una fuerza inesperada, como un puñetazo en el estómago. Sus ojos, normalmente tan llenos de fuego y desafío, ahora estaban cargados de lágrimas, perdiendo ese brillo característico que siempre me había desafiado. La vista de su dolor, su vulnerabilidad, desencadenó algo dentro de mí que había intentado suprimir.

Mi corazón se apretó en mi pecho, una sensación desconcertante y dolorosa. En ese momento, toda la rabia y la violencia que había estado canalizando se disiparon, reemplazadas por un sentimiento de culpa abrumador. Me detuve abruptamente, incapaz de continuar, mi respiración agitada y mi mente en caos.

—Maldita seas, m****a, —le grité, más a mí mismo que a ella. Las palabras salieron de mi boca en un estallido de confusión y frustración. —Lo... lo siento mucho, cielo.

Mi voz, ahora apenas un susurro, estaba llena de un arrepentimiento que no sabía que podía sentir.

Sin saber cómo manejar estos sentimientos inesperados y contradictorios, salí disparado de la habitación. Necesitaba escapar, poner distancia entre Octavia y yo, entre mi deseo y mi culpa. Me sentía desgarrado por dentro, luchando contra la parte de mí que la deseaba y la parte que comenzaba a reconocer el daño que le había hecho.

En la soledad del pasillo, con mi respiración aún agitada y mi corazón latiendo desbocado, me di cuenta de que algo había cambiado fundamentalmente en mí.

La imagen del dolor en los ojos de Octavia me perseguiría, un recordatorio de que, a pesar de todo lo que había hecho, no podía escapar del hecho de que algo en mí había sido tocado por ella, alterado de una manera que nunca habría creído posible.

Con una determinación nacida de la confusión y el conflicto que bullían en mi interior, sabía que debía poner distancia entre Octavia y yo. Quizás, al alejarme de su presencia, podría frenar el avance de estos sentimientos inesperados y perturbadores que estaban floreciendo dentro de mí.

Bajé a las mazmorras del palacio, un lugar donde la oscuridad y el frío se entrelazaban con ecos de sufrimiento y desesperación. Cada paso que daba resonaba en los pasillos silenciosos, acompañado por el sonido sordo de mi propio corazón latiendo fuertemente en mi pecho. Estaba buscando un nuevo lugar para Octavia, un lugar donde no tuviera que enfrentar constantemente la tormenta de emociones que ella despertaba en mí.

Mi mente trabajaba frenéticamente, tratando de encontrar la celda adecuada, una que fuera lo suficientemente segura para contener a Octavia, pero también lo suficientemente lejana para mantenerla alejada de mí.

Finalmente, encontré un lugar que parecía adecuado. Era una celda aislada, lo suficientemente remota para crear la distancia que necesitaba. La puerta de hierro, cubierta de óxido y con sus pesadas bisagras, parecía lo suficientemente robusta. Dentro, la celda era austera y sombría, con paredes de piedra desnuda y un suelo frío y duro.

Con una decisión firme, pero no exenta de un conflicto interno, me preparé para trasladarla a esta nueva celda, convenciéndome a mí mismo de que era lo mejor para mí. Era un intento de recuperar la sensación de control, aunque en el fondo sabía que algo dentro de mí ya había cambiado de manera irreversible.

Regresé a la habitación donde Octavia permanecía encadenada, sintiendo una mezcla extraña de determinación y vacilación. Decidí, en un gesto que ni siquiera yo mismo entendía del todo, permitirle ciertas comodidades mínimas. La desencadené, y con una especie de benevolencia que no era común en mí, le permití vestirse y tomar una manta. Quizás era un intento de aliviar la culpa que comenzaba a asomarse en mi conciencia, o tal vez un reconocimiento tácito de la humanidad que aún luchaba por emerger dentro de mí.

La conduje hacia abajo en silencio, cada paso resonando en los fríos pasillos. No había palabras que pudieran llenar el espacio entre nosotros, ningún diálogo que pudiera abarcar la complejidad de lo que estaba sucediendo.

Al llegar a la celda que había elegido para ella, la arrojé dentro sin ceremonia. Mis acciones eran mecánicas, como si estuviera tratando de distanciarme emocionalmente de lo que estaba haciendo.

—Cuando esté listo, volveré, —le susurré, intentando que sonara como una amenaza, pero en mi voz había un matiz que yo mismo no comprendía del todo.

La respuesta de Octavia fue un eco de su espíritu inquebrantable, a pesar de todo lo que había sufrido.

—Espero que cuando vengas, sea mi cadáver el que encuentres, —dijo con un hilo de voz, pero aun así cargada de desafío. Fue un momento de resistencia, una afirmación de su voluntad a pesar de su situación desesperada.

Con un gesto sorprendentemente autónomo, ella misma cerró la puerta de su celda. En ese acto, había una especie de aceptación de su destino, un reconocimiento de que, aunque su cuerpo pudiera estar encerrado, su espíritu seguía siendo libre.

A medida que me alejaba de la celda, sabía que algo en mí había cambiado, que la distancia que intentaba poner entre nosotros no era tan simple como había pensado.

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