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Lo hicimos toda la noche. Como la noche anterior y las de la semana pasada. Como ha sido desde que la conocí y de eso ya han pasado dos años. El café negro nos acompaña, damos gracias por coincidir en el placer. Nancy juega con mi cabello; le gusta enredar sus dedos en él y verme a los ojos. Confirma que no hay otro con acceso a su cintura y senos redondos. A mí me gustaría decir lo mismo. Jurarle que ella es la dueña de mis caricias, de los besos de medio día y de esas noches de ensayo inexistente. He de conformarme con la mentira y ella debe dar gracias por creerme.

A decir verdad, nada va mal. Soy yo quien se empeña en estar en el mismo canal, en brindarnos una exclusividad nunca pedida. A ella le da igual. Me es fiel porque no ha gustado de otro hombre. Si gusta se lía, si se lía no ha de haber problema porque así lo pactamos desde el principio.

—No estoy para una relación seria, linda. En verdad la pase muy bien contigo, pero…

—Pero nada —me calla con su delicada mano y me mata con la mirada—. Yo tampoco quiero algo serio, ¿sabes? Estamos bien así. Si nos vemos mañana está bien. Si no también. Si esto se repite me agrada. Si no también. Es raro, pero me gusta, ¿sabes?

—Sé.

Desde entonces no ha habido día que no pasemos juntos ni experiencia que vivamos por separado. Decidimos compartir nuestra libertad, y solo cuando bebemos demasiado se nos ocurre preguntarnos si hay alguien más. Claro que cuestionamos bajo aire desinteresado. Nada de reclamo. Mera curiosidad. Ambos decimos que no. Yo sé que ella es sincera; yo miento.

¿Para qué mentir?

De pronto me gusta jugarle al noviecillo fiel. De pronto deseo que sea así.

Olvidé contarles que a estas alturas la vida me ha cambiado demasiado. La fama llegó para quedarse; vivo como soñé vivir en la gran ciudad y ni de muerto me la creo.

Me veo firmando autógrafos y tomándome fotos con desconocidos que conocen todo de mí. Espero que en cualquier momento el mundo se diluya y regrese a aquél bar donde supuestamente creamos un género, pero no hay supuestos, solo realidades.

La imagen de Julio Nassar y Cristian Riverol iluminan los panorámicos de la gran ciudad. Los adolescentes tapizan sus cuartos con falsos retratos, y una manada de incomprendidos nos comprenden.

Es preciso contarles un poco del movimiento que creamos con menos de veinte años en el bolsillo.

La música la dejamos de lado. También las letras y el sonido. Le dimos total protagonismo a la piel erizada por escuchar una y otra vez esa melodía que no te cansa; al corazón acelerado cuando dos enamorados bailan una pieza que pareció escrita para ellos, a la melancolía de la canción favorita de algún fallecido. Básicamente le dimos voz al alma musical e ignoramos elementos superficiales. A nadie le importaba si cantábamos bien o cantábamos mal. Si no teníamos bajista y a veces ni guitarrista. Nos escuchaban punketos y poperos; villeros y los de clase acomodada. Lo nuestro era de todos.

Esa falta de esencia indicaba más de lo pensado. Ahora me doy cuenta de ello. Quienes nos seguían, sufrían carencias raras. Eran hijos del anonimato, cansados de perseguir una felicidad innecesaria. Con o sin dinero. Con o sin amor. Con o sin salud. Con todo o con nada. Se veían en cada canción y agradecían la caricia de este par de locos.

Mientras me acerco a ustedes, veo a Julio vivo afianzarse a la melena pelirroja de Nancy; acariciarla como si se tratara de algo irrepetible. Recuerdo lo que pasó aquél día y me dan ganas de llorar.

—Te amo —lo dije esperando nada a cambio.

Mejor dicho, lo dije esperando cosas malas a cambio. Cosas como enojo o indiferencia; reclamo o inicio de ausencia. Pero no fue así.

—También te amo. Y me asusta, ¿sabes? —parte en llanto y me abraza.

Siento el abrazo y caigo en tremenda frustración. Porque quiero estar vivo para abrazarla y besarle la mejilla. Para sentirme amado nuevamente y prometerle que todo estará bien, que puede amarme y no le fallaré. Quiero estar vivo para ella.

En ese momento decidimos hacernos pareja. Rentamos un departamento para quitarnos el apuro de devolver a Nancy a ese techo donde papá y mamá no aceptan del todo al flacucho novio de su hija, pero igual ni lo odian ni la odian.

¿Quién puede odiar a Nancy?

Olvidemos que los referidos son sus padres.

Hablamos de una mujer que le saca sonrisas a las malas rachas y se queda junto a ti en todo momento. Disfruta la paz y la adrenalina; el café y las fiestas largas.

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