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Tengo trece años e ilusiones de adulto. Pero no de esos adultos ejemplares, sino del corte rebelde, que van peleados con la decencia y con las reglas; aves de paso en un mundo de eternos soldados. Me gusta la música, aunque no estoy muy convencido de qué opina ella sobre mí. Igual le rasco cual alma hiriente a esa Fender que papá me regaló a inicios de curso.

La escuela va bien, aunque no tanto como en años anteriores. Los maestros dicen que soy muy distraído; no hallo forma de contradecirlos. Sin embargo, en algo se equivocan. Apuestan porque mi destino será uno sin emociones ni aventuras. Sin éxitos ni fracasos. Juran que seré uno más que vivirá del salario regular por no ser tan inútil, pero lejos de un puesto de ensueño por no ser un genio. El futuro de todos, seguro imaginan, pero mis mentores van más allá. Piensan que seré un frustrado, alguien que querrá más de lo que tendrá. No fue así. Tuve más de lo que quise. Más de lo que merecí. Por eso me ejecutaron, ¿no?

Estoy en secundaria. Primer grado. Este es el año que más recuerdo. Dejé de ser niño y encontré mis pretensiones… mis ilusiones. Me gusta ser el centro de atención, y ahora sé que me importan poco las formas. Seré famoso a como dé lugar, me digo al espejo cada mañana. El Julio muerto grita, suplica e implora que cambie la promesa. Porque habré de cumplirla. Seré famoso sin importar las formas. No en balde ignoro el camino que me llevará al éxito mediatico, pero sé que llegaré.

¿Cómo decirle al Nassar vivo que nada es como pensaba?

El brillo es real, los privilegios también y el gusto de las chicas. Pero nada se disfruta. No hay tiempo ni confianza para ello.

Mamá me lleva al colegio y yo me aferro a los audífonos. No me quiero bajar del auto, mas no por falta de gusto a la escuela (a eso ya me acostumbré), sino por la mirada que ella me regala.

Recuerdo lo que ocurrió aquella tarde…

Sé que ésta será la última vez que vea a mamá, y hasta de muerto se me revuelve el estómago. Grito y pataleo. Imploro a Dios que me regrese un poco de vida y me mande a aquél día. Para besarla en la mejilla y decirle que la quiero. Para no olvidarme nunca de esos bellos ojos verdes que tantas noches me arrullaron, y que en ese amargo abril veré cerrados mientras golpeo con fiereza la caja que me separa de ella. La frontera entre la vida y la muerte.

En la escuela dan un festival del día del niño, porque kinder, primaria y secundaria van pegados. Nosotros somos invitados condicionados al evento. Llevan a los payasos de moda y todos ríen, gritan y se emocionan. Todos menos yo. Yo muerto y yo vivo. Incluso mis amigos de generación se permiten ser niños otra vez (suponiendo que entonces no lo eran), y yo permanezco callado. Ajeno a todo lo que sucede a mis alrededores.

¿Será que lo sé?

Lo dudo.

Mis recuerdos llegan de a poco, como remando con una sola mano. A veces me sorprende; en ocasiones me anticipo. No sé qué es peor, si la frustración de saber qué va a pasar y no poder hacer algo, o no saberlo y verme sorprendido a doble partida.

No recuerdo si aquél día tuve algún presentimiento, si estaba enfermo o si simplemente me torturaba verla a Alejandra (mi amor de pubertad y dueña del primer beso) de la mano de cualquiera menos de la mía.

Sé nada. Sé que mamá a estas horas está sufriendo un accidente y seguro piensa en papá, en mí, en la abuela, en el abuelo, en Cuba, en México… en toda esas cosas y personas que la hicieron feliz.

Seguro se ve arriba de un escenario por última vez y se cuestiona si hizo lo correcto al renunciar a la música para dedicarse de tiempo completo a su hijo. Vuelve al hijo. Vuelve a pensar en mí y en lo parecido que somos. Sí. Seguro que nos piensa. Seguro que se va de este mundo con una sonrisa pintada en el rostro. O quizás no. Quizás se va pensando en aquello que no hizo, en la pasividad de los actos que desencadenan las peores frustraciones. De pronto piensa en un futuro sin papá, de la mano de cualquiera de los chicos que lo pretendían en el barrio. Se imagina sin hijos, sin mí, y quizás en esta ocasión se permite sonreirle a mi ausencia. Por ahí piensa en los abuelos que no volvió a ver por la manía de salir de la isla; en Cuba más allá de la dictadura, en México y sus defectos, en la mudanza perpetua, en la carrera abandonada por culpa mía… Y vuelve a mí.

Me conforta y espanta saber que en ambos escenarios aparezco. Quizás para bien. Quizás para mal. Pero seguro estoy de que mamá pensó mucho en mí mientras se entregaba al más profundo de los sueños. Ese en el que yo no he podido caer.

¿Será que este es el infierno?

Lo dudo.

Creo que los errados merecen un peor castigo que sentarse en el trono de la vergüenza a verse una y otra vez la película de su vida. Supongo que esto es como una sala de espera, en la que Dios pretende entretenerte mientras decide tu suerte. Mamá, seguro, no estuvo aquí. Y si la hicieron esperar díganme y nos agarramos a trompadas. Ella fue un sol. No merecería esperar. Lo suyo sería entrar al cielo directamente, ser presentada con honores ante el rey de los creadores.

Llega el momento que no quería. Entro a la casa; veo a papá. Algo anda mal. Le pregunto por mamá y su mirada es la de quien desea estar en cualquier lugar, ser otra persona con tal de no explicarle al hijo lo que no se puede explicar.

¿Cómo decirle que su madre ya no estará más? ¿Cómo invitarlo a aceptarlo si ni él mismo lo ha aceptado?

Recuerdo que me abrazó sin soltar palabras. Supe lo que pasaba. No importa el cómo, importa que ya no volveremos a ver esos ojitos verdes que alumbraban la casa en ratos de oscuridad. Importa que se acabaron sus guisos y palabras bonitas. Importa que la balanza perdería por goleada, pues el equilibrio se ha ido a jugar con el Señor.

Nunca vi más allá de la mirada de un hombre que se le había ido el mundo y trataba de construirle uno al hijo. Ahora que estoy muerto, me doy el tiempo. Lo veo y me veo. Encuentro en ese espejo color miel la ausencia, la frustración, la culpa de haber sido feliz sin darse cuenta. Entonces descubro que su vida se parecía mucho a la mía.

Si tan sólo me hubiese puesto en su lugar, los días venideros habrían sido menos tormentosos para los dos.

Ya nada volvió a ser igual. Creamos un muro irrompible; el recuerdo de ella nos dejó como un par de desconocidos que compartían el mismo ángel, el mismo pasado, la misma historia, la misma pena, mas no la misma vida.

Ahora recuerdo que aquel día no sólo perdí a mi madre, sino también a mi padre. No pudimos con su ausencia… partimos con ella. Dejamos que la familia muriera, aunque seguimos bajo el mismo techo tres años más. Años en los que fuimos zombies sin hablar. En los que besé sin besar a tres mil mujeres, bebí sin beber tres mil cervezas. Porque si uno vive esas cosas sin el consejo del padre es como si no las viviera. Yo no las viví. Con la muerte de Perla se fue ese vinculo bonito entre padre e hijo.

Es difícil lidiar con la muerte. El recuerdo queda tan vivo que no hallamos forma de materializar el olvido. Todo nos lleva a esa persona que se fue para nunca más volver. Ni esos que juran conocer lo que hay después de la muerte se escapan de la idea, aunque sea chiquita y esporádica, de que simplemente dejaron de existir. Que no hay un más allá ni un más acá. Que el tiempo fue aquí y se acabó. Que no habrá segundas oportunidades para decir lo que por miedo o indecisión callamos. Que cuando los ojos se cierran se acaba el ciclo de la vida… el ciclo destructivo.

Yo puedo decirles que el rodeo es peor de lo que imaginamos. Sí hay un más allá, pero no tenemos voz ni voto; sí dolor y sufrimiento. Revivimos las penas y las sufrimos; los golpes y los sentimos. Incluso el golpe final se queda para siempre. Yo aún siento los choques eléctricos en el pecho y en las piernas, pero hay algo en esta esencia mortuoria que calma la tortura. Para lo que no hay cura es para el alma. Esa es fuerte. Esa se queda y agrava cuando nos vemos llorar. Por eso acabé en el suelo cuando me vi golpeando el cofre que me separaba de mamá. Lo golpeaba esperando que se rompiera, que de él cayera mi madre y yo despertara. Que todo fuera una pesadilla con sabor a verdad, pero no. Ella murió, e incluso de muerto no ha dejado de dolerme.

El último recuerdo vívido que tengo con papá (después de la gran pena), fue en mi cumpleaños numero quince.

Es justo decir que dentro del silencio siempre hubo cordialidad. Odiábamos al mundo, pero nos queríamos. Sobre todo aquel día en que me enseñó un guión dedicado a mamá…

‘’…ojalá hubiese sido tu primer chiste. Esa broma prometida cuando te tomábamos el pelo a media noche y te decíamos que la policía nos había detenido. O cuando te miraba a los ojos y te decía que lo sentía, que tenía a otra mujer y que la amaba. Tú me creías siempre, porque… claro, ¿quién se inventa esas cosas? ¿Quién se inventa su muerte? Jugada maestra. Inventarte el peor de los dolores te hubiese dado el triunfo por goleada. Ni qué discutirte. Sólo de verme llorando, desecho a los pies de lo que creería tu cuerpo hueco, me haría arrepentirme de todo. El sólo imaginarme abrazando a Julio sin saber que decirle, sin hallarle consuelo, hubiese sido lo mejor. Te habría escrito mil películas, y tú las hubieras endulzado con tu voz. Pero no. El destino te plagió. Tomó tu idea y la hizo realidad. Entonces me vi llorando; desecho a los pies de tu cuerpo hueco y me arrepentí de todo. Me vi abrazando a Julio sin saber qué decirle, sin hallarle consuelo. Fue lo peor. Hoy no tengo fuerzas para hacer una sola película. Te las llevaste todas con esa dulce voz que nunca más podremos escuchar…’’

Papá y yo somos hombres de pocas lágrimas, pero en aquél momento sí que lloramos. Lloramos sin abrazarnos, porque era necesario vernos a los ojos. Lo sentí cerca de mí. Comprendimos que el dolor debía unirnos.

Esa noche nos fuimos a dormir pensando que cumpliríamos con el compromiso, pero no fue así. La nostalgia se fue, y con ella las ganas de seguir remándola. No supe si papá volvió a escribirse un guión (creo que escribía mejor de lo que actuaba), tampoco supe si volvió a llorar. Sólo sé que murió en abril (como mamá), tres años después.

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