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CAPÍTULO 2. Seguía odiándola con todas sus fuerzas

Stefano cerró los ojos mientras recostaba la cabeza brevemente en el sofá de su oficina. En las últimas cuarenta y ocho horas no había dormido en absoluto, y prefería no hacerlo si eso significaba que iba a soñar de nuevo con ella.

No entendía por qué, pero desde el episodio de Fiorella pensaba cada vez más en ella. Podía parecer estúpido pensar tanto en una mujer que no veía desde hacía más de diez años, pero Isabella Valenti, Bells, había sido la segunda mujer que había marcado la vida de Stefano Di Sávallo con su abandono y en aquel punto ya era más una obscura obsesión que cualquier otra cosa, porque tal como había mujeres a las que un hombre podía amar para toda la vida, también había mujeres a las que se podía odiar hasta el infinito y más allá.  Y ese era el caso de Bells.

Escuchó dos toques rápidos en la puerta y vio a Ale asomar la cabeza con una expresión aún más cansada que la suya. Todos estaban así, la desesperación de aquella familia no tenía límites.

—¿Alguna noticia?  —le preguntó.

Su primo negó, haciendo un gesto de dolor.

—¡No puedo con esta impotencia que siento! —exclamó Stefano, caminando de un lado a otro de la oficina—. ¡No soporto que me digan que no puedo hacer nada!

Y esa era precisamente la única descripción para el problema. No se podía hacer nada.

Fiorella, su pequeña princesa, una de las pocas mujeres en el mundo a las que Stefano se permitía amar incondicionalmente, estaba enferma. En los últimos diez días había pasado por los mejores médicos, los laboratorios mejor preparados y toda la ayuda que el dinero podía comprar… pero Fiorella había sido diagnosticada con ELA, y eso no tenía cura. Según los doctores lo único que podía hacerse era mejorar su calidad de vida y estar con ella hasta el final.

«¡Hasta el final! ¡Qué basura!» Los Di Sávallo no eran de los que dejaban de pelear así como así; y sabía que si Ale estaba allí era precisamente por eso.

—Estuve hablando con uno de los «locos» —dijo Ale, deteniéndolo. Así le llamaban cariñosamente a un par de doctores que aseguraban que la ELA sí tenía cura, pero los laboratorios tenían una conspiración para no sacarla.

—¿Y? —se atrevió a preguntar Stefano.

—Dice que cuando él terminaba la residencia en neurología, había una chica en los Laboratorios Zeynek que estaba desarrollando un tratamiento experimental con células madre —le explicó Ale.

—¿Un tratamiento contra la ELA?

—Un tratamiento contra todo, al parecer estaba desarrollando células madre artificiales. El «loco» me dijo que los laboratorios no usaban ni el cinco porciento de su investigación porque no les convenía, que solo la tenían amarrada para que no pudiera dársela a nadie más.

Stefano sonrió con suficiencia. No había cantidad de dinero suficiente que un laboratorio pudiera darle a aquella mujer que él no pudiera superar.

—Entonces vamos a hablar con ella —declaró.

—Eso va a ser más difícil… La chica es un mito, nadie la conoce, no la han visto, ¡hasta le dicen Campanita!

Stefano levantó una ceja, escéptica.

—¿En serio? ¿Como el hada? —bufó.

—Así mismo, como el hada, porque saben que existe pero nadie la ha visto —Ale hizo una mueca—. Además según el «loco», no hay posibilidad de que esa mujer traicione a Zeynek. No habrá forma de que nos venda la cura para Fiorella.

—Entonces no la vamos a pedir.

El rostro de Stefano se convirtió entonces en una máscara de determinación mientras tomaba el celular para hacer una llamada a alguien a quien jamás había esperado molestar:

Mateo de Navia era un hacker excepcional. No era precisamente el tipo de hombre al que le gustaba conocer a sus clientes, pero por alguna razón cada vez que alguno de los hombres del Imperio Di Sávallo -Santos Patronos de todo lo que era bueno, noble y legal en Europa-, acudía a él por algo ilegal, su genio malvado interno no podía resistirse a aceptar. Se sentía como Lucifer pervirtiendo a alguno de los ángeles.

—Señor De Navia —Stefano alargó una mano para saludarlo.

—Un gusto —respondió Mateo—. ¿Cómo puedo ayudarte?

—Cuando hablamos por teléfono esta mañana me dijo que podía hacerme entrar en cualquier lugar que yo quisiera.

—Así es. ¿Y dónde necesitas entrar? —preguntó Mateo.

—Laboratorios Zeynek.

—¿Vas a dejarles la fórmula para eliminar el hambre en el mundo? —No pudo evitar burlarse Mateo.

—No, necesito robar un tratamiento experimental de células madre artificiales —dijo Stefano como si estuviera pidiendo un café a su secretaria—, por favor.

—Bien… esas ya son palabras mayores —declaró Mateo sacando una computadora y comenzando a teclear rápidamente—. Bien, vamos a lo nuestro: Laboratorios Zeynek.

En la pantalla se desplegaron planos, fotos del personal, expedientes de investigaciones, registros de transacciones, códigos fuente de los servidores, imágenes en vivo de las cámaras de seguridad y cuanto dato existiera en línea sobre los Laboratorios.

—OK… esto es extraño… No hay una sola investigación registrada sobre células madre en los Laboratorios Zeynek.

—¿Pero cómo…? —Stefano palideció.

—Calma, dije «registrada», no significa que no exista… ¡Ajá! —gritó deteniéndose frente a una imagen de los planos—. ¿Sabes qué es esto? —Señaló lo que parecía todo un nivel en el edificio de oficinas.

—¿El piso 23? —preguntó Stefano leyendo los números que se habían colocado junto a la imagen.

—No, este de abajo es el piso 22, y el de arriba es el 23. Ese que está en medio es un «piso muerto». Sin conexiones digitales, cámaras de seguridad, o un botón en el ascensor que te lleve a él. No existe. ¡Es una idea genial! Si hay algo importante en ese edificio, puedo asegurarte de que está en ese piso.

—Pero si no hay un botón en el ascensor que lleve a él, ¿cómo se supone que entraré?

—Con un código de acceso digital —respondió Mateo—. Al parecer cambia… cada cinco minutos, pero eso no es problema, te lo puedo enviar cuando estés allí. Sin embargo tienes que saber: sin cámaras de seguridad, no tengo forma de advertirte lo que te encontrarás ahí dentro.

Pero a Stefano no le importaba, estaba dispuesto a correr todos los riesgos. Compró una cantidad significativa de acciones de Zeynek y pidió una reunión con la junta directiva para tener a toda la seguridad concentrada en el último piso.

Dos días después atravesaba las puertas del laboratorio, el sonido musical que anunciaba el arribo del ascensor sonó brevemente y Stefano se subió.

—OK, vas a marcar el botón de detener dos veces y entre ellas vas a marcar este código, ahí va: 19891802 —le dijo Mateo por el auricular que llevaba en el oído.

Stefano hizo lo que le decía y el ascensor comenzó a moverse. La verdad era que no tenía ni la menor idea de lo que iba a encontrar, pero cuando el ascensor por fin se detuvo en el piso muerto, aquello parecía cualquier cosa menos un laboratorio.

Había un jardín interno precioso de estilo japones que se extendía por más de cien metros, una pajarera enorme y al final algo parecido a un departamento completamente abierto.

Stefano podía ver la cocina, un salón, una biblioteca, pero no había una sola pared que los separara. Al parecer alguien vivía allí de forma permanente, y viendo el lugar, no dudaba para nada que a quien viviera ahí le llamaran «Campanita», era como un maldito cuento de hadas en medio de un edificio de oficinas. Resultaba obvio que la persona que vivía allí era de mucha importancia para el dueño de Laboratorios Zeynek.

Finalmente logró encontrar una única puerta con sello digital y se encaminó a ella. El cuarto del otro lado era completamente blanco y era el sueño de cualquier ladrón inexperto, porque todo estaba perfectamente etiquetado.

En la pequeña y solitaria nevera se leía: “Tejidos”… “Células epiteliales”… “Redes neuronales”… y finalmente “Células Madre”.  Eso tenía que ser.

Sacó fotos de cada página del archivo y se dispuso a abrir de vitrina donde estaba el cultivo, cuando sintió que una mano se cerraba sobre la parte trasera de tu saco y tiraban de él hacia atrás.

Del impulso fue a chocar con una de las mesas mientras un hombre le arrancaba el celular de la mano y lo lanzaba contra una de las paredes, haciéndolo pedazos. Stefano se levantó para enfrentarlo y se dio cuenta de que el tipo era tan alto como él, pero no tenía pinta de científico.

Debía llegar a los veintiocho o treinta años, tenía el cabello rubio, los ojos de un azul muy claro y parecía que acababa de llegar de la amada madre Rusia. Iba descalzo y sin camisa, como si lo hubieran acabado de sacar del baño, y Stefano entendió que posiblemente el hackeo de la cerradura hubiera levantado una alarma silenciosa.

—Adivino que no te perdiste de camino al baño —siseó el hombre sin una sola gota de acento.

Stefano se irguió con orgullo.

—No —respondió.

—No me agrada particularmente la gente que viene a robar.

—Estoy de acuerdo contigo. Creo que robar es el último recurso, cuando no se puede comprar —dijo Stefano con una sonrisa de suficiencia.

—¡Nada de lo que hay aquí está en venta! —exclamó el hombre enojado y Stefano no era tan estúpido como para no entenderlo, de cualquier manera, con justificación o sin ella, estaba invadiendo la propiedad privada de alguien más.

—Precisamente por eso estoy intentando robármelo. ¡Créeme, no me causa ningún placer!

El hombre gruñó mientras atrapaba las solapas de su saco, cuando una voz suave pero firme lo detuvo.

—¡Kiryan! ¡Déjalo!

Kiryan miró sobre el hombro del italiano y obedeció. Lo soltó de mala gana, acomodándole el saco con un gesto amenazante, pero Stefano no fue capaz de volverse.

Casi trece años habían pasado desde la última vez que había escuchado el timbre de esa voz, pero seguía siendo cantarina y dulce, seguía odiándola con todas sus fuerzas, seguía reconociéndola como si acabara de oírla.

—¡Bells…! —murmuró girándose.

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