Stefano cerró los ojos mientras recostaba la cabeza brevemente en el sofá de su oficina. En las últimas cuarenta y ocho horas no había dormido en absoluto, y prefería no hacerlo si eso significaba que iba a soñar de nuevo con ella.
No entendía por qué, pero desde el episodio de Fiorella pensaba cada vez más en ella. Podía parecer estúpido pensar tanto en una mujer que no veía desde hacía más de diez años, pero Isabella Valenti, Bells, había sido la segunda mujer que había marcado la vida de Stefano Di Sávallo con su abandono y en aquel punto ya era más una obscura obsesión que cualquier otra cosa, porque tal como había mujeres a las que un hombre podía amar para toda la vida, también había mujeres a las que se podía odiar hasta el infinito y más allá. Y ese era el caso de Bells.
Escuchó dos toques rápidos en la puerta y vio a Ale asomar la cabeza con una expresión aún más cansada que la suya. Todos estaban así, la desesperación de aquella familia no tenía límites.
—¿Alguna noticia? —le preguntó.
Su primo negó, haciendo un gesto de dolor.
—¡No puedo con esta impotencia que siento! —exclamó Stefano, caminando de un lado a otro de la oficina—. ¡No soporto que me digan que no puedo hacer nada!
Y esa era precisamente la única descripción para el problema. No se podía hacer nada.
Fiorella, su pequeña princesa, una de las pocas mujeres en el mundo a las que Stefano se permitía amar incondicionalmente, estaba enferma. En los últimos diez días había pasado por los mejores médicos, los laboratorios mejor preparados y toda la ayuda que el dinero podía comprar… pero Fiorella había sido diagnosticada con ELA, y eso no tenía cura. Según los doctores lo único que podía hacerse era mejorar su calidad de vida y estar con ella hasta el final.
«¡Hasta el final! ¡Qué basura!» Los Di Sávallo no eran de los que dejaban de pelear así como así; y sabía que si Ale estaba allí era precisamente por eso.
—Estuve hablando con uno de los «locos» —dijo Ale, deteniéndolo. Así le llamaban cariñosamente a un par de doctores que aseguraban que la ELA sí tenía cura, pero los laboratorios tenían una conspiración para no sacarla.
—¿Y? —se atrevió a preguntar Stefano.
—Dice que cuando él terminaba la residencia en neurología, había una chica en los Laboratorios Zeynek que estaba desarrollando un tratamiento experimental con células madre —le explicó Ale.
—¿Un tratamiento contra la ELA?
—Un tratamiento contra todo, al parecer estaba desarrollando células madre artificiales. El «loco» me dijo que los laboratorios no usaban ni el cinco porciento de su investigación porque no les convenía, que solo la tenían amarrada para que no pudiera dársela a nadie más.
Stefano sonrió con suficiencia. No había cantidad de dinero suficiente que un laboratorio pudiera darle a aquella mujer que él no pudiera superar.
—Entonces vamos a hablar con ella —declaró.
—Eso va a ser más difícil… La chica es un mito, nadie la conoce, no la han visto, ¡hasta le dicen Campanita!
Stefano levantó una ceja, escéptica.
—¿En serio? ¿Como el hada? —bufó.
—Así mismo, como el hada, porque saben que existe pero nadie la ha visto —Ale hizo una mueca—. Además según el «loco», no hay posibilidad de que esa mujer traicione a Zeynek. No habrá forma de que nos venda la cura para Fiorella.
—Entonces no la vamos a pedir.
El rostro de Stefano se convirtió entonces en una máscara de determinación mientras tomaba el celular para hacer una llamada a alguien a quien jamás había esperado molestar:
Mateo de Navia era un hacker excepcional. No era precisamente el tipo de hombre al que le gustaba conocer a sus clientes, pero por alguna razón cada vez que alguno de los hombres del Imperio Di Sávallo -Santos Patronos de todo lo que era bueno, noble y legal en Europa-, acudía a él por algo ilegal, su genio malvado interno no podía resistirse a aceptar. Se sentía como Lucifer pervirtiendo a alguno de los ángeles.
—Señor De Navia —Stefano alargó una mano para saludarlo.
—Un gusto —respondió Mateo—. ¿Cómo puedo ayudarte?
—Cuando hablamos por teléfono esta mañana me dijo que podía hacerme entrar en cualquier lugar que yo quisiera.
—Así es. ¿Y dónde necesitas entrar? —preguntó Mateo.
—Laboratorios Zeynek.
—¿Vas a dejarles la fórmula para eliminar el hambre en el mundo? —No pudo evitar burlarse Mateo.
—No, necesito robar un tratamiento experimental de células madre artificiales —dijo Stefano como si estuviera pidiendo un café a su secretaria—, por favor.
—Bien… esas ya son palabras mayores —declaró Mateo sacando una computadora y comenzando a teclear rápidamente—. Bien, vamos a lo nuestro: Laboratorios Zeynek.
En la pantalla se desplegaron planos, fotos del personal, expedientes de investigaciones, registros de transacciones, códigos fuente de los servidores, imágenes en vivo de las cámaras de seguridad y cuanto dato existiera en línea sobre los Laboratorios.
—OK… esto es extraño… No hay una sola investigación registrada sobre células madre en los Laboratorios Zeynek.
—¿Pero cómo…? —Stefano palideció.
—Calma, dije «registrada», no significa que no exista… ¡Ajá! —gritó deteniéndose frente a una imagen de los planos—. ¿Sabes qué es esto? —Señaló lo que parecía todo un nivel en el edificio de oficinas.
—¿El piso 23? —preguntó Stefano leyendo los números que se habían colocado junto a la imagen.
—No, este de abajo es el piso 22, y el de arriba es el 23. Ese que está en medio es un «piso muerto». Sin conexiones digitales, cámaras de seguridad, o un botón en el ascensor que te lleve a él. No existe. ¡Es una idea genial! Si hay algo importante en ese edificio, puedo asegurarte de que está en ese piso.
—Pero si no hay un botón en el ascensor que lleve a él, ¿cómo se supone que entraré?
—Con un código de acceso digital —respondió Mateo—. Al parecer cambia… cada cinco minutos, pero eso no es problema, te lo puedo enviar cuando estés allí. Sin embargo tienes que saber: sin cámaras de seguridad, no tengo forma de advertirte lo que te encontrarás ahí dentro.
Pero a Stefano no le importaba, estaba dispuesto a correr todos los riesgos. Compró una cantidad significativa de acciones de Zeynek y pidió una reunión con la junta directiva para tener a toda la seguridad concentrada en el último piso.
Dos días después atravesaba las puertas del laboratorio, el sonido musical que anunciaba el arribo del ascensor sonó brevemente y Stefano se subió.
—OK, vas a marcar el botón de detener dos veces y entre ellas vas a marcar este código, ahí va: 19891802 —le dijo Mateo por el auricular que llevaba en el oído.
Stefano hizo lo que le decía y el ascensor comenzó a moverse. La verdad era que no tenía ni la menor idea de lo que iba a encontrar, pero cuando el ascensor por fin se detuvo en el piso muerto, aquello parecía cualquier cosa menos un laboratorio.
Había un jardín interno precioso de estilo japones que se extendía por más de cien metros, una pajarera enorme y al final algo parecido a un departamento completamente abierto.
Stefano podía ver la cocina, un salón, una biblioteca, pero no había una sola pared que los separara. Al parecer alguien vivía allí de forma permanente, y viendo el lugar, no dudaba para nada que a quien viviera ahí le llamaran «Campanita», era como un maldito cuento de hadas en medio de un edificio de oficinas. Resultaba obvio que la persona que vivía allí era de mucha importancia para el dueño de Laboratorios Zeynek.
Finalmente logró encontrar una única puerta con sello digital y se encaminó a ella. El cuarto del otro lado era completamente blanco y era el sueño de cualquier ladrón inexperto, porque todo estaba perfectamente etiquetado.
En la pequeña y solitaria nevera se leía: “Tejidos”… “Células epiteliales”… “Redes neuronales”… y finalmente “Células Madre”. Eso tenía que ser.
Sacó fotos de cada página del archivo y se dispuso a abrir de vitrina donde estaba el cultivo, cuando sintió que una mano se cerraba sobre la parte trasera de tu saco y tiraban de él hacia atrás.
Del impulso fue a chocar con una de las mesas mientras un hombre le arrancaba el celular de la mano y lo lanzaba contra una de las paredes, haciéndolo pedazos. Stefano se levantó para enfrentarlo y se dio cuenta de que el tipo era tan alto como él, pero no tenía pinta de científico.
Debía llegar a los veintiocho o treinta años, tenía el cabello rubio, los ojos de un azul muy claro y parecía que acababa de llegar de la amada madre Rusia. Iba descalzo y sin camisa, como si lo hubieran acabado de sacar del baño, y Stefano entendió que posiblemente el hackeo de la cerradura hubiera levantado una alarma silenciosa.
—Adivino que no te perdiste de camino al baño —siseó el hombre sin una sola gota de acento.
Stefano se irguió con orgullo.
—No —respondió.
—No me agrada particularmente la gente que viene a robar.
—Estoy de acuerdo contigo. Creo que robar es el último recurso, cuando no se puede comprar —dijo Stefano con una sonrisa de suficiencia.
—¡Nada de lo que hay aquí está en venta! —exclamó el hombre enojado y Stefano no era tan estúpido como para no entenderlo, de cualquier manera, con justificación o sin ella, estaba invadiendo la propiedad privada de alguien más.
—Precisamente por eso estoy intentando robármelo. ¡Créeme, no me causa ningún placer!
El hombre gruñó mientras atrapaba las solapas de su saco, cuando una voz suave pero firme lo detuvo.
—¡Kiryan! ¡Déjalo!
Kiryan miró sobre el hombro del italiano y obedeció. Lo soltó de mala gana, acomodándole el saco con un gesto amenazante, pero Stefano no fue capaz de volverse.
Casi trece años habían pasado desde la última vez que había escuchado el timbre de esa voz, pero seguía siendo cantarina y dulce, seguía odiándola con todas sus fuerzas, seguía reconociéndola como si acabara de oírla.
—¡Bells…! —murmuró girándose.
Si era posible que la rabia se pudiera palpar, definitivamente Stefano debía estar proyectando la suya de una manera increíble, porque Kiryan pasó a su lado para ir a ponerse entre él y la mujer.Stefano la miró a los ojos, ya no era una niña. Llevaba el cabello natural, largo y ondulado, sin las mechas azules que le gustaba llevar cuando era casi una chiquilla. Los lentes de pasta oscura acentuaban las líneas suaves de su rostro y había tanta madurez y seriedad en ellos que parecía que de la chiquilla de la que Stefano se había enamorado no quedaba nada.Llevaba un top blanco y un pantalón a la cadera, ancho y vaporoso, del mismo color. También iba descalza, parecía una costumbre de aquel sitio ¿o Zeynek no les pagaba suficiente como para que se compraran unos maldit0s zapatos?—Al parecer el caballero entró a robar —dijo Kiryan parándose a su lado y cruzándose de brazos, pero antes de que Stefano pudiera decir una palabra, Bells se le adelantó.—El caballero no es un ladrón —murmuró
Bells se apoyó en la mesa que tenía más cerca en cuanto el ascensor se puso en movimiento, y no habían pasado ni cinco segundos cuando Kiryan apareció en su campo de visión. Puso entre sus manos una copa de vino tinto y la obligó a beber.—Kiryan…—¡Vamos, no seas niña! —la regañó el ruso con cariño—. No me des problemas.Bells puso los ojos en blanco y se terminó la copa de vino de un tirón, limpiándose los labios con el dorso de la mano mientras Kiryan la envolvía en un grueso chal.—¿Mejor? —preguntó mientras acariciaba arriba y abajo sus brazos para que entrara en calor.Bells asintió, sentándose sobre la mesa, y su rostro se convirtió en una máscara de tristeza.—¿Entonces ese es tu Stefano? —indagó Kiryan con curiosidad—. Esperaba que fuera más interesante.Bells lo golpeó en un brazo, riéndose. Sí, definitivamente Stefano había cambiado mucho, pero estaba muy lejos de no ser interesante. Por un segundo ella había sentido que todas las mariposas que había tratado de matar por añ
—Buenos días —saludó cortésmente el italiano mientras entraba al laboratorio, y Bells levantó la cabeza con un estremecimiento.—Buenos días —murmuró en respuesta.—Los análisis. —Fue todo lo que dijo Stefano mientras ponía la carpeta frente a ella y la veía revisar los papeles uno por uno.A veces arrugaba el ceño, a veces negaba, hasta que se detuvo por más tiempo en uno de ellos y su rostro se convirtió en una máscara de horror.—¡Kiryaaaan! —gritó la muchacha con urgencia mientras se giraba hacia la vitrina y empezaba a sacar suplementos médicos como si él no existiera—. ¡Kiryan!El ruso entró corriendo con más cara de concentración que de enojo, conocía cada pequeña inflexión en el tono de su voz, y aquellos dos gritos eran de absoluto miedo.—¡En la mesa! —señaló ella con ansiedad y el ruso se lanzó sobre los análisis, dejándola hacer lo que hacía sin molestarla.Sus ojos vagaron por la tabla de resultados mientras Stefano se inclinaba hacia adelante, preocupado.—¡Maldición! ¿D
Decir que a Stefano le molestaba la presencia del ruso era poco, pero más que eso le molestaba la forma solícita y preocupada con que se dirigía a Bells. ¡Para empezar le encendía la sangre que la llamara Bells, solo él podía llamarla así, y para rematar le molestaba el contacto invasivo y permanente que tenía con ella, como si siempre tuviera que estarla tocando por alguna parte!—¿Puedo pasar? —La voz de la muchacha lo sacó de sus pensamientos y Stefano se apoyó en el escritorio de su despacho.—Claro —aceptó viendo cómo Bells entraba a la habitación—. ¿Podrías cerrar la puerta, por favor? No quiero que mis tíos se enteren de lo que vas a decirme.En parte era eso y en parte era que quería probar qué tanta privacidad podía tener con ella.—Creo que ellos deberían estar presentes, finalmente son los padres de Fiorella, ellos son los que deben decidir si aceptan el tratamiento o no.—Entiendo, pero ahora mismo no sabemos ni siquiera si hay un tratamiento, ¿verdad? —preguntó Stefano co
Era extraño verla salirse de sus cabales, pero en las últimas cuarenta y ocho horas todo se había descontrolado para Bells. Kiryan podía entender su frustración, a él también le había agradado mucho la niña, pero no podía permitir que se siguiera estresando de aquella manera.—¡Hey! Tienes que controlarte —la regañó después de verla lanzar otra bola de papel contra la pared más cercana—. No puedes seguir así.—¡Es que no entiendo qué sucede! ¡Hemos hecho todos los estudios! ¿Cómo es que no logro encontrar lo que tiene? —dijo ella desesperada—. ¡Maldit@ sea, soy una mujer inteligente, tengo dos doctorados, no puede ser que no me sirvan para nada!Kiryan puso los ojos en blanco y sonrió.—Pero Bells, hiciste un gran avance en poco tiempo. Al menos ya sabes todo lo que Fiorella no tiene…—De lo único que estoy segura es que esto fue una mutación del cromosoma masculino… tengo que llamar a Stefano.Kiryan suspiró con molestia, se cruzó de brazos y negó con impaciencia.—No me gusta lo que
Stefano se quedó paralizado por un segundo, un solo segundo antes de echar a correr detrás del ruso. Lo vio entrar a una habitación tan blanca como todas las demás y sentar a la muchacha al borde de algo que parecía una bañera. Le quitó la ropa apurado, dejándola solo con el pequeño negligé que llevaba debajo de la ropa de trabajo y la metió en la bañera, abriendo el chorro de agua fría.—¡Maldición, maldición! —gruñó furioso cuando vio que su piel se ponía de un rosa más vivo.—¿Qué es lo que pasa? ¿Qué tiene? —preguntó Stefano adelantándose.—Fiebre —siseó Kiryan abriendo una puerta cercana y el italiano vio que era una nevera. Sacó un par de bolsas enormes de hielo y las rasgó, echándolas apurado sobre el cuerpo de la muchacha.—¿Fiebre? Pero... ¿no se la puedes quitar con una pastilla como a todo el mundo?—¡Seguro, Di Sávallo! ¡Solo estoy haciendo esto por mi profundo amor al drama! ¿no te jode? —espetó el ruso mientras acomodaba todo aquel hielo sobre Bells—. ¡Todo esto es culpa
La puerta se cerró de un tirón y Bells sintió como si su corazón se rompiera un poquito. Jamás había peleado con Kiryan en diez años, no sabía cómo era ni lo horrible que se sentiría. Después de todo era consciente de que él solo quería lo mejor para ella, pero Isabella Valenti tenía que hacer lo que tenía que hacer.—Lo siento —murmuró Stefano tras ella—. Quisiera decirte que espero que esto no te cueste el divorcio, pero ya sabes como soy, en este momento los sentimientos de tu ruso me importan muy poco.Bells sonrió con cansancio.—Sí, te conozco —murmuró ella, pensativa—. Pero ya me arreglaré con Kiryan, igual no es como que podamos estar separados por mucho tiempo.Pasó a su lado y fue a quedarse con Fiorella hasta la siguiente inyección, mientras Stefano rumiaba en silencio su molestia.Otras dos inyecciones pasaron y por suerte todo iba bien. Era ya de madrugada cuando Stefano la vio dormir sobre uno de los sillones del cuarto de Fiorella. La levantó en brazos y se sorprendió d
Hay algo que no podemos olvidar mencionar sobre Stefano Di Sávallo, algo que obviamente Kiryan no sabía, y era que había sido criado por seis hombres capaces y uno de ellos era piloto de rally.—¡Ponte el maldito cinturón! —gruñó mientras no perdía de vista al auto que tenía delante—. ¿Qué demonios es lo que está pasando? ¿Por qué robarse la medicina de Fiorella?Kiryan negó, apretando los dientes.—Cualquier investigación que salga de los laboratorios Zeynek vale millones —dijo—. Y la gente es ignorante, creen que podrán vender cualquier cosa que roben. No saben que esos medicamentos solo sirven para la niña.Stefano se quedó pensativo por un momento, concentrado en la persecución.—Bells dijo hoy que sentía que la estaban vigilando —siseó.—Y adivino, no le hiciste ni puñetero caso —sentenció Kiryan.—No —respondió—, pero tampoco pensaba que se tratara de algo como esto.Stefano hizo un par de maniobras para acercarse al auto, pero no podían interceptarlos en medio del tráfico de la