04. Adiós al Hogar

El semblante de Valdimir, el rey de los hombres lobo, permanecía impasible e inamovible, su rostro que parecía haber sido tallado con esmero en mármol, no dejaba entrever la más mínima emoción. Sus ojos ambarinos, fríos como el hielo invernal, no reflejaban nada mientras pronunciaba los votos nupciales con una voz grave y distante que resonaba en el silencio sepulcral del salón.

Se notaba a simple vista, como no había ni un atisbo de atracción carnal o deseo en el monarca al desposar a la princesa humana Aelina. Esto la desconcertaba demasiado, pues cuando él le besó la mano en el instante que ella aceptó su propuesta de matrimonio, la joven pudo jurar que vio lujuria ardiendo en su mirada al tocarla. Pero ahora, actuaba con la indiferencia y el entusiasmo de un erudito realizando un papeleo rutinario.

Entonces, cuando llegó el momento del intercambio de anillos, las manos de Aelina temblaban de forma incontrolable. Por más que deseaba mostrarse valiente, la presencia imponente del Rey Lobo la aterraba hasta lo más profundo de su ser. Fue por eso que, al extender su mano temblorosa hacia él, Valdimir la sujetó con más fuerza de la necesaria, como si quisiera someterla por completo.

Él veía el temor reflejado en los ojos de la joven princesa, y fue entonces que, por primera vez durante todo el acto nupcial, la observó fijamente, clavando su gélida mirada en ella. Los dos se vieron en un tenso silencio, y Aelina pudo ver burla reflejada en sus ojos color ámbar, mientras una mínima sonrisa irónica apenas curvaba sus labios. Ahí estaba, la maldad que mostraría años después ya se vislumbraba en esa sutil mueca cargada de desdén.

«Está disfrutando de mi temor...», pensó la joven princesa, escuchando cómo el Rey lobo comenzó a decir con voz grave:

—Con este anillo, te tomo como mi esposa.

El tono aburrido y desapasionado con el que pronunció estas palabras hizo que el corazón de la princesa se encogiera. Aelina contuvo la respiración al ver cómo él tomaba su mano y colocaba el anillo en su dedo anular sin siquiera mirarla, su vista enfocada únicamente en la mano como si fuera una mera formalidad.

Luego fue el turno de ella cuando el sacerdote se acercó entregándole el anillo para Valdimir. Tragando saliva para deshacer el nudo que se había formado en su garganta, Aelina musitó:

—Con este anillo...—tragó saliva, sintiendo su garganta repentinamente seca—te tomo como mi esposo... —dijo al fin, colocándole el anillo al Rey en su enorme dedo anular de la mano derecha.

Después que los dos ya tenían sus respectivos anillos de recién casados, sucedió algo que ella no se lo esperó, él se acercó y le dio un escueto beso en sus labios, tan fugaz que ella estaba tan petrificada que ni siquiera le dio tiempo de moverse o corresponder. Pero eso no importó, porque el sello de su unión fue tan breve e insípido como la caricia de un espectro. Aelina tuvo la desagradable sensación de que su alma se marchitaba con aquel contacto, como si hubiese sido mancillada por los labios de la muerte misma que ese hombre lobo cargaría sobre sus hombros en los años venideros.

Así, con un nudo en la garganta y el corazón encogido, ella había dejado de ser Aelina, la princesa del reino humano, para convertirse en la reina de los hombres lobo. Con esa resolución inamovible, abandonó el castillo de su infancia, adentrándose en las tinieblas de un futuro incierto junto al sanguinario monarca que amenazaba con destruir todo cuanto amaba si ella no hacía algo para impedirlo.

Cuando salieron del palacio, el aire frío de la noche la golpeó en el rostro. Un carruaje los estaba esperando afuera, imponente, con sus seis corceles de pelaje oscuro piafando impacientes en filas de a dos. La muchacha tragó saliva con dificultad y, tomada de la mano de su esposo con un agarre de hierro, un cochero con rostro hosco le abrió la puerta del carruaje. Antes de que ella se montara, se volteó viendo su palacio, las torres ondeando al viento del crepúsculo, pensando que ni siquiera le dieron tiempo para que se llevara alguna pertenencia. Lo único que tenía era el collar con el pequeño dije de reloj mecánico que colgaba en su cuello, el último recuerdo de su vida pasada. Fue por eso que, sujetando el dije con dedos temblorosos, ella musitó en un hilo de voz:

—Adiós, hogar mío.

Sin más, se montó en el carruaje con movimientos rígidos, lista para irse al oscuro territorio de... el que acabó con su primera vida.

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