05. Camino a Kolgrim

Mientras el carruaje avanzaba traqueteante por los caminos lejos de su hogar, Aelina no pudo evitar mirar con nostalgia a través de la pequeña ventanilla. Aunque la noche había extendido su manto oscuro sobre el paisaje, eso no le importó, pues podía recrear con facilidad en su mente los frondosos bosques que antaño rodeaban el amado palacio que ahora se desdibujaba a la distancia. Un leve suspiro escapó de sus labios al dejar atrás los confines del bosque.

Poco a poco, la capital fue tomando forma ante sus ojos a medida que se alejaban de la ciudad real. Diez años en el futuro, toda esa área se convertiría en un paisaje de ruinas humeantes, con las casas calcinadas y los ciudadanos masacrados o reducidos a cautivos por la despiadada mano de Valdimir. Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Aelina al revivir aquellos funestos recuerdos. Finalmente, al cruzar las imponentes puertas de la gran muralla que protegía el reino, la joven reina tragó saliva con dificultad, consciente de que oficialmente había abandonado su ciudad natal.

Durante todo el trayecto dentro del carruaje, reinó un tenso silencio, apenas roto por los crujidos de la madera y el resonar de los cascos de los corceles sobre el camino empedrado. Aelina lanzaba furtivas miradas de soslayo hacia Valdimir, quien permanecía impasible, sumido en la lectura de un pequeño libro de bolsillo que debía llevar guardado, con una tapa oscura sin letras que dejaba a la imaginación su contenido. La princesa, ahora convertida en reina de los lobos, al ver que su esposo parecía determinado a ignorarla concentrado en su lectura, aprovechó para estudiarlo con detalle.

Le resultaba extraño que llevara el cabello casi rapado, cuando la costumbre entre los hombres era dejarlo crecer. ¿Sería una tradición de los lobos? No pudo evitar que sus ojos vagaran por los rasgos cincelados de su rostro, delineando su firme mandíbula y siguiendo el perfil de su nariz aguileña.

«Nunca había visto a un hombre tan atractivo en mi vida... bueno, él es un hombre lobo, técnicamente no es humano», pensó Aelina, antes de sacudir la cabeza con brusquedad, reprendiéndose a sí misma. «¿Qué estoy pensando? Él es el causante de que mi mundo se haya sumido en la ruina, de que yo misma haya muerto en mi línea de tiempo original. Si estoy aquí en este preciso momento es para detenerlo, no para enamorarme de él.», pensó.

«Tengo que ganarme su confianza, así podré impedir que cometa los actos que sé que llevará a cabo...», caviló Aelina, apretando los puños sobre su regazo mientras tanteaba sus opciones. «Incluso podría matarlo...», consideró por un instante, aunque descartó de inmediato esa posibilidad.

Ella mejor que nadie sabía lo difícil que sería consumar tal acto. «Lo podría matar mientras duerme, pero si lo hago, todos los lobos podrían venir tras de mí, empeorando aún más la situación», razonó la reina, llegando a la conclusión de que la opción más sensata sería persuadirlo para que no iniciara ninguna guerra, si es que ese futuro era inevitable.

Con todos esos pensamientos bullendo en su mente, la joven reina reunió su valor y rompió al fin el incómodo mutismo que los envolvía, dispuesta a iniciar una conversación.

—Su majestad —comenzó Aelina con una voz más temblorosa de lo que hubiera deseado, mientras dirigía una mirada de reojo hacia Valdimir—. Sé que nuestro enlace no fue por amor, pero espero que con el tiempo podamos forjar un vínculo de confianza y respeto mutuo... —dijo, sosteniéndole la mirada con valentía a pesar del leve temblor en sus manos.

Valdimir ni siquiera alzó la mirada para mirarla, manteniendo la vista fija en aquel pequeño libro sin nombre, con su rostro desprovisto de cualquier emoción perceptible. Aelina contuvo el aliento, aguardando su respuesta con el corazón martilleándole en el pecho, y esta, después de un minuto que a ella le pareció una eternidad de tenso silencio, llegó al fin cuando él habló con voz áspera:

—Lo único que deseo es que cumplas con tus deberes como mi esposa —replicó con tono seco y cortante—. No espero más de ti que obediencia y que sepas cuál es tu lugar.

Las palabras fueron como un puñal que se clavó en el pecho de Aelina, hiriendo su orgullo. Él le había hablado con un tono de voz áspero y desdeñoso, aunque ella no sabía si así era su tono habitual, pues hasta el momento, esas habían sido la mayor cantidad de palabras que él había cruzado con ella. Sin poderlo evitar, la joven reina bajó la mirada, mordiéndose el labio inferior con fuerza en un intento por contener las lágrimas que pugnaban por brotar. ¿Cómo podría ablandar el corazón endurecido de un hombre lobo que parecía deleitarse con la destrucción y la muerte?

«No me puedo rendir todavía, esto apenas comienza», pensó Aelina, obligándose a contener el llanto que amenazaba con traicionarla. No le daría a Valdimir la satisfacción de verla flaquear. Tragando con dificultad el nudo que se había formado en su garganta, musitó con voz temblorosa:

—¿Cuáles serán mis deberes como esposa? Su majestad.

Por primera vez durante todo el viaje, Valdimir alzó su mirada hacia ella, y fue entonces cuando sus ojos de un tono ambarino intenso se cruzaron con los azules de Aelina. Las pupilas de Valdimir eran como si un par de piedras de ámbar les estuvieran reflejando el sol, un tono tan hermoso que ella no pudo evitar quedar prendada de su mirada más tiempo del debido. Finalmente, después de lo que pareció una eternidad, Valdimir esbozó una sombría media sonrisa que heló la sangre en las venas de Aelina mientras decía:

—Tus deberes, los sabrás cuando llegues a mi territorio...

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