Era viernes y Il Fiore d’Oro estaba abarrotado. Gente estirada que veía a los demás por encima del hombro, sentados en sus traseros operados, comiendo sus platos exageradamente caros. Gianni también estaba ahí, pero él no era uno de esos ricos exquisitos que se creían superiores. Todos los hombres sentados a su mesa trabajaban para él, pero, a la vez, eran como de la familia. La noche era prometedora: les había prometido diversión a los chicos y pensaba dárselas.
—¿Cuándo llegarán las chicas? —preguntó Pietro mientras llenaba su vaso con el whisky fino que Gianni había pedido para ellos. Después de terminarse tres botellas enteras, todos, menos Gianni, estaban ebrios.
—Pronto —aseguró Gianni—. Muy pronto —agregó mirando hacia la entrada.
Vio llegar a una chica que llevaba un vestido que le llegaba a la mitad del muslo y estaba lleno de tantas lentejuelas plateadas que podrían iluminar toda la ciudad.
—Me parece que llegó la primera —anunció mientras sacaba una tarjeta de su bolsillo.
La chica se acercó al mostrador y habló con la recepcionista, quien le señaló la mesa de Gianni. Gianni levantó la tarjeta en su mano.
—¿A quién le gusta esa? —preguntó mientras la muchacha de piel morena daba pasos sensuales en dirección a ellos.
Los chicos enloquecieron. Todos se peleaban por la morena.
—Es tuya, Pietro. —Miró la tarjeta en su mano—. Habitación doscientos veintidós —anunció, extendiendo la tarjeta hacia Pietro—. Sube, la enviaré contigo pronto.
Pietro cogió la tarjeta y caminó a zancadas hasta el elevador. Gianni tomó un trago y volvió a mirar hacia la entrada.
La chica que entró era diferente a las demás. Llevaba un vestido floreado que casi le llegaba a las rodillas, con tenis blancos y el cabello amarrado en una cola de caballo. Era sencilla, pero hermosa. Esa era la de Gianni: la virgen. La recepcionista envió a la chica hacia la mesa.
—¿Usted es Gianni? —preguntó ella.
Gianni asintió con la cabeza.
—Alfred me ha enviado.
—¿Eres la hija de Alfred? —preguntó Gianni, examinándola de pies a cabeza.
Era joven, bonita, y estaba casi seguro de que era virgen. Alfred no lo había decepcionado. Se puso de pie.
—Mucho gusto.
La chica le dio una sonrisa forzada. Un movimiento en la entrada llamó la atención de Gianni.
—¡Mierda! —murmuró al ver quién había llegado.
La noche no sería tan divertida después de todo.
—Toma, linda —dijo, sacando una tarjeta de su bolsillo—. Tengo unos asuntos que atender, pero puedes esperarme en mi oficina. —Le entregó la tarjeta—. Es subiendo por el elevador —agregó, señalando.
La chica no parecía contenta, pero cogió la tarjeta y caminó al elevador. Gianni caminó a zancadas hacia Ángelo.
—¡Ángelo, hermano! —lo saludó con un abrazo y unas palmaditas en la espalda—. ¿Qué haces aquí?
—¿No te alegra verme, Gianni? —preguntó Ángelo con el tono serio que lo caracterizaba.
Gianni soltó una risita nerviosa.
—¡Por supuesto que me alegra, hermano!
Ángelo y Gianni no eran hermanos, pero se habían criado como tal. Cuando la madre de Ángelo murió, la familia de Gianni lo acogió y lo convirtió en parte de la familia. Tanto así que Ángelo había heredado el negocio familiar en vez de Gianni.
—He venido por negocios —le explicó Ángelo—. Pasaré la noche.
—¿Qué? —se le escapó preguntar.
La mirada de Ángelo le heló la sangre.
—¡Qué bien! —corrigió.
Ángelo echó a andar hacia el elevador. Gianni tenía que buscar la forma de detenerlo.
—¡Oye! ¡Hermano! ¿Por qué no tomamos un trago antes?
—Gianni, hermano, lo siento. ¿Podríamos dejarlo para después?
Gianni asintió. A Ángelo no le gustaba que le llevaran la contraria, pero le gustaba menos que Gianni usara la suite especial para llevar mujeres.
—En ese caso, espero que te guste el regalo que te he dejado.
—¿Un regalo? —preguntó Ángelo, intrigado—. ¿De qué hablas?
Gianni percibió un tono de sospecha en la voz de Ángelo.
—No es nada, lo sabrás cuando lo veas, hermano. Yo iré a... —se le escaparon las ideas por un segundo—. Iré a pagar mi cuenta, creo que he bebido demasiado.
Cuando Ángelo asintió, Gianni volvió a su mesa. Su corazón iba a millón, el tamborileo resonaba en su cabeza y parecía que, en cualquier momento, estallaría. Ángelo iba a enojarse, y a nadie le gustaba ver a Ángelo enojado.
"¿Qué hago? ¿Qué hago?"
Pensó en subir y explicarle que todo era un malentendido, pero Ángelo iba a tomarlo como un insulto. Desde que su esposa Annia había sido asesinada, él no había estado con nadie más, ni siquiera con prostitutas, y ahora llegaría a la suite especial y encontraría a una chica esperando por él, cortesía de Gianni.
—¡Mierda! —murmuró, y se tomó el contenido de su vaso de un solo trago—. Me iré; mejor no estar cuando Ángelo explote.
El ascensor se detuvo con un leve tintineo, y Serena salió al pasillo, sujetando la tarjeta con fuerza. La alfombra bajo sus pies era gruesa y silenciosa, y las paredes estaban decoradas con cuadros abstractos que no entendía. Caminó hasta la puerta marcada con el número "222". Respiró hondo antes de deslizar la tarjeta en la ranura. La puerta se abrió con un suave clic, revelando una suite lujosa y sorprendentemente acogedora. Adentrándose, lo primero que notó fue el silencio, interrumpido solo por el zumbido suave del aire acondicionado. Había un sofá de cuero negro, una mesa baja con una botella de vino y dos copas preparadas, y un ventanal que ofrecía una vista impresionante de la ciudad iluminada. Todo parecía sacado de una película. Serena dejó escapar un suspiro nervioso. ¿Qué estaba haciendo allí? Su instinto le gritaba que diera media vuelta y saliera corriendo, pero el recuerdo de su madre en la cama, débil y necesitada de medicinas, la mantuvo firme. "Solo hablo con Gian
El aire frío de la noche golpeaba el rostro de Serena mientras avanzaba por la calle, sus pasos rápidos y nerviosos resonando en la acera vacía. Las luces del Fiore de Oro quedaban atrás, y con cada paso, el eco de su frustración y miedo crecía dentro de ella. ¿Por qué todo parecía complicarse más? Las lágrimas amenazaban con salir, pero ella apretó los puños, obligándose a mantenerse fuerte. Tenía que llegar a casa. Al doblar la esquina, la calle se volvió más oscura, apenas iluminada por farolas intermitentes. Notó un grupo de hombres apoyados contra la pared, sus risas y murmullos rompiendo el silencio inquietante. Serena tragó saliva, sintiendo cómo su corazón se aceleraba. Miró a su alrededor, buscando otra ruta o algún indicio de compañía, pero no había nadie más. Sus manos temblaban mientras avanzaba, intentando mantener la mirada fija al frente.Cuando pasó junto a ellos, uno de los hombres lanzó un comentario: —Ey, preciosa, ¿a dónde vas tan sola? Serena fingió no oírlo
La noche parecía más fría ahora que el peligro había pasado. Serena caminaba en silencio, con pasos rápidos y decididos, como si quisiera poner la mayor distancia posible entre ellos y lo ocurrido. Angelo la seguía de cerca, sus ojos atentos al entorno, listo para intervenir si algo más sucedía. Había algo en aquella chica que lo intrigaba profundamente, más allá de la curiosa coincidencia de encontrar su pulsera. Tras unas cuadras, Serena tomó la delantera, conociendo el camino mejor que él. Angelo permaneció detrás, respetando su espacio pero sin perderla de vista. El silencio entre ambos se hacía incómodo, cargado de palabras no dichas. Finalmente, él rompió la tensión: —¿Acostumbras a meterte en tantos problemas? Serena se detuvo abruptamente y lo miró por encima del hombro, sorprendida por la pregunta. —¿De qué hablas? Angelo encogió los hombros, tratando de aligerar el tono. —En una sola noche has aparecido en la habitación de un extraño y has terminado rodeada de un
Los pasos de Angelo resonaron firmes al cruzar el vestíbulo del Fiore d'Oro. Su mente vagaba entre los recuerdos de la noche y la imagen de Serena, la joven que había dejado frente a su edificio. Había algo en ella, una fragilidad envuelta en valentía, que lo intrigaba más de lo que quería admitir.Cuando finalmente cerró la puerta de su suite, se quitó el abrigo y se desplomó en el sillón, encendiendo el móvil para revisar sus mensajes. Apenas pasaron unos segundos antes de que la pantalla se iluminara con una llamada. Angelo no dudó en contestar.—Dime.— Su voz era grave y autoritaria.—Angelo, tenemos algo importante. Necesito que vengas al almacén. —La voz al otro lado del teléfono era tensa, casi temblorosa.—Voy en camino.Angelo colgó sin más explicación. Se levantó, tomó las llaves del auto y dejó la suite. Mientras descendía por el ascensor, su mente divagó de nuevo hacia Serena. ¿Estaría bien? El pensamiento lo irritó. No era su problema, pero aun así, le resultaba difícil s
Serena observaba su rostro frente al espejo, su piel estaba pálida y sus ojos verdes enmarcados por ojeras, se quitó la gorra que hacía parte del uniforme, la hizo a un lado, cogió un poco de agua con las manos juntas y se mojó la cara en un intento por espantar el cansancio. Se quitó el delantal y guardó en su mochila. Era el día de su cumpleaños número veinte y en vez de estar celebrando, había aceptado hacer un turno doble en el restaurante de comida rápida donde trabajaba, esa noche salió tarde y agotada, pero con la expectativa de un poco más de dinero a fin de mes. Al llegar a casa, abrió la puerta del departamento para encontrarse con el caos de siempre: la sala desordenada, los platos sucios que se apilaban en la cocina, y Alfred, su padrastro, echado en el sillón viendo tele, con una cerveza en la mano y una docena de botellas vacías en suelo.Serena apretó los labios para contener su irritación. Ignorar a Alfred era una rutina que había aprendido para sobrevivir. Caminó dir