SALVADOR

El aire frío de la noche golpeaba el rostro de Serena mientras avanzaba por la calle, sus pasos rápidos y nerviosos resonando en la acera vacía. Las luces del Fiore de Oro quedaban atrás, y con cada paso, el eco de su frustración y miedo crecía dentro de ella. ¿Por qué todo parecía complicarse más? Las lágrimas amenazaban con salir, pero ella apretó los puños, obligándose a mantenerse fuerte. Tenía que llegar a casa.

Al doblar la esquina, la calle se volvió más oscura, apenas iluminada por farolas intermitentes. Notó un grupo de hombres apoyados contra la pared, sus risas y murmullos rompiendo el silencio inquietante. Serena tragó saliva, sintiendo cómo su corazón se aceleraba. Miró a su alrededor, buscando otra ruta o algún indicio de compañía, pero no había nadie más. Sus manos temblaban mientras avanzaba, intentando mantener la mirada fija al frente.

Cuando pasó junto a ellos, uno de los hombres lanzó un comentario:

—Ey, preciosa, ¿a dónde vas tan sola?

Serena fingió no oírlo y continuó caminando, pero otro agregó:

—No seas así, guapa. Ven, te hacemos compañía.

El miedo la empujó a caminar más rápido, ignorando las risas detrás de ella. De pronto, el tono cambió.

—¿Qué te pasa, zorra? ¿Te crees mejor que nosotros? ¡Detente! —gritó uno con agresividad.

Antes de que pudiera reaccionar, sintió una mano agarrándola del abrigo, jalándola con fuerza hacia atrás. Serena lanzó un grito ahogado mientras tropezaba.

—¡Suéltame! —dijo con voz quebrada, luchando por zafarse.

El hombre, un tipo corpulento de rostro sucio y una sonrisa torcida, la sujetó más fuerte mientras los demás se acercaban, rodeándola como lobos hambrientos.

—¿Adónde ibas, muñeca? Aún no terminamos de hablar contigo —dijo otro, su tono burlón y amenazante.

Serena se debatía con todas sus fuerzas, pero su delgadez no era rival para la fuerza bruta de sus atacantes. El miedo la paralizaba mientras las insinuaciones obscenas llenaban el aire.

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En el hotel, Angelo dejó caer su saco sobre el respaldo del sofá y se sirvió una copa de vino, intentando ahogar la sensación de irritación que la chica, Serena, le había dejado. ¿Por qué había permitido que lo alterara? Con un suspiro, se dejó caer en el sofá, pero algo brilló en el suelo cerca de sus pies. Frunció el ceño y se inclinó para recogerlo.

Era una pulsera delgada con un pequeño dije que llevaba un nombre grabado: *Serena*.

Angelo giró el objeto en sus dedos, recordando la mirada desafiante y los ojos aguados de la chica. Algo en ella lo había descolocado, y ahora tenía en sus manos una excusa perfecta para buscarla.

Se levantó de golpe, dejando la copa a un lado, y salió del cuarto. Bajó las escaleras corriendo, ignorando las miradas curiosas del personal del hotel. Revisó el lobby y el restaurante, pero no había rastro de Serena. Al salir a la calle, miró a ambos lados, eligiendo una dirección al azar, guiado solo por una inquietud inexplicable.

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A la distancia, vio un grupo de hombres, sus voces agresivas y carcajadas llamando su atención. Se acercó con rapidez y notó a una figura conocida en medio de ellos. Era Serena, luchando por zafarse de las manos que la retenían.

La furia lo invadió al instante. ¿Cómo se atrevían? A zancadas largas, Angelo cruzó la calle hacia ellos, su expresión fría y amenazante.

—¿Qué demonios están haciendo? —su voz cortó el aire como un cuchillo, profunda y cargada de autoridad.

Los hombres giraron la cabeza, sorprendidos, pero al ver a Angelo, uno de ellos retrocedió instintivamente. Había algo en su mirada que helaba la sangre.

—¿Y tú quién eres para meterte? —dijo el que sujetaba a Serena, aunque su voz tambaleó ligeramente.

Angelo no respondió. En cambio, con un movimiento rápido, lo agarró por el cuello de la camisa y lo empujó contra la pared con una fuerza que dejó a los demás inmóviles.

—Si la tocas otra vez, no vivirás para arrepentirte —dijo, su tono bajo pero letal.

Los otros hombres, al notar la seriedad en su mirada, comenzaron a retroceder. Serena, aún temblando, se apartó del grupo, llevándose una mano al pecho para intentar calmar su respiración.

Angelo soltó al hombre, quien cayó al suelo, tosiendo. Miró al resto.

—Largo. Ahora.

Los hombres no necesitaron más advertencias y desaparecieron en la oscuridad. Cuando todo quedó en silencio, Angelo se giró hacia Serena, quien lo miraba con una mezcla de alivio y desconcierto.

—¿Estás bien? —preguntó, acercándose con cautela.

Serena asintió débilmente, aunque sus ojos aún brillaban con lágrimas contenidas.

—Yo... gracias —murmuró, incapaz de sostenerle la mirada.

Angelo extendió la mano, mostrándole la pulsera.

—Esto es tuyo, ¿no?

Ella lo tomó con dedos temblorosos, susurrando un “sí” apenas audible. Angelo la observó por un momento, sus emociones divididas entre la curiosidad y la extraña necesidad de protegerla.

—Vamos. Te acompañaré a casa.

—No quiero ser una carga —protestó Serena, aunque su voz carecía de convicción.

—No te estoy dando una opción —respondió Angelo, su tono firme pero sin brusquedad.

Sin decir más, comenzó a caminar, y Serena lo siguió, agradecida de no estar sola en esa noche que había estado a punto de convertirse en su peor pesadilla.

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