Eres Mía, Pequeña Heredera Caprichosa
Eres Mía, Pequeña Heredera Caprichosa
Por: Aurora Love
CAPÍTULO 1: EL DÍA QUE TODO CAMBIÓ

CAPÍTULO 1: EL DÍA QUE TODO CAMBIÓ

Savannah

Voy sentada en el asiento trasero de mi auto, mirando mi reflejo en el espejo de mano mientras mi chofer conduce en silencio. El sol de Texas brilla a través de las ventanas y me hace entrecerrar los ojos. Llevo unos lentes de sol enormes, por supuesto, pero incluso eso no basta para contrarrestar el brillo molesto de este día interminable.

—¡Ey tú! ¿Puedes acelerar un poco? —le digo. Estoy harta de este viaje. Apenas puedo concentrarme en revisar mi cuenta de 1nstagram con tantos baches y vibraciones.

—Estamos yendo a la velocidad máxima permitida, señorita Davenport —responde Robert con esa calma irritante que me saca de quicio.

—¡Ay, por Dios! No puede ser tan difícil ir un poquito más rápido, ¿o sí? Además, el aire acondicionado está demasiado bajo. ¿Quieres que me derrita aquí? —me quejo.

Robert no responde, pero puedo ver sus nudillos apretándose en el volante. Por supuesto que no va a contestarme, sabe que tengo razón. Siempre la tengo.

El auto comienza a desacelerar. Miro hacia afuera, y veo que estamos llegando a una estación de gasolina.

—¿Qué estás haciendo ahora? —pregunto con un suspiro de fastidio.

—Señorita Davenport, el auto necesita gasolina —me responde saliendo del coche con una lentitud que me parece casi ofensiva.

—¡Claro que necesita gasolina! —exclamo sacando la cabeza por la ventana—. Pero podrías haberlo hecho antes, no ahora que estamos a medio camino. ¡De verdad! ¡es que siempre eres tan incompetente!

Lo veo caminar hacia la bomba de gasolina mientras yo sigo refunfuñando sobre su pésimo sentido del tiempo y la vida en general. El chofer abre el tanque, y entonces algo en él parece romperse. Se gira hacia mí, pero esta vez su expresión es diferente. Está… ¿molesto? Parece a punto de explotar.

—Señorita Davenport —dice con voz más fuerte de lo habitual—, me rindo. No soporto más esta actitud. Prefiero caminar los diez kilómetros que faltan antes que seguir escuchando sus quejas.

Me quedo boquiabierta. ¿Acaba de… renunciar?

—¿Me estás hablando en serio? —digo incrédula—. ¿Me estás abandonando aquí?

—Así es. Estoy harto. No vale la pena —me dice con altanería. Y sin más, se quita la gorra, la tira al asiento del conductor y comienza a caminar. ¡A caminar!

Miro su figura alejándose mientras el corazón me late de rabia. ¿Cómo se atreve? ¡Es solo un simple chofer!

—¡Vete al diablo! —le grito por la ventana, aunque ya está demasiado lejos para escucharme.

Bien, genial, ahora estoy sola en medio de esta mugrosa estación de gasolina sin chofer. Respiro hondo para no perder los estribos, aunque ya es tarde para eso. Saco mi celular y trato de llamar a una de mis amigas, pero no hay señal. ¿Qué clase de lugar es este? Ni siquiera puedo conseguir una señal decente.

Frustrada, salgo del auto moviendo mi celular hacia el cielo como si con eso fuera a captar algo. Camino unos metros más, concentrada en mi pantalla, hasta que de repente siento un golpe seco y tropiezo hacia adelante.

—¡¿No puedes ver por dónde vas?! —grito sin siquiera mirar al culpable.

Cuando levanto la vista me encuentro con un hombre alto, sucio y musculoso, muy musculoso; descargando unos sacos de fertilizante en la parte trasera de una vieja camioneta roja. Lleva un sombrero vaquero que le cubre parte del rostro, pero aun así puedo notar lo guapo que es, aunque esté cubierto de polvo y sudor.

—¿Yo? —responde él con una voz grave y burlona—. Tú eres la que iba distraída.

Su tono me irrita aún más.

—¡Qué bruto animal! ¡Eres un estúpido por no apartarte! —le grito—. ¿No ves que me has ensuciado la ropa? Esto es un vestido de diseñador, ¿sabes? No tienes idea de cuánto cuesta. Claro, porque eres un ignorante apestoso.

El hombre cruza los brazos sobre su pecho y me mira con una media sonrisa que me saca de quicio.

—¿Y tú quién te crees que eres? —me suelta—. Una niña ridícula que ni siquiera sabe caminar sin estrellarse. Ve a llorarle a tu papá.

Me quedo helada. ¿Me acaba de… contestar? Nadie me habla así. Absolutamente nadie.

—¡Al diablo contigo! —respondo, sin saber qué más decir. Me giro furiosa, me subo al auto y, antes de arrancar, bajo la ventana para sacarle el dedo medio. Acelero, y al salir de la estación, me aseguro de rozar su camioneta roja con el lateral de mi auto.

La risa sale de mis labios antes de que pueda detenerla. Eso le enseñará.

Cuando llego a casa, veo a mi padre de pie en la puerta, esperándome con los brazos cruzados. Mi buen humor desaparece en el acto.

—¿Qué pasa ahora? —pregunto, sin bajar del coche.

—Savannah, bájate del auto. Tenemos que hablar —dice con esa voz fría que solo usa cuando está realmente enfadado.

Resoplo, pero hago lo que me pide. Al salir, noto que está mirando fijamente el auto.

—¿Qué le has hecho al coche? —pregunta, su voz es más baja ahora, pero mucho más peligrosa.

—No es nada, solo un rasguño —digo, restándole importancia—, hay que mandarlo a arreglar y…

—No es solo un rasguño. Y además, el chofer renunció. El sexto de este mes, Savannah. Estoy harto de este comportamiento tuyo —me dice cruzando los brazos con una mirada que me hace sentir un poco incómoda.

—¿Qué? No fue mi culpa. Él era un incompetente total. ¿Y qué si se fue? Contrata a otro.

Pero mi padre no parece escucharme. En lugar de eso, da un paso hacia mí, su expresión cambia del enfado a algo más frío. Más definitivo.

—Se acabó, Savannah. Te he dado todo y no has hecho más que despilfarrar mi dinero y mi paciencia. A partir de hoy, estás desheredada. No más dinero, no más lujos. Hasta que aprendas a comportarte como una adulta, no tendrás ni un centavo de esta familia.

Me quedo en shock, incapaz de procesar lo que acaba de decir.

—¿Qué? ¡No puedes hacerme esto!

Pero él simplemente se da la vuelta y se marcha, dejándome sola frente a la puerta.

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