Bartolomé Craviotto, joven de diecinueve años, estaba caminando de regreso a su hogar. Su padre había decidido que, luego de la victoria de Yrigoyen en las elecciones de 1928, se tomaría un descanso del trabajo, principalmente porque las calles de Capital Federal iban a ser turbulentas, difíciles de transitar con un clima tenso.
Paró frente a un almacén en donde iba a comprar un diario para su padre. Había variedad, pero eligió el de siempre.
-Buenos días, señor Del Pino –Saludaba Bartolomé a Rubén Del Pino, un amigo de su familia.
-Caballero –contestaba mientras se sacaba el cigarrillo de la boca-. ¿Cómo anda?
-Yo muy bien, gracias.
-¿Qué te trae por acá?
-Necesitaba La Fronda –pidió con una leve sonrisa
Justo comenzó a reír.
-¿Es para tu padre verdad?
-Así es, señor.
Justo, entre la cantidad de periódicos, buscó el que le había pedido Bartolomé, La Fronda. Tal periódico había sido fundado por Francisco Uriburu, primo de José Félix Uriburu, una figura muy respetada en el ámbito público y militar de ese entonces.
-Acá tenés.
Bartolomé lo tomó y vio la noticia del incendio en una fábrica de Córdoba. Le producía cierta lástima, pero era consciente de que las fábricas todavía no conformaban un ambiente seguro. Quién sabría si en el futuro sería normal trabajar en fábricas sin que ocurrieran accidentes.
-¿Tenés la revista…?
-Si –Rubén lo cortó antes de que Bartolomé pudiera terminar la frase.
Bartolomé sonreía ligeramente y esperaba que el almacenero le diera aquella revista que tanto le gustaba leer.
-Acá está –Rubén se la alcanzaba-. Como siempre.
Bartolomé sacó la plata de su bolsillo y le pagó al almacenero.
-Que tenga un buen día –se despidió Bartolomé a lo que Justo respondió inclinando la cabeza.
“Caras y Caretas” era una revista que lo sacaba de los momentos de estrés, como eran los que le producía el trabajo, y entraba en una fase de relax interno de la cual gozaba.
Leía las noticias del diario. A lo que más le daba importancia era a los atentados terroristas en Buenos Aires. Los anarquistas no se tomaban descanso. ¿Algún día seré la víctima de esos anarquistas? Se preguntaba. La Argentina vivía momentos difíciles, llenos de sangre. Los anarquistas no solamente realizaban atentados, sino que irrumpían en los campos por la fuerza, robaban elementos y animales. Aunque era cierto que la actividad anárquica había disminuido a comparación de lo que fue el final del siglo XIX y el comienzo del siglo XX.
Finalmente, llegó al conventillo. Al entrar, era testigo de varias mujeres haciendo fila para utilizar el lavado. Saludaba a sus vecinos mientras llegaba a la habitación donde convivía únicamente con su padre, lo cual era un lujo porque muchas familias tenían que convivir en la misma habitación.
-Bartolomé –le dijo el padre cuando vio entrar a su hijo- ¿Dónde estabas?
-Te traje tu diario
Su padre, Eugenio Craviotto, era un obrero, trabajaba para una empresa donde se dio el lujo de conseguirle trabajo a su hijo. Era descendiente de italianos y se había asentado en La Boca con la esperanza de comprar un terreno y poner su propio emprendimiento. Tenían ciertas comodidades en el conventillo que otros no tenían debido su “antigüedad” en dicha vivienda. Aunque podría considerarse que eran pobres, se las rebuscaban. El padre de Bartolomé era un amante del trabajo.
-¿Dónde estabas?
-Había ido a trabajar.
-Las calles son un peligro, no podés salir así como si nada. Desde ahora, vas a tomarte un descanso.
-¿Cómo vamos a mantenernos?
-No importa, esperemos que pase todo y listo –aclaraba su padre.
Bartolomé aceptó de mala gana.
Eugenio tomó el diario La Fronda y comenzó a leerla. A su vez, tenía cartas provenientes de la provincia de Santa fe pero que no las abría. Bartolomé nunca se había atrevido a preguntarle a su padre por qué nunca abría y leía las cartas que le mandaban y que conexión tenía con Santa Fe.
-No puedo dejarla pasar, papá.
-¿Qué pasa?
-¿Por qué siempre que te llega una carta, en vez de leerla, la ponés arriba del escritorio y listo?
El padre comenzó a reír.
-Hijo, yo no tengo porqué leer esas cartas.
A Bartolomé no le cerraba.
-¿Hay algo malo en ellas?
Eugenio dejó el diario a un lado. Tomó un cigarrillo y lo encendió con un fósforo.
-Pues ¿Cómo explicarte? Aunque sean anónimas, sé quien me las manda, son de la Provincia de Santa Fe –explicaba- ¿Ves este diario, hijo?
Bartolomé no entendía y se había arrepentido de preguntar. Pero ahora debía escucharlo.
-La Fronda es un diario con ideas fascistas. Adoran a Mussolini y Primo de Rivera. Son anti-yrigoyenistas.
Bartolomé no entendía que quería decir con eso.
-Sin embargo, no insisten con aquellas ideas todo el tiempo. También cumplen su labor como periodistas y se dedican a informar. Podría decir que, junto a la Nación, es uno de los nuevos diarios modernos aunque tienen muchos artículos criticando al “peludo”.
Su hijo levantaba una ceja como si no hubiese entendido lo que acababa de explicar su padre. Además, Bartolomé creía que estaba equivocado ya que en el Diario la Fronda, primaba la opinión antes que la información, como todos los diarios de la Argentina.
Su padre, con los ojos en blanco, trataba de expresarse mejor.
-Yo no soy anti-yrigoyenista hijo. Y aborrezco que en pleno siglo XX no podamos tener diarios modernos, objetivos. Por eso valoro la actitud de la Fronda.
-Si padre, entendí. ¿Pero qué tiene que ver con las cartas que te envían diariamente?
-Que están insistiendo con recuerdos que ya no tienen cabida, hijo.
Bartolomé ponía los ojos en blanco.
-Tenía un amigo ahí. Antes de concebirte a vos, yo viví en Santa Fe. Mi amigo me recomendó ese lugar, me hablaba maravillas sobre las posibilidades de trabajo y tenía razón. Pero a medida que pasaba el tiempo, analicé oportunidades, me contacté con gente de acá y creí que lo mejor era empezar una nueva vida en Buenos Aires. Por eso, planeo en el futuro comprar un terreno. Y quien te dice, por ahí formamos una quintita y podemos empezar a vender frutas y verduras.
Bartolomé sabía que su padre tenía una mente empresarial. Cada vez quería más. Desde que había muerto su madre, quizás su padre se había vuelto un poco más duro y serio. Pero sabía que, a pesar de cobrar un sueldo aceptable, era imposible de lograr. Su padre era alcohólico y gastaba casi todo su dinero en vicio.
-Y por eso también te insisto en que estudies ingeniería. Vos tenés las posibilidades que no tuve cuando emigré hacia este hermoso país.
Bartolomé fruncía el ceño. Sabía que no le gustaba hablar de su futuro universitario. Sobre todo porque solo tenía interés en trabajar y comprarse un terreno para construir una vivienda y dejar de vivir en ese lugar donde todo era incómodo.
-Dentro de poco voy a cumplir los veinte y me van a reclutar para el Ejército.
-Siempre hay tiempo para todo –decía el padre- y vos sos el futuro de nuestra familia… del país.
-No exageres padre.
-No lo hago –dijo mientras apagaba su cigarrillo y tomaba nuevamente el diario.
Bartolomé se encontraba haciendo una fila de tres personas para usar el baño. Atrás suyo había una persona de la cual no se fiaba. Sentía malas vibras pero prefirió confiar en si mismo.
-Hey –le decía la persona de atrás- pibe.
Bartolomé se dio vuelta.
-Diga.
-¿Sois el hijo de Eugenio?
Bartolomé seguía sintiendo malas sensaciones, pero prefirió intentar expresar lo contrario para evitar la alarma. No había visto a ese hombre nunca en su vida y hacía años vivía en el Conventillo. ¿Sería un nuevo inquilino? La llegada de extranjeros era algo normal, por lo general, venían, “hacían la América” y volvían a su patria.
-¿Nos conocemos?
-No, soy nuevo aquí –contestó.
Su acento era español. Inmigrante español, pensó Bartolomé.
-¿Cómo conocés a mi padre?
-Soy cliente de la fábrica.
Bartolomé no podía sorprenderse. A él también lo había ayudado.
-Yo trabajaba todos los días allí y nunca te he visto…
El español comenzaba a ponerse nervioso. Bartolomé también. Algo no andaba bien.
-Yo… -decía el español dudando- no importa.
-¿Te pasa algo?
-No. Estoy algo cansado, me voy a mi habitación a apolillar.
-¿No ibas al baño?
El español no sabía qué contestar y Bartolomé estaba por llegar a su punto de hartazgo.
-No, ya no tengo ganas –dijo para finalizar la conversación-. Por cierto, soy Arturo Ambrosio. ¿Y vos sois…?
-Bartolomé.
Se despidió con un leve gesto en la cabeza y se fue alejando. De pronto Bartolomé vio como Arturo hablaba con otro hombre y miraba hacia donde estaba él. Mientras tanto, el baño ya se había liberado. Vio pintado una especie de círculo con celeste y blanco.
-¿Cómo habrá salido Racing? –se preguntó a sí mismo en voz alta.
-Ganó siete a cero contra Vélez Sarsfield –contestó una voz desconocida.
-¿Y vos quién…?
El hombre que había contestado, que parecía ser un hombre de treinta años, lo tomó por la fuerza dejándolo sin defensas.
-¡Dejarme, carajo! –Bartolomé intentaba zafar como podía.
El hombre seguía tomándolo por la fuerza. Lo redujo al piso y le ató las manos con una especie de soga.
-¡Que me dejes! –gritaba.
-¡Calla! –dijo el hombre mientras le proporcionó un golpe en la cara noqueándolo y dejándolo inconsciente.
Bartolomé cayó en un profundo sueño.
Caminito que el tiempo ha borradoque juntos un día nos viste pasar,he venido por última vez,he venido a contarte mi mal. Escuchaba Bartolomé en su profundo sueño. No entendía qué es lo que había ocurrido ni donde estaba.Caminito que entonces estabasbordeado de trébol why juncos en flor… -Una sombra ya pronto serás, una sombra lo mismo que yo –dijo Bartolomé en voz alta sin darse cuenta, mientras se despertaba. Al darse cuenta de que estaba cantando la letra de una canción de Carlos Gardel, se levantó súbitamente. La Radio era lo que estaba escuchando, y en la habitación, estaba observándolo la misma persona que había conocido en el conventillo, el español. -¿Y vos qué hacés acá? –preguntó Bartolomé -Me llamo Arturo. ¿No os acordais? Podrías llamarme por mi nombre –se quejaba-. Por cierto, a mí también me gusta Gardel. Bartolomé estaba perdiendo la paciencia. Había recibido un golpe que lo dejó inconsciente y
Bartolomé caminaba por las calles del Barrio de la Boca. Un barrio que le resultaba de lo más atractivo y quizás, simbolizaba con mucha firmeza la dignidad del trabajo, especialmente por la cargas y descargas en los barcos que llegaban a la zona de desembarco del Riachuelo. -Buenos días, señor Craviotto –lo saludaba una persona al pasar mientras alzaba su sombrero. -Buenos días para usted –respondía con una leve sonrisa. Saludarse con los vecinos que a su vez eran compañeros de trabajo, era algo normal para su barrio. Bartolomé, finalmente llegó a su hogar, el Conventillo, el que ya había quedado atrás como vivienda tradicional. En vez de entrar a su habitación donde encontraría a su padre, tomó dos baldes y se dirigió a un pozo donde había una fila de dos personas. Para pasar el tiempo, encendió un cigarrillo, y comenzó a fumarlo. Creía que al terminar de fumar, ya sería su turno. Y efectivamente, así fue.
-¿Por qué sos tan misterioso gallego? –preguntaba Bartolomé. Ambos estaban parados en el medio del patio principal del conventillo. Estaban fumando. Arturo lo miraba sorprendido. ¿Qué le habría querido decir? ¿Otra vez habría querido insultarlo? -Disculparme Tano. ¿Qué quisisteis decir? -Venís de España y trabajás para el gobierno nacional. ¿Por qué? ¿Cuántos extranjeros más hay colaborando? Arturo ahora lo entendía. -Quizás más adelante os diga. Pero primero debéis hablar con el Señor Rodríguez. -¿Por qué es tan importante? -Es una persona de la confianza de vuestro gobierno nacional. Bartolomé ponía los ojos hacia arriba y tiraba al piso su cigarrillo para apagarlo. No le caía del todo bien su compañero de habitación, pero poco a poco comenzaba a tolerarlo. -Vos sois un misterio también –dijo Arturo. -¿Yo? -Si, vos. -¿Acaso yo te oculté alg
Habían pasado dos semanas desde el cumpleaños número veinte de Bartolomé. Sabía que había aceptado un trabajo difícil, pero creía que la suma ofrecida era inigualable. Ganaría más que en cualquier trabajo tradicional. Para su suerte, estaba acomodándose en la vida castrense. Bartolomé estaba en la esquina del conventillo donde vivía, hablando con su nuevo jefe, el señor Lisandro Rodríguez. -Nuestro objetivo es Filomeno Díaz. Es un subteniente de la confianza del General Uriburu. Sospecho que es quien hace el trabajo de adhesión. -¿Adhesión? -Exacto querido amigo. Se encarga de atraer a la muchedumbre. Bartolomé miraba sin entender. No tenía experiencia trabajando de espía, no era algo que se imaginó alguna vez. -¡El se encarga de sumar personas a su causa revolucionaria! –se impacientaba el señor Rodríguez. -¿Y qué tengo qué hacer? -Pues, ganar su confianza. Que te haga entrar en las reunio
Arturo estaba manteniendo una conversación con su compañero de piso en la habitación donde vivían. Su padre no estaba presente debido al trabajo. Sin embargo, la ausencia que más le llamó la atención a Bartolomé fue la de Nélida, la criada. -¿Y la criada? –preguntó Bartolomé. -No sé, creo que tenía una reunión familiar. Mañana viene. -Ah. Arturo veía en Bartolomé cierta preocupación por la criada. No tendría forma de saber que había pasado algo entre ellos, pero aún así, sospechaba, como si fuera un detective. -¿Os pasa con vuestra criada? -No, nada. Solo quería saber dónde estaba, es todo. -Según mi juicio, ella os interesa por algo más que solo simple información de su paradero. -Dejate de embromar gallego. Arturo prefirió dejar el tema de conversación para otro mejor momento. No quería causar la molestia en Bartolomé. Así solo lograría distanciarse de él. -Y decim
Bartolomé se encontraba en un bar hablando con Rodríguez. Ambos estaban bebiendo un café. -Así que dígame, Sr. Craviotto. ¿El subteniente lo espera en la Pulpería Hernández a las siete de la tarde? -Así es. -¿Y le dijo que fuera solo? -Cierto. -Interesante –concluía Rodríguez mientras suspiraba. El ambiente no era para nada tenso, pero Rodríguez igual se preocupaba. Lo ideal hubiese sido que pudiera ser acompañado por Arturo. -¿Y usted qué piensa hacer? –Preguntaba su jefe. -No lo sé. Eso le iba a preguntar. ¿Qué debería hacer? Rodríguez sonreía. Se daba cuenta que Bartolomé, si bien era muy testarudo en algunas cosas, difícil para aceptar las propuestas, era un hombre fiel, un hombre de palabra. Sabía que podía confiar en él y por eso lo había querido para el trabajo. -Tiene dos opciones. La primera, anotarse las cosas importantes que Filomeno pueda decir.
El mozo traía un mini barril de madera con bebida dentro. Bartolomé no sabía bien qué bebida era, pero para hacer un buen papel, debía tratar de no rechazarle nada a su subteniente. -Un poco de vino no nos va a hacer mal, Sr. Craviotto –dijo Filomeno. Bartolomé sintió cierto alivio. El vino no le disgustaba así que no iba a tener que consumir algo por la fuerza. Filomeno sacó uno de sus cigarros avanti. Bartolomé no estaba acostumbrado a ello. Solo fumaba cigarrillos comunes y corrientes ya que no costaban tanto dinero. Luego, el subteniente encendió su cigarro y fumando dirigió su mirada hacia Bartolomé. -¿Quiere uno? ¿Qué hago? Si digo que si, quedo como un confianzudo. Si digo que no, lo estoy rechazando. Era su gran duda. -Claro –respondió Bartolomé en un tono vergonzoso. El subteniente le extendió uno, le dio una cajita de fósforos y lo encendió. Los dos estaban fumando con copas de vi
El Sr. Rodríguez estaba impaciente. Esperaba a Bartolomé hacía más de una hora en una esquina. Siempre fue puntual en las reuniones que tuvieron. Le llamaba la atención. Para su suerte, pudo visualizar la caminata de Bartolomé. Eso lo tranquilizó por completo. Tenía miedo de que le hubiesen hecho algo. -¿Por qué llega tarde? –Le recriminó apenas llegó- Me he tomado tres cafés esperándolo. -Se me pasó. Estaba muy cansado y me desperté un poco más tarde de lo habitual –explicaba. Y era verdad. Bartolomé estaba agotado. El Ejército le demandaba un esfuerzo físico que cansaría a cualquier persona. Pero el agotamiento de Bartolomé era más mental que otra cosa. Tenía miedo a que algo fallara, quería que todo saliera perfecto para no sufrir ninguna consecuencia negativa. Rodríguez dudaba pero no le dio importancia. Solo quería conversar con él para saber qué ocurrió con Filomeno. -¿Y…? –preguntaba Rodríguez esperando que