Capítulo cinco

Habían pasado dos semanas desde el cumpleaños número veinte de Bartolomé. Sabía que había aceptado un trabajo difícil, pero creía que la suma ofrecida era inigualable. Ganaría más que en cualquier trabajo tradicional. Para su suerte, estaba acomodándose en la vida castrense.

            Bartolomé estaba en la esquina del conventillo donde vivía, hablando con su nuevo jefe, el señor Lisandro Rodríguez.

            -Nuestro objetivo es Filomeno Díaz. Es un subteniente de la confianza del General Uriburu. Sospecho que es quien hace el trabajo de adhesión.

            -¿Adhesión?

            -Exacto querido amigo. Se encarga de atraer a la muchedumbre.

            Bartolomé miraba sin entender. No tenía experiencia trabajando de espía, no era algo que se imaginó alguna vez.

            -¡El se encarga de sumar personas a su causa revolucionaria! –se impacientaba el señor Rodríguez.

            -¿Y qué tengo qué hacer?

            -Pues, ganar su confianza. Que te haga entrar en las reuniones que tienen en casa de Uriburu.

            -¿Usted quiere que logre participar de las reuniones en casa de un General que planea un golpe de Estado?

            -Si –respondía en forma muy seca-. ¿Algún problema?

            -¿No cree que está exagerando? ¿Qué pasa si me descubren? Me van a aniquilar.

            -No, no lo van a descubrir, Craviotto, por algo puse mis ojos en usted. Y si lo descubriesen, déjeme asegurarle que no lo asesinarían, los militares, pese a que estén planeando imponer al nacionalismo, tienen honor –dejaba en claro-. ¡Ash! ¡Malditos nacionalistas anti-pueblo! –rezongaba.

             Luego de garantizarle que no iba a ser un trabajo de riesgo debido a que la vida no se negociaba y que los militares tenían honor, Bartolomé se quedó más tranquilo. Sus primeros días en el Ejército les parecieron duros. No estaba acostumbrado a hacer tanto ejercicio o cumplir órdenes sin chistar u objetar algo.

            “Filomeno Díaz” resonaba en su cabeza. Era un nombre que no debía olvidar si quería hacer su trabajo correctamente. ¿Qué tanto le costaría? No tenía ninguna certeza. Pero estaba seguro de que iba a dar lo mejor para conseguir el dinero que le habían prometido.

            -¿Algo más? –preguntó Rodríguez interrumpiendo los pensamientos de Bartolomé.

            -Por ahora, nada más señor.

            -¿Quedamos pasado mañana a la misma hora?

            Bartolomé asintió con la cabeza y se despidió de su jefe. Pensaba que quizás no era la persona más correcta del mundo pero que no tenía ninguna pinta de ser un estafador o alguien que le estuviera mintiendo.

            Los minutos pasaban. Bartolomé recorrió unas cuadras. Compró un diario donde pudo ver el resultado del partido de fútbol que se libró entre Racing y Almagro. Había perdido Racing Club por 2 a 1. El único gol de Racing lo había hecho Angel García. Bartolomé  se amargaba al leer la noticia.

            Bartolomé estaba por entrar al Colegio Militar de la Nación. Allí hacía la introducción militar del Servicio Militar Obligatorio que regía desde el año 1905, por la Ley 4031.

            -¡Soldado! –le gritaba un militar que, por su parche en su uniforme, era un Subteniente-. ¿Qué hace ahí parado? ¡Venga ya mismo!

            Bartolomé dejó sus cosas en cuanto pudo y corrió hacía donde le había pedido su superior, a quien saludó con la típica venia militar.

            -¡Llega dos minutos tarde!

            -¡Lo siento!

            -¡¿Qué?! –preguntó su superior, enojado.

            -¡Lo siento! –volvió a repetir Bartolomé, poniéndose más nervioso.

            El Subteniente luego de escuchar la respuesta de Bartolomé, le dio una cachetada, no muy fuerte pero si lo suficiente para hacerle saber que algo estaba mal.

            Bartolomé no se agarraba la cara, tenía miedo de que, al hacerlo, fuera reprendido otra vez.

            -¡¿Sabe quién soy yo, carajo!? –preguntaba gritando.

            -¡Si!

            -Digame… ¡¿Quién demonios soy?!

            -¡Un subteniente del Ejército Argentino!

            -¡Entonces la próxima vez, procura dirigirte hacia mí como “subteniente”! –le dijo mientras se acercaba hacia su oído- ¿Quedó claro? –preguntó en tono amenazante.

            -¡Si, mi subteniente!

            -¡Basura humana! ¡Estás a la misma altura que aquellos inadaptados revolucionarios que incorporó el Presidente de la Nación al Ejército! ¡Como si fuese una joda nuestro trabajo!

            Bartolomé no sabía que contestar. Sabía que una de las primeras medidas, aunque desde el primer gobierno de Yrigoyen, fue la de reincorporar a los militares revolucionarios del parque que habían sido expulsados por los gobiernos conservadores que se sucedían en la etapa 1880-1916. La famosa “reparación histórica”.

            -Señor Díaz –dijo un militar de la oficialidad dirigiéndose hacia el subteniente que acababa de reprender a Bartolomé-. Hay alguien que quiere verle.

            “Díaz”, el apellido le sonaba. Era un subteniente y su apellido era Díaz. No tenía dudas de que aquel militar que había sido muy duro con él, era Filomeno Díaz. “Empecé con el pie izquierdo” pensaba Bartolomé.

            El subteniente Díaz asintió con la cabeza y luego miró hacia Bartolomé, quien estaba solo, sin compañía en medio de un patio.

            -Usted, soldado… como se llame, haga cien flexiones de brazos y luego, el salto rana infinitamente. ¿Se entendió o tengo que hacérselo entender por la fuerza? ¡Maldita escoria!

            -¡Si mi subteniente!

            Bartolomé comenzó a hacer las flexiones de brazos. No podía creer la dureza del entrenamiento militar y como era tratado. A pesar de estar soportando todo eso por su trabajo, tampoco tenía opción. Era una obligación hacer el servicio militar. 

“Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez…” contaba sin parar a medida que iba haciendo las flexiones. Tampoco entendía por qué estaba solo en medio de un entrenamiento militar. Las primeras veces que asistió, habían otros soldados en su misma situación: la del comienzo de la instrucción militar.

“Treinta y uno, treinta y dos, treinta y tres, treinta y cuatro, treinta y cinco, treinta y seis…” seguía contando inconscientemente aunque eso lo pusiera más nervioso. Mientras seguía haciendo sus flexiones, trataba de pensar una forma de acercarse a Filomeno Díaz y ganarse su confianza. Sería el primer paso para su trabajo como espía.    “Sesenta, sesenta y uno, sesenta y dos, sesenta y tres, sesenta y cuatro, sesenta y cinco, sesenta y seis…” las flexiones parecía interminable. Nunca había hecho tanto ejercicio. Sentía que se iba a desmayar y la furia se estaba apoderando de su ser. Sentía rabia. ¿Acaso iba a desmayarse y lograr el enojo del Subteniente alejando aún más la posibilidad de entrar en confianza con él?

“Noventa y siete, noventa y ocho, noventa y nueve…” Bartolomé cayó desplomado, como si se le hubieran acabado las energías. No podía moverse. Cerró los ojos por unos instantes. Respiró profundo y trató de calmarse. “¡CIEN!” hizo la última. Mordiéndose los dientes y con su puño, golpeó al piso con una fuerza que ni él sabía de dónde había sacado. Era un hecho que se lastimó. Comenzó a salirle sangre de los nudillos. Aún así, una sonrisa se le formó en su cara y comenzó a hacer el salto de rana que le había pedido su superior.

Bartolomé tomó su bolso, donde tenía sus pertenencias y estaba a punto de irse. Pero antes de hacerlo, una mano lo detuvo. Era la de Filomeno Díaz.

-¡¿A dónde cree que va usted m*****a escoria?

-A mi hogar, mi subteniente.

-¿Usted me odia verdad?

Bartolomé se quedó en silencio. No sabía qué contestar y los nervios comenzaron a apoderarse de él.

-Usted me odia porque forma parte de esos malditos canallas que creen que el Ejército es una institución democrática. Pues no soldado. El Ejército no es democrático.

-¡Lo sé, mi subteniente! ¡El Ejército no es democrático!

Filomeno Díaz observó la mano lastimada del soldado Craviotto y comenzó a reír maléficamente.

-¡Dígame soldado! ¡¿Por qué el Ejército no es democrático?!

-¡Porque una decisión de un superior, no debe someterse a un consenso! –Decía lo primero que se le venía a la mente- ¡Debe acatarse y ya!

-¡Excelente soldado! ¡Excelente! –dijo mientras aplaudía.

Bartolomé sentía una sensación de euforia por dentro. Su ser, tenía ganas de gritar y golpear a alguien. No podía manejar sus emociones.

-¡El gobierno debe saber que el Ejército no es revolucionario y que los revolucionarios no son patriotas! ¡Son escorias!

-¡Si mi subteniente!

El Subteniente Díaz tomó un cigarrillo y lo encendió con un fósforo. El humo del cigarrillo, se lo echaba en la cara a Bartolomé.

-¿Sabe usted por qué hoy es el único soldado presente?

-¡No señor! ¿Por qué?

El subteniente comenzó a reírse maléficamente, otra vez.

-¡Y no lo va a saber hasta que no me fíe de usted!

Bartolomé, nuevamente, no sabía que responder y sentía como las piernas le temblaban. El subteniente Díaz, con una mirada amenazante se acercó lentamente al soldado.

-Puede retirarse.

Inmediatamente, Bartolomé se fue. Saludó a todo el personal que se encontraba trabajando en las instalaciones del Ejército y fue directo a su hogar. Lo único que le interesaba era llegar y dormir como si fuera el fin del mundo.

Bartolomé llegó al Conventillo. Después de caminar sintiendo los dolores musculares que demandaba su cuerpo. El entrenamiento militar era duro y él no estaba acostumbrado a eso.

Rogó que su padre no hubiese bebido durante el día porque sabía que la habitación iba a ser un desorden, y más aún cuando tenían que compartirla con Arturo.

Apenas entró a su habitación, encontró a su padre dormido, tirado en el sofá y a la casa súper acomodada, algo que no veía desde que su madre había fallecido. Era impactante si se tiene en cuenta que estaba acostumbrado al desorden. También, observó que su padre olía a alcohol y que su compañero español no estaba.

-Me tomé el atrevimiento de traerle agua, señor Bartolomé –dijo la criada que había contratado Arturo.

Bartolomé vio la jarra con agua que había traído Nélida, y tomó todo en un santiamén. La criada podía notar el cansancio de Bartolomé.

-Su padre sufrió una borrachera y le tuve que dar una pastilla para que pudiera conciliar el sueño.

-Lo sé. Gracias.

Nélida lo miró con asombro. No estaba acostumbrado a que sus jefes le dieran las gracias por su trabajo.

-¿Dije algo malo? –preguntó Bartolomé.

-No, nada.

Ambos estaban parados, de frente. No sabían qué decir o hacer. Desviaban las miradas para evitar chocarse.

-¿Sabe algo, señorita Martínez? –preguntó Craviotto, rompiendo el momento de tensión.

-¿Qué?

-El Ejército es cansador, pero reactivó mis pasiones. Hoy me ejercité con voluptuosidad.

Nélida Martínez sabía que Bartolomé hablaba en serio y le sonreía. Miraba su mano ensangrentada y no sabía si ir a buscar algo para curarlo o esperar a que terminara de hablar. Bartolomé le atraía y mucho, le daba curiosidad su persona. Parecía tranquilo, pero en ese momento, estaba manifestando una nueva imagen.

-Y me di cuenta que la vida es una sola para quedarse con ganas de cumplir sus deseos.

-¿Qué deseos tiene señor Bartolomé?

Apenas preguntó, Bartolomé se acercó a Nélida, la tomó de la cintura y comenzó a besarla apasionadamente. La criada, lejos de rechazarlo, continuó su beso, sentía la misma pasión que él, aunque le diera vergüenza.

-Ven conmigo –dijo Nélida.

-¿Qué? –preguntó Bartolomé sorprendido.

            -¿A dónde?

            -Conozco un lugar secreto en este Conventillo, donde nadie puede interrumpirnos.

            Bartolomé sonrió. Le sorprendía conocer a una mujer así, con una gran iniciativa, como si fuese un empresario decidido a invertir capital en una empresa.

            Nélida se mordió el labio, lo tomó de la mano y lo llevó a otra habitación. Bartolomé no podía creer que lo esté llevando a una habitación que él no conocía. ¿Cómo si siempre vivió ahí? Pero evidentemente, no lo conocía todo. Nélida no mintió. Atrás del baño, donde nadie pasaba, había una especie de puerta camuflada en la pared. La abrió y entró en una habitación oscura. Poca importancia le dio al lugar y se concentró en ella. La pasión se apoderó de esa habitación fantasma.

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