La situación estaba controlada. Bartolomé no sentía nervios, como si su trabajo en el Ejército le estuviera dando las fuerzas necesarias para no perder el control de la situación. Sí tenía miedo. Si él hubiese estado dentro de todo ese alboroto, probablemente hubiese resultado lastimado. ¿Qué tal si hubiesen sido más de una persona? ¿Por qué lo atacarían a él? Había muchas hipótesis al respecto. Pero no podía darse el lujo de perder tiempo intentado averiguar quién lo hizo. Después lo haría, y ya sabría con quien recurrir primero, pero antes que eso, quería hablar con aquella criada que estaba presente en ese momento. Bartolomé sirvió dos vasos de whiskey. Sin dudas, necesitaba algo fuerte para bajar la tensión. Uno se lo dio a Nélida. A su vez, sacó una cajita metálica de cigarrillos, encendió uno y le dio uno a su ex criada. Nélida aceptaba la bebida y el cigarrillo. Sin embargo, el silencio que se apoderaba de la situación, era bastante incómodo para ambos.
Arturo estaba en la cocina. De la heladera sacó un aperitivo para convidarle a su “visita”. Llevaba dos copas y el famoso Vino Xerez-Quina Ruiz. No sabría con qué le vendría Bartolomé. Era muy impredecible por momentos. Llegó a la mesa. Dejó el vino y las copas. Además, puso un cenicero para que ambos pudieran fumar tranquilos. Arturo miraba a Bartolomé. Bartolomé miraba a Arturo. La mirada de Bartolomé era amenazante y su colega lo podía percibir. -Y… ¿cómo estuvo vuestro día? –preguntó el “gallego”. -¿Qué carajo te pasa a vos? ¡Mierda! –Exclamó Bartolomé. -No estoy entendiendo que os pasa. -¿Por qué le dijiste a Nélida dónde vivía? -Me insistió y no pude rechazar su pedido. -¿No creés que era mejor preguntarme antes? ¡Yo no quería verla! Arturo sabía que por detrás de todo ese enojo, había algo más. Y aunque no se lo estuviese diciendo, era evidente. Bartolomé mentía, si querí
Bartolomé se acomodaba en el lugar de reunión. Se sentía un privilegiado al poder asistir allí, aunque sabía que su trabajo era simplemente espiar. Tenía miedo de que lo descubriesen, pero no por eso iba a dejar de arriesgarse. También se contagiaba de los ánimos nacionalistas que rondaban por la sala. El General y Director de la Escuela Superior de Guerra, José Félix Uriburu todavía no estaba presente en la sala. Bartolomé podía percibir en la sala donde estaban todos reunidos que había algo raro, como si hubiese una tensión invisible pero fácil de percibir. -¿Por qué siento que los ánimos de esta sala están un poco alterados? –preguntó Bartolomé Filomeno veía a Bartolomé y no lo culpaba de no saber, era nuevo, aunque sabía que tenía la información. -Los espías… Bartolomé no sabía qué decir al respecto. No actuaba muy bien y no quería arriesgarse a ser descubierto. -Si bien al General no le interesan
Arturo hacía todo lo posible para curar la herida de Bartolomé. Claramente, debería atenderlo un profesional, pero Bartolomé se negaba a que así fuera. Prefería que su colega lo atendiera de la forma más eficaz posible. Sacó lo que parecía una manta de tela para poder colocársela sobre la herida de su brazo. -Pará gallego –Bartolomé lo frenó-. Limpiame la herida antes. -No tengo alcohol. Bartolomé puso los ojos en blancos a modo de queja. -Usa eso –señaló la bebida alcohólica que Arturo tenía en la barra. Arturo no estaba muy seguro de lo que iba a hacer, pero no había más opciones. La bebida era Hesperidina. La tomó, mojó la tela con eso y comenzó a limpiarle la herida a su compañero. Bartolomé lanzaba algún que otro chillido por el dolor pero se la aguantaba. Bartolomé, mientras estaba recibiendo la ayuda de a quién podría considerar su amigo a pesar de los momentos en dónde lo quería bien lejos, com
Bartolomé estacionó su auto, el cual fue observado muy detalladamente por su superior en el momento en el que estaba bajando del mismo. Filomeno estaba a una gran distancia de donde estacionó, lo cual le llamó más la atención. ¿Por qué querría estar en un terreno baldío donde no hay personas? Creía que quizás era un lugar de reunión, para evitar la injerencia de cualquier persona ajena al proyecto revolucionario de los militares. Al fin y al cabo, debía confiar en su superior por dos razones: por un lado, para continuar con el trabajo. Por el otro, no le quedaba elección. Bartolomé se fue acercando para darle la mano en forma de saludo a su superior. Sin embargo, Filomeno sacó un arma de su pantalón y comenzó a apuntarle. Bartolomé no sabía qué hacer, no entendía por qué le estaban apuntando con un arma. En ese momento, comenzó a pensar en muchas cosas. En su papá, en Nélida y en su trabajo. ¿Habré sido descubierto? Se preguntaba.
Bartolomé seguía a aquel hombre. Procuraba ser lo más sigiloso que pudiera. En cierto modo, le causaba bronca por haber sido uno de los que tiró contra él. No sabría decir quién le dio en el brazo, pero seguía resentido por ello. Esa fue una motivación extra para seguirlo, aunque sabía que debía concentrarse en Enrique Octavo. Las cuadras pasaban. El pecho de Bartolomé en cualquier momento estallaría. No podía controlar la ansiedad. La caminata parecía eterna. Ni siquiera sabía por qué lo estaba siguiendo. Después de todo, no sabría si ese hombre tendría relación directa con Enrique Octavo. De esa manera, quienes se tirotearon con él no eran comunistas. Le intrigaba saber qué tenía Enrique Octavo con él, si estaban relacionados. Finalmente, aquel hombre entró a una farmacia. “Farmacia franco-inglesa” era el nombre que se lucía en el cartel central del local. Bartolomé se puso una boina negra que guardaba en el bolsillo de su campera, y unos anteojos
El Sr. Rodríguez se encontraba tomando un café con Arturo. Estaban en casa del “gallego” definiendo algunas cuestiones laborales y estrategias a seguir. -Sr. Rodríguez… dígame la verdad –dijo Arturo-. ¿El gobierno va a caer? Rodríguez bebía sorbos de su café, ponía las manos en la mesa expresando cierta seriedad y se quedaba pensando. Pareciera ser que la incertidumbre era enorme. -La verdad Ambrosio, no tengo ninguna certeza. Pero si hacemos las cosas bien, podemos evitarlo. Arturo era consciente de la situación del país. Podía sentir a nivel social que la gente no estaba cómoda con el gobierno de Yrigoyen, y periódicos como La Fronda y la Nueva República, nacionalistas que admiraban al fascismo de Mussolini, se encargaban de meter el dedo en la yaga para despertar los ánimos anti-yrigoyenistas. La Fronda, periódicos creado por el primo del General Uriburu, Francisco Uriburu, había apodado a Yrigoyen el “peludo” de una forma despectiva.
Bartolomé se encontraba en la Pulpería Hernández, en una de las reuniones habituales. Nada hubiese sido diferente a las otras veces, pero si había algo que diferenciaba la situación: ahora sabía quién era Enrique Octavo. Antes, era una simple persona que trabajaba en el lugar y que saludaba cuando entraba al resto. Ahora, es Lucian Heinrich, el hermano de aquel hombre que asesinó y cuyo recuerdo del momento le daba escalofríos. -¡Esto es realmente deprimente! –gritaba uno de los militares. -Y vamos a seguir así hasta que logremos salvar nuestra patria –agregó Filomeno. Bartolomé no se concentraba en la conversación sino en Enrique Octavo. Lo veía y le agarraba una sensación de odio indescriptible. La impotencia que sentía al saber que no podía hacer nada al respecto porque si no quedaría como un culpable directo, además de que correría el riesgo de que sus colegas militares lo descubriesen, era grande. -¿Vos qué pensás Craviotto? –pregun