Arturo hacía todo lo posible para curar la herida de Bartolomé. Claramente, debería atenderlo un profesional, pero Bartolomé se negaba a que así fuera. Prefería que su colega lo atendiera de la forma más eficaz posible. Sacó lo que parecía una manta de tela para poder colocársela sobre la herida de su brazo. -Pará gallego –Bartolomé lo frenó-. Limpiame la herida antes. -No tengo alcohol. Bartolomé puso los ojos en blancos a modo de queja. -Usa eso –señaló la bebida alcohólica que Arturo tenía en la barra. Arturo no estaba muy seguro de lo que iba a hacer, pero no había más opciones. La bebida era Hesperidina. La tomó, mojó la tela con eso y comenzó a limpiarle la herida a su compañero. Bartolomé lanzaba algún que otro chillido por el dolor pero se la aguantaba. Bartolomé, mientras estaba recibiendo la ayuda de a quién podría considerar su amigo a pesar de los momentos en dónde lo quería bien lejos, com
Bartolomé estacionó su auto, el cual fue observado muy detalladamente por su superior en el momento en el que estaba bajando del mismo. Filomeno estaba a una gran distancia de donde estacionó, lo cual le llamó más la atención. ¿Por qué querría estar en un terreno baldío donde no hay personas? Creía que quizás era un lugar de reunión, para evitar la injerencia de cualquier persona ajena al proyecto revolucionario de los militares. Al fin y al cabo, debía confiar en su superior por dos razones: por un lado, para continuar con el trabajo. Por el otro, no le quedaba elección. Bartolomé se fue acercando para darle la mano en forma de saludo a su superior. Sin embargo, Filomeno sacó un arma de su pantalón y comenzó a apuntarle. Bartolomé no sabía qué hacer, no entendía por qué le estaban apuntando con un arma. En ese momento, comenzó a pensar en muchas cosas. En su papá, en Nélida y en su trabajo. ¿Habré sido descubierto? Se preguntaba.
Bartolomé seguía a aquel hombre. Procuraba ser lo más sigiloso que pudiera. En cierto modo, le causaba bronca por haber sido uno de los que tiró contra él. No sabría decir quién le dio en el brazo, pero seguía resentido por ello. Esa fue una motivación extra para seguirlo, aunque sabía que debía concentrarse en Enrique Octavo. Las cuadras pasaban. El pecho de Bartolomé en cualquier momento estallaría. No podía controlar la ansiedad. La caminata parecía eterna. Ni siquiera sabía por qué lo estaba siguiendo. Después de todo, no sabría si ese hombre tendría relación directa con Enrique Octavo. De esa manera, quienes se tirotearon con él no eran comunistas. Le intrigaba saber qué tenía Enrique Octavo con él, si estaban relacionados. Finalmente, aquel hombre entró a una farmacia. “Farmacia franco-inglesa” era el nombre que se lucía en el cartel central del local. Bartolomé se puso una boina negra que guardaba en el bolsillo de su campera, y unos anteojos
El Sr. Rodríguez se encontraba tomando un café con Arturo. Estaban en casa del “gallego” definiendo algunas cuestiones laborales y estrategias a seguir. -Sr. Rodríguez… dígame la verdad –dijo Arturo-. ¿El gobierno va a caer? Rodríguez bebía sorbos de su café, ponía las manos en la mesa expresando cierta seriedad y se quedaba pensando. Pareciera ser que la incertidumbre era enorme. -La verdad Ambrosio, no tengo ninguna certeza. Pero si hacemos las cosas bien, podemos evitarlo. Arturo era consciente de la situación del país. Podía sentir a nivel social que la gente no estaba cómoda con el gobierno de Yrigoyen, y periódicos como La Fronda y la Nueva República, nacionalistas que admiraban al fascismo de Mussolini, se encargaban de meter el dedo en la yaga para despertar los ánimos anti-yrigoyenistas. La Fronda, periódicos creado por el primo del General Uriburu, Francisco Uriburu, había apodado a Yrigoyen el “peludo” de una forma despectiva.
Bartolomé se encontraba en la Pulpería Hernández, en una de las reuniones habituales. Nada hubiese sido diferente a las otras veces, pero si había algo que diferenciaba la situación: ahora sabía quién era Enrique Octavo. Antes, era una simple persona que trabajaba en el lugar y que saludaba cuando entraba al resto. Ahora, es Lucian Heinrich, el hermano de aquel hombre que asesinó y cuyo recuerdo del momento le daba escalofríos. -¡Esto es realmente deprimente! –gritaba uno de los militares. -Y vamos a seguir así hasta que logremos salvar nuestra patria –agregó Filomeno. Bartolomé no se concentraba en la conversación sino en Enrique Octavo. Lo veía y le agarraba una sensación de odio indescriptible. La impotencia que sentía al saber que no podía hacer nada al respecto porque si no quedaría como un culpable directo, además de que correría el riesgo de que sus colegas militares lo descubriesen, era grande. -¿Vos qué pensás Craviotto? –pregun
Bartolomé manejaba de una forma muy acelerada. A pesar de eso, sabía que no chocaría. Sin embargo, su corazón latía a mil por hora. Estaba muy nervioso. Sabía perfectamente todo lo que iba a decirle a Filomeno. Pero a su vez, tenía miedo que los nervios le jugaran una mala pasada y terminara cometiendo errores imperdonables. Luego de estar unos minutos manejando, llegó al lugar. Estacionó su Chrysler 65. Vio a Filomeno y no pudo evitar recordar aquel momento donde se apuntaron mutuamente con sus respectivas armas. Esta vez, no sería así. O al menos así pensaba Bartolomé Craviotto. Se acercó hacía su superior. Le tendió la mano para saludarlo. Luego de saludarse encendieron ambos un cigarrillo y comenzaron a fumar. Los nervios de Bartolomé no podían ser calmados. -Espero que hayas cumplido con lo que te pedí –recordó Filomeno. Bartolomé exhalaba el humo del cigarrillo como si tratara de aparentar una tranquilidad que no existía en ese pre
La gente iba llegando. Bartolomé los recibía con mucho gusto. Eran tiempos complicados. La imagen de Yrigoyen estaba cayendo como si de un paracaidista se tratara. La situación económica no era la mejor. A fines del 1929, la bolsa de New York había caído y el Presidente Yrigoyen decidió cerrar la caja de conversión con el fin de evitar la salida del oro. Ya no tenía mucho apoyo y la situación llegaba a límites que fueron predichos por la oposición e incluso ellos mismos. -¿Ya llegaron todos? –preguntó Filomeno. -Todavía no Sr. –contestaba Bartolomé. La gente seguía entrando como si fuese un verdadero caudal de agua. La casa de Filomeno, a comparación de la última vez que Bartolomé la había visitado, creía que se encontraba en mejores condiciones, dignas de hacer algún que otro acto allí. -Craviotto, si no llega gente, empecemos con la reunión. Bartolomé acató las órdenes de su superior y cerró las puertas de su casa. Comenz
Arturo se encontraba solo en su casa. Se había metido dentro ni bien vio que Bartolomé quería saludarlo, al menos a lo lejos. No sabía qué pensar de él, luego de todo lo ocurrido. Después de ver a Bartolomé dentro de su casa, decidió cambiarse e irse. Caminó numerosas cuadras sin parar y fumando. No se detuvo en ningún momento. Solo le interesaba llegar a un lugar. Finalmente, llegó a una casa donde se podía notar fácilmente, desde el exterior, un gran lujo. Abrió la puerta. Sacó una bolsa del bolsillo de su campera. Cerró la puerta y fue hacía una habitación. Allí se encontró a una persona dormida, con bandas en el pecho que cubrían una herida. Esa persona, se despertó por el movimiento de Arturo. -No, Sr. –dijo Arturo-. No se mueva, usted tiene que descansar. -¿Qué hacés acá Ambrosio? –preguntó el Sr. Rodríguez. -Traje los medicamentos que vuestro médico os ha pedido. Rodríguez reía y Art