El Sr. Rodríguez estaba impaciente. Esperaba a Bartolomé hacía más de una hora en una esquina. Siempre fue puntual en las reuniones que tuvieron. Le llamaba la atención. Para su suerte, pudo visualizar la caminata de Bartolomé. Eso lo tranquilizó por completo. Tenía miedo de que le hubiesen hecho algo. -¿Por qué llega tarde? –Le recriminó apenas llegó- Me he tomado tres cafés esperándolo. -Se me pasó. Estaba muy cansado y me desperté un poco más tarde de lo habitual –explicaba. Y era verdad. Bartolomé estaba agotado. El Ejército le demandaba un esfuerzo físico que cansaría a cualquier persona. Pero el agotamiento de Bartolomé era más mental que otra cosa. Tenía miedo a que algo fallara, quería que todo saliera perfecto para no sufrir ninguna consecuencia negativa. Rodríguez dudaba pero no le dio importancia. Solo quería conversar con él para saber qué ocurrió con Filomeno. -¿Y…? –preguntaba Rodríguez esperando que
Eran las ocho de la mañana. El ambiente era triste. Hacía frío y el viento terminaba de decorar esa tenebrosidad. El Sr. Rodríguez se había ofrecido para financiar el entierro y mantenimiento de Eugenio. Además, financió el traje que Bartolomé debía usar para despedir a su padre. Se encontraban Rodríguez, Bartolomé, Arturo y otros colegas que trabajaban para el Jefe. No había abundancia de gente. Los familiares de Bartolomé, en su mayoría, vivían en otras provincias y debía avisarles de lo sucedido. -Lo siento mucho, Tano –le hablaba Arturo manifestando su pésame. Bartolomé lo aceptó, al igual que aceptó el de Rodríguez y todos los que estaban allí presentes. Se notaba que Bartolomé estaba triste. Pero también estaba enojado. Miraba a cualquier lado pensando en cualquier cosa para despejar su mente, pero era inútil. El sabía que era lo que ocupaban sus pensamientos. -¿En qué estáis pensando? –preguntaba Arturo. -E
Bartolomé acomodaba las cosas de su casa. Estaba acostumbrado a hacerlo en el conventillo pero sin una criada, la situación se hacía más difícil. No veía a Nélida desde el año anterior, el mismo día que asesinó a Michael. Preparó su vestimenta con la que salía a correr por las calles para hacer ejercicio. Se tomaba muy en serio su entrenamiento militar, así como su trabajo de espía. Salió de su casa. Pensaba en su padre, en que no estaba presente para poder mostrarle que luego de tanto esfuerzo, pudo comprarse la tan ansiada casa. La situación para comprar casas era sencilla. Desde la Ley de Casas Baratas del legislador Cafferata sancionada en el 1915, era más sencilla la compra de una casa y de esa manera, de forma gradual, se fueron abandonando los conventillos. Bartolomé sabía que si salió tarde de allí, se debía a su padre, aunque no podría echarle la culpa, se sentía culpable. Corría por la calle en un día típico de invierno. Un clima frío y c
La situación estaba controlada. Bartolomé no sentía nervios, como si su trabajo en el Ejército le estuviera dando las fuerzas necesarias para no perder el control de la situación. Sí tenía miedo. Si él hubiese estado dentro de todo ese alboroto, probablemente hubiese resultado lastimado. ¿Qué tal si hubiesen sido más de una persona? ¿Por qué lo atacarían a él? Había muchas hipótesis al respecto. Pero no podía darse el lujo de perder tiempo intentado averiguar quién lo hizo. Después lo haría, y ya sabría con quien recurrir primero, pero antes que eso, quería hablar con aquella criada que estaba presente en ese momento. Bartolomé sirvió dos vasos de whiskey. Sin dudas, necesitaba algo fuerte para bajar la tensión. Uno se lo dio a Nélida. A su vez, sacó una cajita metálica de cigarrillos, encendió uno y le dio uno a su ex criada. Nélida aceptaba la bebida y el cigarrillo. Sin embargo, el silencio que se apoderaba de la situación, era bastante incómodo para ambos.
Arturo estaba en la cocina. De la heladera sacó un aperitivo para convidarle a su “visita”. Llevaba dos copas y el famoso Vino Xerez-Quina Ruiz. No sabría con qué le vendría Bartolomé. Era muy impredecible por momentos. Llegó a la mesa. Dejó el vino y las copas. Además, puso un cenicero para que ambos pudieran fumar tranquilos. Arturo miraba a Bartolomé. Bartolomé miraba a Arturo. La mirada de Bartolomé era amenazante y su colega lo podía percibir. -Y… ¿cómo estuvo vuestro día? –preguntó el “gallego”. -¿Qué carajo te pasa a vos? ¡Mierda! –Exclamó Bartolomé. -No estoy entendiendo que os pasa. -¿Por qué le dijiste a Nélida dónde vivía? -Me insistió y no pude rechazar su pedido. -¿No creés que era mejor preguntarme antes? ¡Yo no quería verla! Arturo sabía que por detrás de todo ese enojo, había algo más. Y aunque no se lo estuviese diciendo, era evidente. Bartolomé mentía, si querí
Bartolomé se acomodaba en el lugar de reunión. Se sentía un privilegiado al poder asistir allí, aunque sabía que su trabajo era simplemente espiar. Tenía miedo de que lo descubriesen, pero no por eso iba a dejar de arriesgarse. También se contagiaba de los ánimos nacionalistas que rondaban por la sala. El General y Director de la Escuela Superior de Guerra, José Félix Uriburu todavía no estaba presente en la sala. Bartolomé podía percibir en la sala donde estaban todos reunidos que había algo raro, como si hubiese una tensión invisible pero fácil de percibir. -¿Por qué siento que los ánimos de esta sala están un poco alterados? –preguntó Bartolomé Filomeno veía a Bartolomé y no lo culpaba de no saber, era nuevo, aunque sabía que tenía la información. -Los espías… Bartolomé no sabía qué decir al respecto. No actuaba muy bien y no quería arriesgarse a ser descubierto. -Si bien al General no le interesan
Arturo hacía todo lo posible para curar la herida de Bartolomé. Claramente, debería atenderlo un profesional, pero Bartolomé se negaba a que así fuera. Prefería que su colega lo atendiera de la forma más eficaz posible. Sacó lo que parecía una manta de tela para poder colocársela sobre la herida de su brazo. -Pará gallego –Bartolomé lo frenó-. Limpiame la herida antes. -No tengo alcohol. Bartolomé puso los ojos en blancos a modo de queja. -Usa eso –señaló la bebida alcohólica que Arturo tenía en la barra. Arturo no estaba muy seguro de lo que iba a hacer, pero no había más opciones. La bebida era Hesperidina. La tomó, mojó la tela con eso y comenzó a limpiarle la herida a su compañero. Bartolomé lanzaba algún que otro chillido por el dolor pero se la aguantaba. Bartolomé, mientras estaba recibiendo la ayuda de a quién podría considerar su amigo a pesar de los momentos en dónde lo quería bien lejos, com
Bartolomé estacionó su auto, el cual fue observado muy detalladamente por su superior en el momento en el que estaba bajando del mismo. Filomeno estaba a una gran distancia de donde estacionó, lo cual le llamó más la atención. ¿Por qué querría estar en un terreno baldío donde no hay personas? Creía que quizás era un lugar de reunión, para evitar la injerencia de cualquier persona ajena al proyecto revolucionario de los militares. Al fin y al cabo, debía confiar en su superior por dos razones: por un lado, para continuar con el trabajo. Por el otro, no le quedaba elección. Bartolomé se fue acercando para darle la mano en forma de saludo a su superior. Sin embargo, Filomeno sacó un arma de su pantalón y comenzó a apuntarle. Bartolomé no sabía qué hacer, no entendía por qué le estaban apuntando con un arma. En ese momento, comenzó a pensar en muchas cosas. En su papá, en Nélida y en su trabajo. ¿Habré sido descubierto? Se preguntaba.