Capítulo cuatro

-¿Por qué sos tan misterioso gallego? –preguntaba Bartolomé.

            Ambos estaban parados en el medio del patio principal del conventillo. Estaban fumando. Arturo lo miraba sorprendido. ¿Qué le habría querido decir? ¿Otra vez habría querido insultarlo?

            -Disculparme Tano. ¿Qué quisisteis decir?

            -Venís de España y trabajás para el gobierno nacional.  ¿Por qué? ¿Cuántos extranjeros más hay colaborando?

            Arturo ahora lo entendía.

            -Quizás más adelante os diga. Pero primero debéis hablar con el Señor Rodríguez.

            -¿Por qué es tan importante?

            -Es una persona de la confianza de vuestro gobierno nacional.

            Bartolomé ponía los ojos hacia arriba y tiraba al piso su cigarrillo para apagarlo. No le caía del todo bien su compañero de habitación, pero poco a poco comenzaba a tolerarlo.

            -Vos sois un misterio también –dijo Arturo.

            -¿Yo?

            -Si, vos.

            -¿Acaso yo te oculté algo? –replicaba Bartolomé.

            -Dijisteis que tenías una decisión tomada en cuanto al laburo, y preferís esperar al Señor Rodríguez.

            -¿Y si quiero comunicársela a él primero antes que a vos?

            -Seguís siendo un misterio.

            Arturo tiró su cigarrillo y lo apagó aplastándolo. Ambos se quedaron en silencio, mirándose cara a cara, como si estuvieran enfrentados a punto de pelear. Nada más que sin las intenciones de pelear.

            De pronto, el silencio fue interrumpido por la voz de una mujer que ninguno de los dos se vio venir.

            -Señor Del Campo –dijo aquella mujer dirigiéndose a Arturo.

            Bartolomé miró a aquella mujer y se impresionó. Era una dama cuya altura era menor a la de Bartolomé, y, como vestimenta, portaba un vestido negro de no muy buena calidad. En su mano, un abanico. Bartolomé sonreía.

            ¿Del Campo? Se preguntaba Bartolomé. Con que su apellido es Del Campo eh…

            -Nélida. Ya estáis aquí. Os presento a mi compañero –dijo Arturo señalando a Bartolomé-, el Tano.

            -Hola Tano –dijo Nélida inclinando la cabeza-. Es un placer conocerlo.

            -El placer es mío –dijo Bartolomé tomando su mano para besarla.

            -Ella va a ser nuestra criada. No vais a tener que preocuparte más por cocinar o sacar agua del pozo.

            Bartolomé miró sorprendido a Arturo. No sabía como reaccionar. ¿Cómo se atrevía a tomar decisiones sin su consentimiento?

            -Permiso Nélida, tengo que hablar con el gallego.

            -¿Gallego? –se preguntaba Nélida sin entender.

            Bartolomé hizo a un lado a Nélida y comenzó a hablar a solas con su compañero de cuarto.

            -¿Sabés qué una criada cuesta dinero?

            -Si, lo se.

            -¿Y por qué carajo tomaste esas decisiones por tu cuenta gallego? Me estabas empezando a simpatizar.

            -Necesitamos a alguien que haga las labores domésticas, Tano. Perdóname, pero no confió en tus habilidades de cocina, una mujer es la indicada para hacer aquello.

            -¡Cuesta dinero una criada! D I N E R O –le dijo en la cara separando bien las sílabas.

            -¡Le voy a pagar yo, joder! –dijo Arturo harto de la situación.

            Bartolomé se quedaba un poco más tranquilo al saber que el sueldo de esa criada no iba a salir de su bolsillo. Suficiente con su padre, no podía darse el lujo de gastar en una criada.

            -Me pones hasta los cojones, coño.

            Bartolomé se quedó mirando a esa mujer. Realmente, le parecía muy hermosa, como si nunca hubiese sido testigo de una mujer con tal grado de belleza.

            -¿Os gusta no? –Preguntó Arturo interrumpiendo los pensamientos de Bartolomé.

            -¿Qué? –contestó confundido.

            -La dama.

            -No, para nada. Solo sigo preguntándome cómo pudiste contratar a una criada sin mi permiso. Llegué antes que vos al conventillo.

            Arturo encendió otro cigarrillo y le ofreció uno a su compañero. Este lo aceptó y fue directo a donde se encontraba Nélida.

            -Disculpe, señorita. Estaba arreglando asuntos con Del Campo.

            -Está bien. ¿Cuándo comienzo a trabajar?

            Bartolomé no sabía bien que responder. Nunca había dado órdenes. En su casa, desde que había muerto su madre, no había contratado a ninguna otra mujer para que hiciera las tareas domésticas.

            -Si gusta, puede empezar ahora.

            -Comienzo ahora.

            La mujer se estaba yendo pero antes Bartolomé la tomó por el brazo para frena su camino.

            -Soy Bartolomé –dijo-. Bartolomé Craviotto.

            Nélida sonrió apenas le dijo su nombre.

            -Yo Nélida –contestó de la misma forma que Bartolomé-. Nélida Martínez.

            Bartolomé solo se limitó a asentir y Nélida siguió su camino. Ya sabía a que habitación ir. Por lo visto, mantuvo conversaciones con Arturo.

            -¡Hey! Nos vamos –dijo Arturo.

            -¿A dónde?

            -A donde el Señor Rodríguez. Me dijiste que te lleve.

            Bartolomé se acordó, el día anterior le había dicho que lo llevara con Rodríguez ya que tenía una respuesta.

            Iban caminando en la calle, vestidos formalmente, como la mayoría de los vecinos. Caminaron algunas cuadras hasta que llegaron a una casa.

            -¿Y esto?

            -Acá está el Señor Rodríguez.

            -Este no es el mismo lugar que la última vez.

            -No…

            -¿A dónde me trajiste?

            Bartolomé preguntó asustado. Y en ese momento, se le vinieron a la cabeza todas las publicidades de venta de armas que aparecían en los diarios y las revistas que él leía. ¿Por qué no me compré una? Se preguntaba.

            Entró con desconfianza a la casa. Parecía ser un ambiente extremadamente oscuro. No había una sola luz prendida y Bartolomé comenzó a atemorizarse. No quería pasar por la misma situación que había pasado cuando Heinrich lo golpeó en la cara.

            -Gallego, ¿A dónde…?

            -¡Sorpresa! –gritó un grupo pequeño de personas mientras encendieron las luces y Bartolomé sintió relajación.

            Veía que estaba el señor Rodríguez, a su lado estaba su padre Eugenio, el alemán que lo había golpeado y alguna que otra persona que no conocía. Del barrio se estaba diciendo.

            -Felicidades por tu cumpleaños número 20. Enhorabuena –dijo Arturo mientras le daba una palmada en la espalda-. A disfrutar de la fiesta.

            De fondo sonaba una canción de Carlos Gardel.

Hay una virgen de alma cariñosa

Tan tiernamente al corazón unida,

Que separar mi vida de su vida

Fuera lo mismo que romper las dos.

Hay un semblante pálido y hermoso

Que siempre miro, porque está en mi alma,

Y que en la sombra de la noche en calma

Vela con mi ángel cuando duermo yo.

            -Feliz cumpleaños, señor Craviotto –Rodríguez le daba la mano-. Por favor, sírvase –le ofrecía una cerveza.

            -Yo no…

            -¡Hombre! No me rechace.

            Bartolomé hizo caso y tomó un vaso con cerveza y comenzó a beber. No acostumbraba a beber alcohol. Al principio sintió un gusto amargo, pero luego se fue acostumbrando.

            Luego fue hacia su padre quien lo recibió con un abrazo y obviamente, lo felicitó.

            -He hablado con el Señor Rodríguez acerca de lo que te ofreció –le dijo a su hijo.

            -¿Qué?

            Bartolomé no sabía qué decir. No quería que su padre se enterara del ofrecimiento que le hizo Rodríguez acerca de ser espía.

            -Si, he hablado con el Señor Rodríguez.

            -Papá, yo…

            Eugenio lo silenció con un “sh”. Tomó un vaso de cerveza. Lo bebió como si de agua se tratara, de dos sorbos y lo dejó en la mesa. Luego, comenzó a mirar fijamente a su hijo. Bartolomé no sabía que decir al respecto. No estaba en sus planes contarle a su padre lo que le habían ofrecido.

            -¡Vas a ser el primer Craviotto en estudiar en la Universidad! –gritó mientras lo apretaba intentando abrazarlo.

            -¿Eh? –se preguntaba sin entender nada-  Papá me estás lastimando.

            -Perdón –dijo y dejó de abrazarlo.

            Bartolomé comenzó a respirar lentamente y se preguntaba qué es lo que le habría dicho Rodríguez.

            -Me dijo Rodríguez que te consiguió un trabajo el cual te pagan lo mismo que en la fábrica, con la diferencia de que vas a tener tiempo para estudiar. Ahora, el trabajo es cosa mia.

            -Pero…

            -¡No! Ni se te ocurra contradecirme.

            Rodríguez observaba la escena a lo lejos. Mientras la música seguía sonando, se acercó allí para hablar con Bartolomé.

Hay unos ojos negros adormidos

A la sombra ideal de la pestaña,

Cuya mirada celestial empaña

La tristeza dulcísima del mar.

Ojos que buscan en los ojos míos

El idioma del alma silencioso,

Ojos dichosos, si me ven dichosos

Ojos que lloran, si me ven llorar.

           

            -¿Me permite? –dijo Rodríguez a Eugenio, señalando a Bartolomé.

            -Claro.

            Rodríguez lo llevó a otra habitación donde estuvieran solos. Ni bien entró, se sacó el sombrero y se dirigió hacia el cumpleañero.

            -En estas semanas, lo van a reclutar para el Ejército. Dígame… ¿Tiene una respuesta?

            -La tengo –dijo, causando la tranquilidad de Rodríguez que no aguantaba más-. Pero antes –dijo Bartolomé y Rodríguez comenzó a desesperarse- quisiera saber por qué le dijo eso a mi padre.

            -¿Prefería que le diga que iba a trabajar como espía para el Gobierno Nacional?

            -No pero pudimos haber inventado algo mejor. ¿Qué se supone que estaré estudiando para mi padre?

            -Ingeniería.

            Bartolomé no estaba de acuerdo en las formas dadas. Pero era consciente de que tenía razón. Era preferible que su padre crea eso antes que otra cosa que lo hiciera sospechar.

            -¿Y cuál es su respuesta? –dijo una vez explicada la situación.

            -Acepto.

            Rodríguez, ahora si, se tranquilizó al cien por ciento. Por fin había encontrado a un hombre que trabajara para ellos.

            -Pero supongo que trabajaré sin contrato. ¿Cómo me van a pagar?

            -Le pago yo.

            -Quiero que sean 500.

            Rodríguez comenzó a sonreír sarcásticamente. ¿De verdad un crío de veinte años le estaba poniendo condiciones?

            -Señor Craviotto, habíamos quedado que 400 iba a ser su sueldo.

            -Lo sé, pero necesito más.

            -¿Para qué?

            -Cosas personales.

            Lisandro Rodríguez no quería saber nada con aumentar el sueldo de un espía. 100 pesos era el salario mensual de un obrero. Le estaba pagando cuatro veces más. ¿Qué no era suficiente?

            -Es eso o no trabajo para usted –dijo Bartolomé.

            De algún modo, la actitud de Bartolomé, si bien por un lado no le gustaba, por el otro la festejaba ya que demostraba autoridad, lo cual era necesario para un trabajo de ese rigor.

            -Está bien Craviotto, yo le voy a pagar pero 500. Pero… -se acercó hacia Bartolomé- espero que usted haga un trabajo excelente –dijo con voz tenebrosa.

            -No dude de eso.

            Rodríguez le dio la mano para estrecharla y Bartolomé lo acepto. En aquella habitación se había producido un trato que parecía irrevocable.

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